– Caray, Jo, lo siento, lo siento… -le dijo con voz suave, la mirada fija en el revólver -. Te juro que no era mi intención asustarte. Creí que me habías oído salir de la ducha.
Jo apretó la mandíbula. Detestaría tener que admitir que se había distraído buscando pruebas de su inocencia. «¡Estúpida, estúpida, estúpida!». Al ver que no respondía, Dean sacudió la cabeza en dirección al cuarto de baño.
– ¿Quieres que saque mis cosas yo mismo?
Jo negó con la cabeza. No detectaba ningún signo agresivo por parte de él, así que apartó la mano del revólver, pero continuó alerta.
– No, yo lo haré -masculló. Había un matiz de irritación en su voz, pero no iba dirigido a él, sino a ella misma, por haber sido tan tonta como para haberse puesto en una posición vulnerable cuando conocía las consecuencias que podía acarrear el relajarse demasiado. Y desde luego no la excusaba el que estuviera cansada, ni el que creyese en la inocencia de aquel hombre.
– Bueno, supongo que se acabó la libertad por ahora, ¿eh? -dijo él ofreciéndole las muñecas.
– Me temo que sí -contestó Jo en un tono casual, a pesar de lo agitada que estaba en realidad.
Sin quitarle la vista de encima, se agachó para recoger del suelo la billetera, la metió otra vez en la mochila, y se aproximó a él cautelosamente, tratando de controlar de nuevo la situación.
Le puso uno de los extremos de las esposas en una muñeca y le dijo:
– Voy a tener que colocar el otro extremo en uno de los postes del cabecero de la cama.
– Lo imaginaba -respondió él sonriendo indulgente. Se sentó al borde de la cama para facilitarle la labor-. Pero no te apures -le dijo mientras Jo cerraba el otro extremo de las esposas en torno al poste del cabecero-, esto contribuye a hacer más real la fantasía que estoy intentando recrear para evadirme.
– Si eso te excita… -replicó ella sin pensar. Sin embargo, al alzar la vista se dio cuenta, por la mirada lasciva en sus ojos, de que era ella la que lo excitaba.
Jo dio un paso atrás, y Dean subió las piernas, acomodándose tanto como le era posible con un brazo esposado al cabecero de la cama. Metió la mano libre debajo de la almohada, y se estiró cuan largo era sobre el colchón. Parecía tranquilo y relajado, con la mirada en el televisor frente a él.
Jo resopló. ¿Por qué tenía que estar tan dispuesto a cooperar? Con esa actitud lo único que conseguía era hacerla dudar más aún, y resultaba muy incómodo plantearse dudas.
Se dio la vuelta y se pasó los dedos por el cabello húmedo. El día siguiente iba a ser muy largo. Necesitaba dormir. Recogió las cosas de Dean del cuarto de baño, salió sin apagar la luz, para que hubiera algo de claridad en la habitación durante toda la noche, metió toda la ropa y la bolsa de aseo en la mochila de Dean, y puso la alarma del despertador para las seis de la mañana. Finalmente, se quitó el cinturón, guardó el revólver debajo de la almohada, ignorando lo mejor que pudo todo el tiempo la abrasadora mirada de Dean sobre ella.
– ¿Te importaría pasarme el mando del televisor? -inquirió él con buenos modos.
Jo se lo arrojó y retiró el edredón y la sábana de su cama.
– No lo pongas muy alto y apágalo temprano – le dijo.
Dean, como todos los hombres, estaba ya absorto en la pantalla, haciendo zapping sin parar. Jo apagó la lámpara de la mesilla de noche que había entre las dos camas y se deslizó bajó las frescas y limpias sábanas.
– Buenas noches, Jo -le llegó la voz suave e íntima desde la otra cama-. Dulces sueños.
«Dulces y eróticos sueños» era seguramente lo que quería decir, pensó la joven enarcando una ceja.
– Sí, bueno, tú también -masculló.
– Vaya, eso casi ha sonado sincero -no Dean.
Jo se negó a sonreír. ¿Cómo podía hacer chistes cuando la situación era tan seria? Se dio media vuelta en la cama para mirar hacia la pared. Sin embargo, ni el cansancio conseguía hacer que se durmiera, y hasta que él no hubo apagado el televisor, casi una hora más tarde, y lo escuchó roncar ligeramente, no se relajó. Sólo entonces se dejó arrastrar hacia el mundo de los sueños.
6
En mitad de la noche unos gimoteos asustados despertaron a Dean. Giró la cabeza y vio que Jo estaba dando vueltas en la cama. Le había deseado dulces sueños, pero parecía que la estaban asaltando pesadillas.
– No, por favor, no me dejes… -gemía entre desgarradores sollozos-. No puedes morir… No puedes… ¡No dejaré que te mueras!
Parecía tan aterrorizada, la angustia en su voz era tan real, que a Dean se le encogió el corazón. Queriendo tranquilizarla y alejar los demonios que atormentaban su mente, trató de levantarse e ir junto a ella, pero cuando algo lo retuvo por la muñeca, recordó que estaba esposado al cabecero de la cama.
– Es culpa mía -gemía Jo de forma entrecortada, llorando ya abiertamente. Las lágrimas rodaban por sus mejillas sin parar-. Lo siento tanto… Lo siento… lo siento… -repetía aquella letanía una y otra vez, su dolor casi palpable.
Frustrado por no poder ir a su lado y despertarla de la angustiosa pesadilla, hizo uso de lo único que podía echar mano en aquel momento: su voz.
– Jo -la llamó-.Jo -repitió con más fuerza y claridad, para que se despertara.
De pronto la joven se incorporó, quedándose sentada en la cama. Su pecho subía y bajaba por la respiración agitada, y había agarrado las sábanas entre sus dedos. Dean la vio parpadear, y mirar en derredor, aún medio dormida, como tratando de encontrar algo que le resultase familiar. Parecía totalmente desorientada.
– Jo -murmuró Dean suavemente, no queriendo asustarla más de lo que ya lo estaba-. Jo, ¿estás bien?
La joven frunció el entrecejo y giró la cabeza muy despacio hacia él.
– ¿Brian? -preguntó, la confusión y una nota de esperanza mezcladas en su voz temblorosa.
Dean no tenía ni idea de quién podía ser el tal Brian. Ella le había dicho que no estaba casada y que tampoco tenía novio, así que no parecía probable que fuera ninguna de esas dos cosas. Lo que sí estaba claro era que, aún con los ojos abiertos, Jo seguía soñando. Decidió que lo mejor sería seguirle la corriente, ya que así tal vez se calmaría. Así se volvería a dormir y a la mañana siguiente no recordaría nada de todo aquello.
– Sí, soy yo -le contestó-. No pasa nada, Jo, todo está bien.
Ella se estremeció aliviada.
– No estás muerto…
La gratitud en su voz lo envolvió como una manta cálida, haciéndolo partícipe de aquel tormento que habitaba en lo más profundo de su alma. Su dolor era auténtico, y sincero, y parecía necesitar creer que aquella persona no estaba muerta. Dean tragó saliva y le concedió aquel deseo:
– No, no estoy muerto.
Sin embargo, en lugar de volver a tumbarse y echarse a dormir de nuevo, Jo apartó las sábanas, se bajó de la cama y fue junto a él. Dean contuvo el aliento, preguntándose qué iba a hacer. Y, de pronto, Jo estaba metiéndose en su cama, acurrucándose a su lado, sin darse cuenta de quién era en realidad. La joven puso la delicada palma de su mano sobre su tórax desnudo, justo sobre su corazón, y este, que ya latía apresuradamente, pareció enloquecer ante aquella leve y evocadora caricia.
Dean reprimió un profundo gemido al sentir que ella le acariciaba el estómago y frotaba el rostro, contra su cuello.
– Yo creía… -balbució Jo temblando de pies a cabeza-, creía que ese tipo te había matado… – murmuró con voz ronca-. No pude disparar… no pude disparar… y tú no te movías, estabas allí tendido… y yo me sentí tan impotente…
Durante un buen rato, atrapada en aquel escenario que sólo existía en su sueño, Jo siguió hablando aturulladamente. Dean no acertaba a comprender, pero no pudo evitar querer intentar calmarla de nuevo, y casi sin darse cuenta de lo que hacía, giró la cabeza hacia ella y le dio un beso en la frente. Inhaló el aroma del gel que había usado, y notó que un sentimiento de ternura se estaba apoderando de él.
– Shhh… -dijo tratando de apaciguarla. Maniobrando con cuidado logró deslizar el brazo libre alrededor de sus hombros para atraerla hacia sí, abrazándola. – Tranquila, Jo, tranquila…
– Estás bien, Brian, estás bien… -murmuró ella. Y de pronto, sin previo aviso, le rodeó la cintura y se apretó contra él. Una de sus rodillas se deslizó entre las piernas de Dean. Este prefirió no pensar en lo íntima que resultaba aquella postura, ni en lo mortificada que ella se sentiría cuando descubriese lo que había hecho en mitad de la noche.
– Sólo era un mal sueño, un horrible sueño – balbució Jo despacio.
– Sí, un mal sueño -asintió él quedamente.
¿Quién sería, o habría sido, ese Brian?, se preguntó de nuevo mientras peinaba con los dedos el suave pelo de la joven y le masajeaba el cuero cabelludo para que volviera a dormirse. Aquella táctica funcionó, porque al cabo de unos instantes pudo notar la respiración tranquila y rítmica de Jo sobre su cuello, haciéndole cosquillas en la piel. Tras unos minutos estaba completamente relajada, y se apretó aún más contra él. Las femeninas curvas de la cintura, caderas y muslos le transmitieron su calor, y los se- nos se aplastaron provocativamente contra su torso.
No podía hacer nada para contener las respuestas de su cuerpo ávido de amor, y aquel contacto, junto con el aroma de mujer de Jo, lo excitaron rápidamente y con una intensidad increíble. Le sería imposible volver a dormirse, sobre todo cuando lo único en lo que podía pensar era en cuánto deseaba a aquella cazarrecompensas, aparentemente fuerte y a la vez tan sensual, a aquella mujer con un lado amable y vulnerable que lo atraía, que le hacía querer descubrir todos sus secretos.
Había atracción mutua, por mucho que la joven se negara a admitirlo. Él había visto el deseo en sus ojos cuando se había vuelto hacia ella tras quitarse la ropa. Resultaba evidente que Jo estaba luchando contra esa tentación, contra la promesa de placer que se extendía ante ellos. Y seguiría haciéndolo hasta que no se demostrara que era inocente, pensó Dean con un suspiro de frustración.
Jo se movió ligeramente, y algo frío y cortante rozó el estómago de Dean: eran las llaves, las llaves de las esposas, que colgaban de la cinturilla de sus pantalones cortos… Eso sí que era una auténtica tentación. Con solo tomarlas podría liberarse y No, no iba a huir, era una oportunidad de demostrarle a Jo que no era un delincuente, que era digno de confianza.
Y sin embargo… Una sonrisa maliciosa se dibujó lentamente en sus labios. Tal vez fuera el momento de que su captora supiera lo que era ser prisionera. Y, de paso, podría poner a prueba esa atracción que ambos habían estado esquivando desde el primer momento.
Con un profundo gemido, Jo se desperezó, estirando sus doloridos músculos, e intentó girarse hacia el lado, esperando que el despertador sonara en cualquier momento. Sin embargo, su brazo derecho se negaba a seguir el movimiento del resto del cuerpo. Y no sólo eso, también estaba flexionado en un ángulo extraño, sobre su cabeza. Frunciendo el ceño ante la extraña sensación que notaba en la muñeca, y perpleja por la incómoda e inexplicable posición en la que estaba, abrió los ojos y se encontró mirando de frente a su prisionero, reclinado junto a ella tranquilamente. Tenía la cabeza apoyada en la mano… ¿Cómo diablos se había quitado las esposas?
Tuvo un terrible presentimiento, que se vio corroborado al mirarse en los iris verdes, brillantes de satisfacción.
– Buenos días, cariño -la saludó Dean con una sonrisa traviesa.
Jo apenas escuchó las palabras. La alarma de peligro se había activado en su mente. Su prisionero se había liberado. Un terrible pánico la sacudió cuando intentó tirar del brazo y se dio cuenta de que era ella quien estaba esposada al cabecero de la cama. Y entonces vio las llaves y el revólver sobre la mesilla, lejos de su alcance.
El corazón le latía con tanta fuerza que apenas podía oír sus propios pensamientos. No tenía idea de cómo se habían girado las tornas, no era capaz de recordar nada. Sin embargo, no iba a ser una víctima complaciente, ni asustada. Se incorporó, quedándose sentada, dispuesta a defenderse como pudiera. Entornó los ojos y lo miró desafiante, sacando la barbilla.
– ¿Cómo lo has conseguido? Estoy realmente sorprendida -le dijo optando por mostrarse desdeñosa para ocultar el temor que se había alojado en su vientre.
Él tuvo la desfachatez de guiñarle un ojo.
– Los magos nunca revelan sus trucos.
– Tú eres un delincuente, no un mago -le espetó ella irritada. Estaba furiosa. La había engañado miserablemente, haciéndole creer que era de fiar. ¡Dios, casi había creído que era inocente!
– Vamos, Jo -dijo él dedicándole una de esas sonrisas encantadoras-. Si verdaderamente fuera un delincuente fugado, temeroso de volver a la cárcel y tener que testificar en un juicio en San Francisco, haría rato que me habría largado. Te habría dejado aquí sola, para que la limpiadora del motel te encontrara aquí, esposada a la cama. Y si fuera una especie de psicópata retorcido, ya haría horas que me habría aprovechado de ti.
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