La joven rió. Parecía que su equivocación le hacía gracia.

– Siento decepcionarte y estropear tus planes de cumpleaños, pero mi ropa se va a quedar donde está.

«Una verdadera lástima», se dijo Dean.

– ¿Entonces qué es lo que quieres de mí?

Jo se cruzó de brazos y se quedó mirándolo largo rato de un modo penetrante.

– Soy agente de recuperación de fianzas -lo informó-, y he venido a llevarte de vuelta a San Francisco para que te juzguen por robo de coches a gran escala.

Dean se quedó boquiabierto y a continuación frunció las cejas, tratando de digerir lo que acababa de decirle.

– ¿Robo de coches? -repitió, su voz aguda por la incredulidad-. No tengo ni idea de lo que estás hablando.

– Oh, por supuesto que no… -contestó Jo sonriendo y sacando el arma de su funda.

Pensar que la pistola no era de juguete hizo que Dean se sintiera esa vez verdaderamente intimidado. ¡Iba a llevarlo de verdad a la cárcel! La sola idea de tener que pasar la noche en prisión hasta que sus abogados lo sacaran de aquel embrollo hizo que el estómago se le encogiera y que la frente empezara a sudarle a pesar de que era una fresca mañana del mes de mayo.

– Escucha… Te has equivocado de hombre – dijo tratando de hacerla razonar.

La joven suspiró con impaciencia.

– Tú mismo has admitido que eres Dean Colter; ésta es la dirección que venía en el informe; y te ajustas a la descripción que tengo de ti -le dijo encogiéndose de hombros-. No necesito más pruebas para llevarte de vuelta a San Francisco.

Y antes de que Dean pudiera decir otra palabra en su defensa, Jo cerró la puerta de la camioneta y se encaminó hacia la casa. ¿Cómo diablos iba a salir de aquel lío?

3

Había atrapado a Dean Colter justo a tiempo. A juzgar por lo que había descubierto en su maletero, parecía que tenía planeado huir de nuevo. Si hubiera llegado diez minutos más tarde le habría perdido la pista. Sí, ciertamente el éxito era algo muy dulce.

Tras realizar una rápida inspección del vehículo del delincuente, Jo se dispuso registrar los contenidos de la mochila en busca de alguna arma, drogas o cualquier otra cosa ilegal; pero no encontró nada excepto ropa y objetos personales. En el bolsillo delantero encontró su billetera con tarjetas de crédito, algo de dinero y el permiso de conducir del estado de Washington.

Lo cierto era que había resultado una captura casi ridícula por lo fácil que había sido. Claro que en parte había sido pura suerte. ¡Mira que creer que era una bailarina de striptease!, pensó conteniendo la risa. Aquello explicaba lo tranquilo que había estado, todo aquel flirteo descarado, por qué había seguido sus órdenes sin rechistar y, sobre todo, por qué no se había resistido en absoluto al cacheo.

Sin embargo, nada de todo eso explicaba porque se había excitado al registrar a aquel hombre, se reprochó frunciendo el ceño mientras volvía a guardar la billetera en la mochila. Ella había tratado de conducirse como una profesional… hasta que él había hecho aquel comentario burlón sobre la única arma oculta que tenía.

A partir de ese momento, el cacheo se había convertido en algo más que mera rutina.

La verdad era que el tipo tenía muy buen cuerpo. No excesivamente muscular, pero su constitución era atlética, con anchos hombros, fuertes brazos, vientre plano, durísimos muslos, nalgas redondeadas y bien definidas… Al rozar la cremallera del pantalón, había sentido la reacción de él, y ella misma había sido incapaz de apagar el incendio que se había declarado en su interior. Aún entonces, pasado el momento, el sólo recuerdo estaba volviendo a excitarla.

«Contrólate, Sommers», se dijo enfadada. Por guapo, encantador y agradable que fuera Dean Colter a pesar de su reciente delito, a ella nunca se le había ocurrido la estupidez de desear a un tipo que estuviera bajo su custodia, y aquella vez no podía ser una excepción. Pero era una pena, porque no podía recordar cuándo había sido la última vez que un hombre la había hecho sentirse de ese modo. Seguramente se debía solo a que estaba cansada, se dijo excusándose. Había conducido sin apenas parar hasta llegar allí por el temor a que el fugitivo huyera de nuevo, y solo había dormido cinco horas la noche anterior, con lo dormilona que ella era.

Fuera como fuera tenía una misión que cumplir, y la misión no admitía la clase de distracción que Dean Colter suponía. Debía tener más cuidado, y no bajar la guardia en ningún momento.

Cerró el coche del delincuente y se dirigió a su vehículo, ansiosa por concluir con aquel asunto. Su cautivo parecía mucho menos alegre tras haber comprendido que no se trataba de una broma. De hecho, el modo en que frunció las cejas cuando la vio reaparecer, mostraba a las claras que la situación no le gustaba nada.

Jo dio la vuelta y se sentó al volante, arrojando la mochila en el asiento trasero. Activó el cierre automático.

– Muy bien. ¿Adónde te dirigías antes de que yo llegara? -le preguntó. Era imperativo hacerle hablar un poco. Necesitaba saber qué clase de tipo era antes de iniciar el viaje a San Francisco. La experiencia le había enseñado que había tres clases de prisioneros: los que se comportaban de manera beligerante, insultándola durante todo el camino hasta la cárcel; los que se asustaban por lo que los esperaba y por tanto hacían el viaje en silencio; y los que trataban de hacerle creer su inocencia, hablando hasta volverla loca.

Dean desde luego no parecía muy feliz, pero con solo mirarlo a los ojos, tan sorprendentemente verdes, Jo se dio cuenta enseguida de que no pertenecía al primer tipo. No había malicia en su mirada, solamente frustración.

– Iba a pasar unas muy merecidas vacaciones de una semana, en una cabaña aislada en las montañas.

Los aparejos de pesca que Jo había encontrado en el maletero de su coche desde luego confirmaban esa versión. La honestidad era algo que apreciaba, aunque aquello de «muy merecidas» había sido bastante cínico.

– Ya veo, habría sido un buen escondite, desde luego -asintió abrochándose el cinturón-. Siento haber estropeado tus planes.

Dean se removió en su asiento hasta girar el tórax, para poder mirarla de frente. Parecía llenar por completo el interior de la camioneta con su presencia y su calor. No había previsto tener que enfrentarse a eso. La combinación de todas aquellas cosas despertó sus sentidos, y también una sensación extraña en el vientre… Hambre, era hambre nada más, se dijo obstinada. No había probado bocado en horas. Pero, a pesar de todo, no logró apartar la vista de los embrujadores ojos de Dean.

– Esto tiene que ser un error -estaba diciéndole él muy serio.

«Vaya», pensó Jo, «categoría tres». Por desgracia para él, tenía pocas posibilidades de convencerla. Extrajo la llave del vehículo del bolsillo del pantalón, y la introdujo en el contacto. La verdad era que sentía una cierta lástima por él. Parecía tan poco curtido en aquellas lides… Se notaba a la legua que era un novato. En fin, tal vez lo aterrorizaba el regreso a San Francisco, tener que testificar contra el líder de aquella red de ladrones de coches. Sí, eso explicaría la desesperación que Jo creía atisbar bajo la fachada de hombre seguro de sí mismo.

– No hay ningún error, amigo. Esto es un arresto de verdad, y tengo en mi poder papeles que lo autorizan. Al escuchar el ruido del motor poniéndose en marcha, a Dean le sobrevino un ataque de pánico:

– ¿Es que no tengo ningún derecho? -exigió saber-. Todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario -Jo casi se echó a reír ante lo patético que sonaba-. ¿No tengo derecho a hacer una llamada a mi abogado o algo así?

La joven sacudió la cabeza.

– Mucho me temo que no. Perdiste todos tus derechos al huir bajo fianza. Podrás llamar a tu abogado, o a quien te dé la gana… una vez estés de vuelta en prisión.

Dean apretó la mandíbula exasperado.

– Quiero ver esos papeles -exigió abrupta- mente viendo que Jo alargaba la mano hacia la palanca de cambios-. ¿Tampoco tengo derecho a eso?

Sonaba tan indignado que Jo tuvo que apretar los labios para reprimir una sonrisa maliciosa. ¡Había visto aquella táctica tantas veces! En fin, hacer aquella pequeña concesión no le quitaría demasiado tiempo. Además, la experiencia le había demostrado que los fugitivos solían mostrarse más manejables cuando se les presentaban pruebas concluyentes.

– ¿Cómo no? -le dijo sonriéndole dulcemente. Abrió la guantera y extrajo la carpeta con el informe y demás documentos.

– Gracias -masculló Dean con ironía-. Es lo menos después de haber estado bajo la amenaza de caer abatido por un disparo sin saber siquiera por qué.

– ¿Qué? -inquirió Jo levantando la cabeza de los contenidos de la carpeta-. Oh, no era una pistola. No una de verdad, quiero decir.

Dean la miró de hito en hito, boquiabierto.

– ¿Vas por ahí buscando delincuentes con una pistola de juguete?

A Jo se le encogió el estómago y las manos se le pusieron frías al volver de un modo inesperado ciertos recuerdos a su mente: una pistola entre sus manos temblorosas, sus gritos frenéticos al criminal al que había acorralado para que arrojara el arma al suelo, su incapacidad para disparar, y dos disparos.

Desde luego los hombres de las dos imágenes parecían dos personajes totalmente distintos, pero los rasgos y el tono de su tez eran tan similares que era difícil negar que eran la misma persona. En ambos documentos se decía que tenía los ojos verdes, y desde luego el hombre frente a sí los tenía, unos maravillosos ojos verdes que había visto oscurecerse por la pasión momentos antes, y también relampaguear furiosos unos instantes atrás. En las dos fotografías el cabello era negro, y tampoco había lugar a dudas de que el hombre en el asiento contiguo tenía el cabello negro, como el ala de un cuervo.

Según parecía se había cortado el pelo después de que le hicieran la foto para la ficha policial, volviendo al estilo de hombre de negocios que mostraba la imagen del permiso de conducir: capas más largas en la parte superior, que caían sobre otras más cortas a medida que se acercaban a la nuca. Era tan brillante y parecía tan suave que se sentían deseos de tocarlo para sentir su textura. Y ella lo había hecho, al ponerle la mano sobre la cabeza para hacerlo entrar en la camioneta. Se asemejaba al terciopelo, y todavía podía recordar el cosquilleo que había seguido a ese breve contacto.

Lo único que diferenciaba de forma notable a los tratados en las dos fotografías, era la sonrisa engreída y arrogante que lucía el de la ficha policial. Aquella era una faceta que todavía no había visto en su cautivo. El Dean Colter al que había esposado se había mostrado ligón y encantador antes de saber quién era en realidad, y después había dejado entrever una lógica ira y frustración, pero desde luego no había resultado ser un tipo agresivo, como habría cabido esperar por la expresión que tenía en la ficha.

– Increíble -murmuró el cautivo. La expresión en sus ojos, cuando volvió la cabeza hacia ella, era de pasmo y confusión.

– Espero que con eso te haya bastado. Dean no contestó, sino que inspiró profundamente y expulsó el aire poco a poco. Jo retiró la carpeta de sus piernas.

– Esto es un error. La voz de Dean sonó tan calmada, tan sobrecogedora, que Jo sintió que un escalofrío le recorría la espalda. No estaba rogándole que lo creyera, era simplemente una afirmación de que lo que acababa de leer no era cierto. La expresión en sus ojos parecía tan sincera, que Jo deseó creerlo.

Sin embargo, no era tan ingenua como para hacerlo, por muy convincente que estuviera resultando su actuación. No iba a subestimar el poder de sus encantos, permitiendo que la persuadiera tan fácilmente.

– ¡Caramba, qué original! Si me dieran un dólar por cada vez que he oído eso como policía, sería rica.

Él se quedó mirándola atónito un instante:

– ¿Eres policía?

– Lo fui -dijo Jo. No veía ninguna razón para no contestar esa pregunta. Iban a pasar juntos unas quince horas dentro del vehículo, así que un poco de charla amistosa no les haría ningún daño-. Abandoné el cuerpo hace un par de años.

– ¿Para convertirte en una cazarrecompensas? -inquirió él con el asombro aún escrito en el rostro. Le echó una mirada rápida, de arriba abajo, con patente incredulidad.

– Trabajo como investigadora privada para mi hermano -le dijo poniendo el vehículo en marcha y alejándose del bordillo, hacia la carretera-. Estoy especializada en secuestros y desapariciones, pero de forma ocasional también capturo a fugitivos de la justicia para conseguir un dinero extra.

Dean giró la cabeza para ver por última vez su hogar.

– ¿Fugitivos? -se rió sarcástico-. Yo a esto lo llamo «secuestro».