– Visto así, lo cierto es que tu elección no fue en absoluto egoísta, sino todo lo contrario -dijo Jo con voz queda. Sin embargo, a pesar de aquella concesión, la duda permanecía en sus iris azules.
– No fue nada heroico. La verdad es que en ese momento me pareció que era la única opción que tenía -murmuró Dean estirando sus largas piernas bajo la mesa. Accidentalmente su pantorrilla rozó la de ella, y habría jurado que Jo se quedó un momento sin aliento, antes de apartarse un poco. Sin embargo, fingió que no lo había notado y continuó-. De eso hace ya tres años, y las cosas han cambiado. Yo he cambiado. No quiero volver a equivocarme otra vez. No quiero sentirme obligado hacia nadie más que hacia mí mismo.
Jo se quedó pensativa, mirándolo como si quisiera ver dentro de él. Se apartó distraída unos mechones que se habían salido de la coleta, y de repente la mente de Dean conjuró una visión de aquella magnífica mata de pelo suelta sobre sus hombros, se imaginó enredando los dedos en ella, atrayendo a Jo hacia sí…
– Bueno, y entonces… -dijo Jo de improviso. Lo sacó de sus fantasías tan bruscamente, que sólo entonces se dio cuenta Dean de que estaba empezando a afectarlo de verdad-. Esa decisión tan importante que tienes que tomar ¿tiene algo que ver con tu compañía?
– Así es -asintió él-. Hace unos meses recibí una llamada de otra compañía de aparatos de control de tráfico, de San Francisco. Están interesados en comprar la empresa para hacerse con el mercado en Seattle. Por eso me iba una semana a las montañas, para descansar, relajarme y decidir si debo quedarme con la compañía, porque al fin y al cabo es todo lo que conozco, o buscar otra cosa antes de que me haga demasiado mayor para cambiar de profesión -concluyó. «Y de paso, añadió para sí, recuperar mi vida social y personal».
Dean metió los envoltorios de la comida en una de las bolsas de papel y se recostó en el asiento, aliviado de haber podido contarle aquello abiertamente a alguien, aunque esa persona dudara de su sinceridad.
– Lo único de lo que estoy plenamente seguro es de que quiero bajar el frenético ritmo que he llevado estos tres últimos años, porque no quiero acabar como mi padre. Además, también me gustaría poder tener una vida propia. El mes pasado estuve una semana en San Francisco tratando los detalles de esa posible venta. Me han ofrecido una cifra multimillonaria que superaba todas mis expectativas, así que lo cierto es que sería un tonto si no lo considerara al menos…
De pronto se quedó callado. ¿Cómo no se le habría ocurrido algo tan obvio antes? ¡Aquello podía ayudarlo a aclarar todo ese malentendido!
– Jo, escucha, acabo de pensar algo -le dijo experimentado una enorme frustración por no poder ponerse de pie-, algo que puede explicar todo este lío.
La joven entornó los ojos, suspicaz.
– ¿Y qué es?
Bueno, al menos le ofrecía el beneficio de la duda, y Dean no dudó en aprovechar la oportunidad:
– Durante ese viaje de negocios a San Francisco me robaron el maletín. Llevaba en él la billetera, con el permiso de conducir, la tarjeta de la Seguridad Social, las tarjetas de crédito…Todo -dijo gesticulando con la mano libre-. El robo se produjo en el hotel en el que me alojaba, en el mismo día en que iba a dejarlo para volver a casa. Era viernes por la tarde, el vestíbulo estaba lleno de gente, pero aun así no se me ocurrió que pudiera pasar nada por dejar un momento el maletín en el suelo mientras hablaba con el recepcionista. Cuando me agaché para recogerlo había desaparecido, pero nadie había visto al ladrón.
Jo se mordió el labio inferior silenciosa y pensativa, mientras la pierna que tenía cruzada sobre la otra se balanceaba arriba y abajo. Dean lo interpretó como una señal de que, al menos, estaba considerando su versión de los hechos. Decidió que lo mejor sería aprovechar que tenía su atención para terminar de exponer su defensa.
– Entonces creí que era sólo la víctima de un ratero cualquiera, pero después de ver esa ficha policial, y la fotocopia de mi permiso de conducir, ya no sé qué pensar.
Jo frunció ligeramente el ceño.
– ¿Adónde quieres llegar exactamente?
– Jo, alguien me suplantó -le dijo él, incapaz de enmascarar la impaciencia en su voz y el ruego de que lo creyera-. Alguien que se parece a mí, con el pelo oscuro, los ojos verdes, rasgos similares… Solo que él es un delincuente y yo no; es la única explicación posible que le encuentro, porque desde luego ese tío que aparece en la foto de la ficha no soy yo, eso te lo puedo asegurar.
Jo se puso de pie, suspirando, y metió en la otra bolsa los restos de su ensalada, el vaso del té, y la bolsa de Dean.
– ¿Sabes?, debo admitir que me está resultando verdaderamente difícil discutir esa aparente lógica aplastante tuya, sobre todo porque he pasado casi diez horas en la carretera y estoy tan reventada que es como si mi cerebro se hubiera reblandecido. Sin embargo, aunque lo que me estés diciendo fuera cierto, no hay modo de verificarlo por ahora. Tendrás que esperar a que lleguemos a San Francisco y te tomen las huellas dactilares; eso no dejará lugar a dudas -concluyó Jo. Alzó la vista para mirarlo y lo encontró claramente frustrado-. Lo siento, Dean -le dijo suavemente.
Él se quedó mirándola a los ojos.
– Tú me crees, ¿no es verdad, Jo?
Ella se quedó callada un instante.
– No lo sé -le contestó con honestidad. Parecía tan confusa y dividida entre los hechos y su deseo de creerlo, que Dean no pudo menos que sonreír-. En realidad importa poco lo que yo crea, porque las pruebas que tengo en mi poder me impiden dejarte libre. Además, dentro de un día los dos sabremos si eres realmente quien dices ser.
Dean comprendió que de nuevo debía resignarse, porque las circunstancias actuales no le dejaban otra opción. En fin, de vuelta al plan B: disfrutar en la medida de lo posible del viaje y la compañía.
– ¿Eso significa que no me vas a quitar las esposas?
– Me temo que no -respondió ella frotándose las sienes y dedicándole una sonrisa cansada-. Creo que necesito una buena ducha caliente para aclarar mis ideas.
– Buena idea. ¿No crees que deberías llevarme contigo al cuarto de baño para asegurarte de que no escapo? -sugirió desvergonzadamente.
5
Jo acercó la silla de Dean al cabecero de la cama, y lo esposó a él. El prisionero se quejó de su crueldad por no dejarlo ir al baño con ella fingiendo un mohín muy sexy, pero finalmente dejó de protestar cuando le puso la televisión para que viera una película mientras se duchaba.
Así pues, Jo entró en el cuarto de baño cerrando la puerta tras de sí para disfrutar de una relajante ducha. Se quitó la ropa, se metió bajo la ducha, y gimió suavemente cuando, al abrir el grifo, el agua empezó a chorrearle por la espalda, aliviando la tensión de sus músculos. Lo cierto era que no solía permitirse lujos como aquel con todos los prisioneros, pero de algún modo confiaba en Dean. De hecho, desde el primer momento en que lo había visto no había observado en él ningún indicio de comportamiento criminal. Si estaba interpretando el papel de ciudadano modelo, podía decirse que era un excelente actor.
El caso era que, lo mirara por donde lo mirara, no encajaba de ningún modo en el perfil de un delincuente que iba de vuelta a la cárcel para tener que enfrentarse a cargos por robo a gran escala y a la posibilidad de testificar contra el poderoso líder de una red de traficantes.
Se echó un buen chorro de champú en la palma de la mano, se enjabonó el pelo, y se frotó el cuero cabelludo con la cabeza llena de todos aquellos detalles que le había dado durante la cena: la muerte de su padre, la compañía que había heredado pero que no estaba seguro de querer, y finalmente el robo de su maletín con toda su documentación personal. La verdad era que, aunque lo había intentado, no había logrado descubrir ni un solo fallo en su historia. Todo sonaba muy realista, como si verdaderamente lo hubiera vivido.
Aunque su conciencia profesional se oponía, cuanto más lo pensaba más cerca estaba de creerlo.
Parecía algo lógico, no algo astutamente urdido para engañar a nadie. El instinto que había desarrollado durante el tiempo que había trabajado como policía la urgía a darle un voto de confianza, pero por desgracia había dejado de dar crédito a su instinto desde que le fallara el día que mataron a Brian.
No podía permitirse otro error, no cuando al fin su hermano Cole estaba empezando a dar señales de que la creía verdaderamente preparada para su trabajo. Se mostraría indulgente con Dean por su buen, comportamiento, pero seguiría siendo su prisionero hasta que llegaran a su destino y un abogado limpiara su nombre si es que decía la verdad.
Satisfecha con el plan, se enjuagó el cabello y tomó el bote de gel olor a melón que había llevado consigo. Se enjabonó todo el cuerpo y fue enjuagando con las manos la espuma del cuello, los brazos, el pecho… Sus dedos rozaron los pezones, y éstos se endurecieron, haciendo que se le acelerara ligeramente el pulso.
Hacía tanto tiempo que no se sentía verdaderamente como una mujer… desde la última vez que había estado con un hombre. Su última relación larga había terminado justo el año en que se hizo en policía, y desde entonces su profesión se había convertido en una especie de impedimento para todos los hombres con los que había salido. O se sentían intimidados al enterarse o pensaban que tenían que protegerla. En ambos casos Jo se sentía como un gato acariciado a contrapelo, y con frecuencia era ella misma quien cortaba la relación, hasta que finalmente había llegado al punto de impedir que ninguno se le acercara demasiado, ni física, ni emocionalmente.
Desde la muerte de Brian había reprimido sus deseos sexuales volcándose en el trabajo, pero su cuerpo clamaba atención desde hacía semanas, recordándole que aquella prolongada abstinencia debía tocar a su fin, y su libido parecía más activa que nunca desde que sus ojos se posaran en Dean.
Antes de que pudiera siquiera darse cuenta de lo que estaba haciendo, se giró despacio hacia el chorro de agua cayendo de la ducha, y cerró las palmas de sus manos en torno a sus ansiosos senos. Los estrujó suavemente dejando que el agua caliente los masajeara. Sus pulgares dibujaron círculos lentamente alrededor de las aterciopeladas aureolas, y sintió que su respiración se volvía entrecortada al ir creciendo el deseo en su interior, ese deseo que había sido ignorado demasiado tiempo.
Y lo cierto era, pensó, que le costaría muy poco calmarlo. Se mordió el labio inferior y se preguntó… Tal vez si diera rienda suelta a ese deseo en ese momento no volvería a fantasear con aquel hombre, sexy y maravilloso.
Finalmente decidió rendirse, y dejó volar su imaginación, salvaje y desinhibida. Cerró los ojos para concentrarse mejor. Dean estaba dentro de la ducha también, con el vapor rodeándolos a los dos. Sus grandes manos envolvían su cuerpo femenino, se posaban sobre sus senos, e iban descendiendo, descendiendo, haciendo arder cada centímetro de piel que tocaban, y acercándose cada vez más a su estómago tembloroso.
La cascada de agua sobre su cuerpo reemplazó la cálida boca de un amante, y pronto se hizo tan erótica como los lamidos lánguidos y sensuales de una lengua experimentada, deslizándose por su vientre, rozando la cara interna de sus muslos, e introduciéndose entre ellos, hasta que los dedos, hábiles encontraron y acariciaron la protuberancia que se ocultaba entre sus pliegues. Jo estaba dejándose llevar completamente por aquel hechizo que había tejido, se acercó más a la pared, echando la cabeza hacia atrás, y se rindió a la provocativa fantasía que le evocaba el hombre que había en la habitación contigua. Recibió encantada el cosquilleo del orgasmo que se estaba creando en su interior, alzándose como una ola. Su respiración se tomó trabajosa, y tuvo que esforzarse por no gemir mientras empujaba las rodillas contra la pared y se dejaba ir, perdiéndose en el torrente de sensaciones que fluían a través de todo su cuerpo.
Unos segundos después, abrió los ojos y enfocó la vista en lo que la rodeaba. Volvía a estar sola. Su amante fantasma se había desvanecido, y el corazón le latía apresuradamente en el pecho. Y, de pronto, le sobrevino la sensación de que aquello sólo había sido una solución temporal que no había logrado otra cosa que oscurecer sus deseos prohibidos. De hecho, el ansia que tenía de Dean Colter no parecía sino haber aumentado. Cerró el grifo, salió de la ducha y se secó rápidamente con una toalla. Se puso unas braguitas y se echó encima una camiseta y los pantalones cortos de algodón a modo de pijama. Volvió a abrocharse el cinturón con la pistola, y enganchó en la cinturilla de los pantalones las llaves de las esposas. A continuación, se lavó los dientes, se peinó el cabello húmedo y arrojó en el neceser sus objetos de aseo.
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