– ¿Qué? -inquirió Jo parpadeando incrédula. Puso el aire acondicionado-. No según la información que acabo de mostrarte.

– ¡Yo no soy ese tío! -masculló Dean furioso, entre dientes.

¿De modo que aún no se daba por vencido?

– Tú afirmaste ser Dean Colter, y lo dicen también el permiso de conducir y las tarjetas de crédito que hay en la billetera de tu mochila.

Dean resopló frustrado.

– Y soy Dean Colter, pero no soy ese tipo que sale en la ficha.

– Oh, y yo te creo -le dijo ella con voz cansina-, pero es al juez a quien tendrás que convencer.

Dean frunció los labios malhumorado y se recostó en el asiento.

– Genial -masculló volviendo la cabeza hacia la ventanilla-. Esto es genial.

Jo tomó la primera salida a la autopista, dejando Seattle atrás.

– ¿Por qué no te relajas y disfrutas del viaje?

– Es bastante difícil relajarse con estas malditas esposas clavándose en la espalda -gruñó Dean-.

Además, se me están durmiendo los brazos.

«Pobrecito…».

– Si aplastas las palmas contra el asiento aliviarás un poco la presión.

– Y si me quitaras las esposas me aliviaría un poco el dolor.

– Lo siento -replicó ella sin sonar en absoluto apenada -, pero no puedo arriesgar mi seguridad por tu comodidad.

Dean suspiró con pesadez.

– ¿Y voy a tener que ir así hasta San Francisco?

– La mayor parte del tiempo, sí -contestó Jo-. Pero, tranquilo, pararemos. Llevo en la carretera desde las seis de la mañana, así que dentro de unas horas pararemos en un hotel para pasar la noche en Kelso, Washington. Entonces te dejaré que te estires un poco y comeremos algo también.

– Vaya, una cena gratis; al menos voy a sacar algo de este viaje -dijo Dean con una pizca de humor en su voz. Parecía que se había resignado a lo inevitable-.Te lo agradezco. Lo cierto es que estoy muerto de hambre.

Ser arrastrado contra su voluntad hasta San Francisco por una cazarrecompensas no era exactamente la clase de vacaciones que Dean había previsto, pero a medida que iban alejándose más y más de Seattle, fue comprendiendo que no tenía otra opción más que tomárselo con filosofía e intentar verlo con un espíritu aventurero… ¿Aventurero? Sí, aventura, espontaneidad… eso era lo que echaba de menos en su vida, y en parte esa falta era lo que lo había llevado a decidir tomarse unos días libres. Se había asustado al darse cuenta de que se estaba convirtiendo en un adicto al trabajo, igual que lo había sido su padre. Se había jurado a sí mismo que nunca pondría la empresa por delante de sí mismo, pero eso era exactamente lo que había estado haciendo los tres últimos años, hasta acabar casi quemado.

No sólo le hacía falta pasar un tiempo alejado del trabajo para pensar en el destino de Colter Traffic Control y en su futuro, también debía preocuparse un poco de sí mismo, atender las necesidades tanto tiempo que había estado reprimiendo.

Y no había duda de que su necesidad más básica, más física, había salido de su subconsciente al ver a aquella mujer. Sí, la deseaba. Jo Sommers, esa joven sexy y enérgica lo tenía intrigado, lo excitaba. ¡Hacía tanto que una mujer no lo atraía de ese modo!

Aunque no le hiciera gracia, no tenía otro remedio que esperar a que llegaran a San Francisco, para poder ponerse en contacto con su abogado y que las autoridades se dieran cuenta de que habían capturado al hombre equivocado. Ese tío de la ficha no era él, por mucho que se parecieran. Sí, era un tremendo error, un error para el que no podía encontrar una razón lógica, pero aun así un error.

Tenía dos días para averiguar el modo de convencer a aquella mujer de que era inocente.

En fin, había dos formas de ver la situación: podía sentirse como una víctima y resistirse, o rendirse y ganarse la confianza de Jo Sommers. Así, al menos el viaje sería más agradable. Bien, lo primero que tenía que hacer era corregir su comportamiento malhumorado de antes. Giró la cabeza hacia el perfil de Jo. El sol estaba empezando a ponerse en el horizonte, y los tonos pastel hacían que su tez pareciera Irradiar calidez.

– Quiero pedirte disculpas por mi actitud -le dijo Dean, rompiendo el silencio que se había adueñado del interior del vehículo durante la última media hora-. Estoy seguro de que cuando me hayan absuelto de esas acusaciones y encuentren al tipo que me ha suplantado, encontraré todo esto muy divertido.

Jo entornó los ojos, suspicaz:

– ¿Eso crees?

– Es lo que quiero creer, al menos -contestó Dean-. Cuentas con mi entera cooperación. Me he resignado al hecho de que no puedo probar mi inocencia hasta que esté frente a las autoridades, así que me he propuesto disfrutar del viaje como me has dicho. -le anunció. «Y de tu compañía», añadió mentalmente.

Una sonrisa se dibujó lentamente en los carnosos labios de Jo.

– Bien, me gusta esa nueva actitud.

– Y a mí me gusta tu sonrisa -contestó él con: sinceridad.

La sonrisa de Jo se desvaneció al instante, y se sonrojó. Obviamente no se esperaba el cumplido.

– Gracias -balbució incómoda.

– No hay de qué -respondió él conteniendo i una sonrisilla-. ¿Estás casada?

Jo se quedó callada un momento, y se lamió el labio inferior antes de admitir:

– No.

– Hum… No puedo decir que me sorprenda – dijo él. Jo le lanzó una mirada furibunda que exigía una explicación inmediata, de modo que añadió-: Es difícil imaginar a un marido que permita que su mujer trabaje como cazarrecompensas.

Jo resopló y puso los ojos en blanco ante lo que obviamente le parecía un punto de vista anticuado.

– ¿Un novio quizá?

Jo le lanzó una mirada penetrante. Estaba visiblemente molesta.

– No, y te agradecería que te guardaras para ti el comentario que fueras a hacer al respecto -le advirtió.

A pesar de sus esfuerzos por contener la risa, los labios de Dean temblaron de un modo incontrolable, hasta que ya no pudo más y tuvo que volver el rostro. Estaba claro que había algo que le impedía mezclar en su vida a alguien significativo con su ocupación, y tenía mucha curiosidad por saber la razón. Quería averiguar todo lo posible sobre Jo Sommers: por qué hacía lo que hacía, y descubrir si esa sensualidad que creía adivinar bajo la dura fachada era real.

4

Aproximadamente una hora más tarde, Jo salió de la autopista interestatal, y detuvo el vehículo frente a un restaurante de comida rápida en Kelso, Washington, a unos metros del motel en el que había pensado pasar la noche. Era una ciudad pequeña y tranquila, justo lo que estaba buscando. Lo único que quería en ese momento era llenarse el estómago, darse una ducha de agua caliente para destensar los músculos de sus hombros, dormir… y la total cooperación que el fugitivo le había prometido, claro.

Hasta el momento al menos había cumplido su palabra, y se había comportado de un modo ejemplar, aunque por supuesto tampoco podía hacer mucho esposado y sujeto por el cinturón de seguridad.

Sin embargo, no había vuelto a protestar con aquello de que no era él, no se había vuelto a quejar de estar incómodo, y no se había vuelto a advertir frustración en su voz. Por el contrario, había estado sacando, uno tras otro, temas de conversación, preguntándole sobre todo por la época en que había sido policía. Las anécdotas del oficio parecían fascinarlo y divertirlo, y no había perdido ocasión de lanzar ocasionales comentarios galantes que no hacían sino azorarla. Tenía que admitir que era un buen conversador, y que el tiempo y los kilómetros parecían haber pasado volando.

Bajó la ventanilla para poder leer el gran cartel iluminado donde anunciaban los distintos platos. Una vez hubo decidido lo que iba a pedir, se giró hacia Dean.

– ¿Qué quieres comer?

Los ojos del fugitivo se encontraron con los suyos, y sus labios esbozaron una irresistible sonrisa.

– Bueno, como eres tú quien invita, creo que tomaré… Dos hamburguesas dobles con queso y beicon, una de patatas grande y un refresco de cola tamaño gigante.

Jo enarcó las cejas ante la ingente cantidad de comida que quería pedir.

– Oh, ¿eso es todo? -inquirió con ironía. Se preguntó si siempre comía así, y dónde diablos iba a meterse todo aquello.

Dean hizo un ademán de encogerse de hombros, pero hizo un mal movimiento y contrajo el rostro, dolorido. Era obvio que tenía los músculos rígidos por la postura, pero ni aun así expresó una queja para que lo soltase.

– ¿Qué quieres? -murmuró-. Ya te dije que estaba hambriento.

– ¿Y estás seguro de que no quieres también un postre para acompañar ese banquete pantagruélico? -añadió ella para picarlo.

Dean volvió a levantar la vista hacia el cartel.

– Pues ahora que lo dices… Creo que tomaré una porción de esa tarta de mousse de chocolate que anuncian.

Evidentemente, Jo lo había preguntado en broma, pero se quedó anonadada al darse cuenta de que él hablaba en serio. De pronto se encontró pensando en que debía de quemar muchas energías para poder comer de ese modo y estar en tan buena forma. No pudo evitar que su mirada se desviara hacia el cuerpo viril y atlético que había estado cacheando, y se le empezaron a ocurrir diversos métodos para quemar todas esas calorías que iba a ingerir. Las imágenes que se formaron en su mente tenían poco que ver con la gimnasia, y mucho con el ejercicio que suponían unas buenas sesiones de sexo: calor, sudor, dos cuerpos frotándose, empujando las caderas al unísono, con los músculos al límite, el pulso totalmente fuera de control…

Oh, sí, el pulso desde luego se le había acelerado, y sentía la sangre bombeando por sus venas con la misma cadencia que habían marcado aquellas eróticas visiones. De repente le pareció que hacía calor dentro del vehículo a pesar de que el aire acondicionado estaba en funcionamiento. No podía creer que hubiera tenido esa clase de pensamientos, y mucho menos que hubiera imaginado a su cautivo en el papel del protagonista de su fantasía sexual.

Apretó las manos en torno al volante mientras inspiraba despacio. «Tienes que controlarte, Joelle. Este tipo es un criminal, por muy guapo, sexy y encantador que sea, por muy convincente y honesto que parezca». Tampoco importaba cuánto tiempo hacía que un hombre le provocaba un deseo semejante. No era de confianza, no cuando lo llevaba a la cárcel y seguramente pasaría tras las rejas unos cuantos años. Repitiéndose esas palabras una y otra vez, salió del vehículo y pidió en la ventanilla lo que le había dicho Dean, más una ensalada de pollo y un té helado para ella.

Unos diez minutos después, regresaba a la camioneta con las bolsas cargadas con la comida y la bebida. Las colocó en el asiento de atrás, volvió a ponerse al volante, y llevó el vehículo hasta el aparcamiento del motel.

– Volveré enseguida -le dijo a Dean mientras abría la puerta-. Voy a pedir que nos den una habitación para pasar la noche y cenaremos una vez estemos instalados, ¿entendido?

Dean le dedicó una sonrisa irónica.

– Tranquila, estaré aquí esperando.

Jo se bajó del vehículo y cerró la puerta tras de sí. Atravesó el aparcamiento y entró en la garita acristalada sin perder de vista un momento la camioneta. Firmó en el libro de registros y pagó por una noche.

Unos minutos después estaban dentro de la habitación, con las mochilas de cada uno y las bolsas de la comida. Tras asegurar los cerrojos de la puerta y poner en marcha el aire acondicionado, Jo alzó la mirada hacia su silencioso prisionero, que esperaba de pie pacientemente en el centro de la habitación. Por primera vez se sintió verdaderamente consciente de los anchos hombros, los musculosos brazos, los fuertes muslos… Era realmente impresionante. Con otro tipo de similar constitución física, habría sentido que podía correr peligro, pero con Dean se le antojaba imposible. No parecía dispuesto a saltar sobre ella en cuanto se diera la vuelta, sino que, por el contrario, estaba en una postura relajada y calmada, observándola con una mirada cálida y casi diría que sensual.

También era más alto de lo que le había parecido en un principio, en cualquier caso bastante más alto que ella. De hecho, Jo, con su metro sesenta y ocho de estatura, sería lo que en moda calificaban como «petite». Odiaba aquella palabra, por el significado implícito que parecía tener para los hombres: «pequeña», «delicada»… Un «peso pluma», el apodo con el que a Noah le gustaba mortificarla. En parte era ella quien había propiciado aquel apelativo, con su decisión de entrar en el cuerpo de policía: «Pero si eres un alfeñique», la picaban sus hermanos.

Sin embargo, por desgracia, aunque había logrado demostrar su fuerza física, su agilidad, y su resistencia, había fallado miserablemente a la hora de demostrar la fortaleza mental y emocional que aquel trabajo requería, un fallo que le había costado la vida a Brian.