Profundo amor
PROFUNDO AMOR
Título original: The Girl From Honeysuckle Farm
CAPÍTULO 1
PHINN tenía por costumbre buscar el lado bueno de las cosas, pero ya no podía encontrarlo de forma alguna. No había siquiera un reflejo de luz en la oscura nube que se cernía sobre su cabeza y, con expresión ausente, miraba por la ventana de su apartamento sobre los establos, sin fijarse en que Geraldine Walton, la nueva propietaria de la escuela de equitación, siempre elegante incluso en vaqueros y camiseta, ya estaba organizando las actividades del día.
Phinn se había levantado temprano para ver a su vieja yegua, Ruby… pobre Ruby.
Emocionada, se apartó de la ventana mientras recordaba la conversación que había tenido con Kit Peverill el día anterior. Kit era el veterinario de Ruby y se había mostrado tan amable como siempre. Pero, por muy amable que fuera, no podía esconderle la verdad: Ruby estaba tan frágil que no llegaría a final de año.
Phinn sabía que su yegua era muy mayor, pero aun así se había llevado un terrible disgusto porque ya estaban a finales de abril. Y, por supuesto, se negó a aceptar la sugerencia del veterinario de acelerar el proceso.
– No, eso nunca -le había dicho-. No estará sufriendo mucho, ¿verdad? -le preguntó después, angustiada-. Sé que a veces le inyectas algo para el dolor, pero…
– Esa medicina evita que sufra, no te preocupes -le había dicho el hombre.
Y Phinn no había querido saber nada más. Después de despedirse de Kit se había quedado un rato con la yegua, que había sido su mejor amiga desde que su padre la rescató de una granja en la que la maltrataban trece años antes.
Pero, aunque había mucho espacio en la granja Honeysuckle para un caballo, Phinn no podía tener uno como mascota.
Su madre, que era quien ganaba el dinero en casa, se había subido por las paredes al ver a Ruby. Afortunadamente, Ewart Hawkins no pensaba deshacerse de la pobre yegua. Y como había amenazado con denunciarlos si intentaban llevársela, sus propietarios se mantuvieron calladitos.
– Por favor, mamá -recordaba Phinn haberle rogado a su madre. Y Hester Hawkins, mirando sus llorosos ojos azules tan parecidos a los suyos, había dejado escapar un suspiro de derrota.
– Pero tú tendrás que darle de comer, atenderla y cepillarla -le había dicho con expresión severa-. Todos los días.
Ewart, contento de haber ganado esa batalla, le había dado un beso a su mujer mientras Phinn y él intercambiaban un guiño de complicidad.
Entonces tenía diez años y la vida era estupenda. Había nacido en una granja preciosa y tenía los mejores padres del mundo. Su infancia, aparte de los estallidos de su madre cuando Ewart hacía alguna de las suyas, había sido idílica. Aunque muchos años después descubrió que la relación entre sus padres no había sido tan buena como ella pensaba.
Su padre la había adorado desde el primer momento. Debido a las complicaciones del parto, su madre había tenido que permanecer en cama, de modo que fue Ewart quien cuidó de ella durante los primeros meses. Vivían en una de las casitas de la granja y sólo se mudaron a la casa grande cuando sus abuelos murieron. Ewart Hawkins se había enamorado de su hija inmediatamente y, sin el menor interés por la granja, se pasaba las horas con su niña.
Ewart, a pesar de haber recibido instrucciones estrictas de registrar a la niña como Elizabeth Maud, por la madre de Hester, decidió que ese nombre no le gustaba en absoluto. Y cuando volvió del Registro tuvo que dar muchas explicaciones.
– ¿Que le has puesto cómo? -exclamó Hester.
– Cálmate, cariño -su padre intentó tranquilizarla diciendo que con un apellido tan simple como Hawkins lo mejor era que la niña tuviese un nombre original.
– ¡Delphinnium!
– No quería que mi hija se llamase Lizzie Hawkins, de modo que le he puesto Delphinnium, con dos enes -anunció-. Espero que nuestra pequeña Phinn tenga tus preciosos ojos azules, del color de los delphinnium. ¿Sabes que tus ojos se vuelven oscuros como esa planta cuando te enfadas?
– ¡Ewart Hawkins! -había exclamado ella, negándose a dejar que la engatusara.
– Y te he traído un repollo.
«Te he traído un repollo», al contrario de «he comprado un repollo» significaba que lo había «tomado prestado» de alguna granja cercana, naturalmente.
– ¡Ewart Hawkins! -exclamó Hester de nuevo… pero sin poder evitar una sonrisa.
Hester Rainsworth había crecido en una familia muy convencional y trabajadora. Soñador, poco práctico, pianista con talento, ingeniero mecánico sin el menor interés por trabajar y a veces poeta, Ewart Hawkins no podía parecerse menos a ella. Pero se habían enamorado y durante algunos años fueron inmensamente felices.
De modo que, aparte de algunos altibajos, la infancia de Phinn había sido maravillosa. El abuelo Hawkins había sido el arrendatario de la granja que, tras su muerte, pasó a su hijo. Pero después de un año de mal tiempo y peores cosechas, Hester anunció que Ewart podía dedicarse a ser granjero mientras ella buscaba un trabajo que llevase dinero a casa.
Al contrario que su padre, Ewart no tenía el menor interés por la granja y le parecía un sinsentido trabajar día y noche sólo para ver cómo los cultivos se perdían debido al mal tiempo. Además, él prefería hacer otras cosas: enseñar a su hija a dibujar, a pescar, a tocar el piano y a nadar, por ejemplo.
Había una piscina en Broadlands Hall, la casa del propietario de la finca en la que estaba situada la granja Honeysuckle y la vecina granja Yew Tree. Supuestamente no deberían nadar allí, pero a cambio de que su padre fuese a tocar el piano en alguna ocasión para el señor Caldicott, el hombre había decidido hacer la vista gorda.
Y allí fue donde su padre la enseñó a nadar. En la finca había también un riachuelo con truchas donde supuestamente tampoco deberían pescar, pero según su padre eso eran tonterías de modo que pescaban… o más bien Phinn fingía pescar porque, incapaz de matar a un animal, siempre las devolvía al agua. Después de pescar, paraban un momento en la terraza del pub Cat and Drum, donde su padre la dejaba tomando una limonada mientras él charlaba con sus amigos. A veces le daba un traguito de cerveza y, aunque a Phinn le parecía horrible, siempre fingía que le gustaba.
Phinn suspiró recordando al soñador de su padre y preguntándose cuándo se habían torcidos las cosas. ¿Había sido cuando el señor Caldicott decidió vender la finca y las granjas que había en ella? ¿Cuando Tyrell Allardyce apareció en Bishops Thornby decidido a comprarla o…?
No, Phinn sabía que había sido mucho antes de todo eso. Sus ojos azules se oscurecieron al recordar un momento, tal vez seis años antes… ¿fue entonces cuando todo se torció para su familia?
Había vuelto a casa después de montar un rato a Ruby y cuando entró en la cocina encontró a sus padres peleándose amargamente.
Sabiendo que no podía tomar partido por ninguno, estaba a punto de salir de nuevo cuando su madre se volvió hacia ella.
– Esto te concierne, cariño.
– Ah, ya -murmuró ella, preocupada.
– Estamos en la ruina -anunció su madre entonces-. Yo traigo a casa lo que puedo, pero no es suficiente.
Hester trabajaba en Gloucester como asesora legal y Phinn nunca se había preocupado por el dinero hasta aquel momento. Ni siquiera había pensado en ello.
– Yo puedo buscar un trabajo -sugirió.
– Tendrás que hacerlo, cariño, pero para poder trabajar necesitas estudiar algo. Yo había pensado en una escuela de secretariado…
– ¡Eso no le gustará! -exclamó su padre.
– Todos… o casi todos tenemos que hacer cosas que no nos gustan -replicó ella.
La discusión había aumentado de volumen hasta que Hester Hawkins sacó el as que guardaba en la manga:
– O Phinn se pone a estudiar o tendremos que deshacernos de Ruby. Nosotros ya no podemos mantenerla.
– Venderemos algo -insistió Ewart.
– Ya no nos queda nada que vender -le espetó su mujer-. ¿Cuándo vas a crecer de una vez?
Pero ése era el problema: su padre no había crecido nunca porque nunca había visto razón para hacerlo y Phinn estaba de acuerdo. Sus ojos se llenaron de lágrimas entonces. Porque había sido el Peter Pan que vivía en aquel hombre de cincuenta y cuatro años lo que había provocado su muerte.
Pero no quería pensar en lo que ocurrió siete meses antes porque ya había llorado más que suficiente.
De modo que intentó recordar momentos más felices. Aunque no le gustaba estar lejos de la granja durante tantas horas mientras iba a la escuela de secretariado, se había aplicado mucho y después, más por el salario que por interés personal, había buscado trabajo en una empresa de contabilidad. Aunque su madre tenía que llevarla en el coche a Gloucester cada día.
Por las tardes volvía a casa en cuanto le era posible para ver a su querida Ruby. Su padre le había enseñado a conducir y cuando su madre empezó a hacer horas extras en el despacho fue él quien sugirió que comprase un coche.
Hester estuvo de acuerdo, pero insistió en que ella se encargaría de comprarlo. No quería que su hija acabase conduciendo algún viejo cacharro que Ewart hubiese encontrado en cualquier parte.
Phinn tenía la impresión de que su abuela materna había puesto el dinero para el coche. Y seguramente, pensó entonces, sus abuelos los habrían ayudado muchas veces cuando ella era pequeña.
Pero todo eso había terminado unos meses antes, cuando su madre anunció que se iba de casa porque había conocido a otra persona.
– ¿Quieres decir… a otro hombre?
– Sí, se llama Clive.
– ¿Pero… y papá?
– Ya lo he hablado con tu padre, cielo. Las cosas… en fin, hace tiempo que no van bien entre nosotros. Pediremos el divorcio en cuanto sea posible.
¡El divorcio! Phinn sabía que su madre cada día se impacientaba más con su padre, pero el divorcio…
– Pero, mamá…
– No voy a cambiar de opinión, Phinn -la interrumpió ella-. Lo he intentado… no sabes cuántas veces lo he intentado, pero estoy cansada de luchar tanto… -Hester se detuvo al ver un gesto de protesta en el rostro de su hija-. No, no voy a decir nada malo de él, no te preocupes. Sé que lo adoras, pero intenta entenderme, hija. Estoy cansada y he decidido empezar de nuevo, rehacer mi vida.
– Y ese Clive… ¿vas a rehacer tu vida con él?
– Sí, cariño. Algún día nos casaremos, aunque no tengo ninguna prisa por hacerlo.
– ¿Entonces sólo quieres… ser libre?
– Eso es. Tú ahora trabajas y tienes tu dinero, aunque sin duda tu padre querrá que lo compartas con él, y yo… -Hester la miró, dubitativa- he encontrado un apartamento en Gloucester. Voy a dejar a tu padre, cariño, no a ti. Tú puedes venir a verme o a estar conmigo cuando quieras.
Dejar a su padre era algo que a Phinn jamás se le hubiera ocurrido. Su casa estaba allí, en la granja, con él y con Ruby.
Fue entonces, pensó, cuando todo empezó a ir cuesta abajo.
Primero, Ruby se puso enferma. Aunque su padre se había portado maravillosamente cuidando de la yegua hasta que ella volvía de la oficina. Las facturas del veterinario empezaron a aumentar, pero el viejo señor Duke le había dicho que las pagasen cuando pudieran.
Pero desde que su madre se fue los días eran interminables. Phinn no tenía ni idea del trabajo que Hester había tenido que hacer cuando vivía en casa. Ella siempre había ayudado, pero estando sola tenía la impresión de que se pasaba el día recogiendo detrás de su padre.
En ese tiempo Phinn había conocido a Clive Gillam y, aunque estaba convencida de que no iba a gustarle, en realidad le había caído bien. Y un par de años después, con la aprobación de su padre, había ido a la boda.
¿Quieres irte a vivir con ellos? -le había preguntado Ewart cuando volvió.
– No, en absoluto -contestó ella.
– ¿Te apetece una cerveza? -había sonreído su padre entonces.
– No, gracias. Voy a ver cómo está Ruby.
Fue como si el matrimonio de su madre hubiera sido la señal para que todo cambiase. El señor Caldicott, el propietario de la finca y las granjas, había decidido venderlo todo y marcharse a un clima más cálido.
Y los hermanos Allardyce habían aparecido entonces en el pueblo para echar un vistazo. Todo sin que Phinn se diera cuenta. La granja Honeysuckle y la granja Yew Tree tenían ahora un nuevo propietario… y al pueblo llegó un ejército de arquitectos y constructores que empezaron a trabajar en la vieja mansión del señor Caldicott, Broadlands Hall, para reparar las antiguas cañerías, la calefacción y, en general, modernizar el interior.
Phinn había visto a los hermanos un día, cuando estaba descansando a Ruby detrás de unos setos. El más alto de los dos, un hombre de pelo oscuro, tenía que ser el Tyrell Allardyce del que tanto había oído hablar. Tenía tal aire de seguridad que no podía ser otro más que el dueño.
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