– ¿No te das cuenta, Ash…? -estaba diciendo mientras pasaba a su lado.
Ash también era alto, pero sin el aire de autoridad que exudaba su hermano.
Por lo que su padre le había contado, y por los rumores que corrían por el pueblo, Ty Allardyce era un financiero multimillonario que vivía en Londres y viajaba por todo el mundo. Él, decían los cotilleos, viviría en Broadlands Hall sólo cuando pudiese escapar de Londres mientras Ashley se quedaría en la casa para supervisar los trabajos y, en general, encargarse de la finca.
– Parece que vamos a ser «supervisados» -bromeó un día su padre.
La gente del pueblo decía que la señora Starkey, el ama de llaves del señor Caldicott, se quedaría en la casa para atender a Ashley. Por lo visto, Ashley Allardyce había sufrido un colapso nervioso y Ty había comprado Broadlands Hall para que su hermano se recuperase.
Pero seguramente serían cotilleos absurdos. La finca, con todas sus propiedades, debía valer millones. Y si Ashley de verdad había estado enfermo había clínicas y hospitales en Londres donde podrían tratarlo por menos dinero.
Aunque, aparentemente, el más joven de los hermanos Allardyce estaba viviendo en la casa. De modo que quizá la señora Starkey, a quien Phinn conocía de toda la vida, estaba atendiéndolo de verdad.
Todo había cambiado desde el año anterior. Para empezar, el viejo señor Duke, el veterinario, había decidido jubilarse. Era un alivio haberle pagado por fin todo lo que le debían, pero le preocupaba cómo irían las cosas con el nuevo veterinario. El señor Duke nunca había tenido prisa por cobrar y Ruby, que debía tener unos diez años cuando su padre la encontró, era ahora una anciana y no pasaba un mes sin que necesitase un tratamiento u otro.
Sin embargo, Kit Peverill, un hombre alto de unos treinta años y poco pelo, había resultado ser tan afable como su predecesor. Y afortunadamente sólo había tenido que llamarlo un par de veces.
Pero los problemas empezaron a llegar poco después. Phinn había encontrado una carta que su padre había dejado tirada sobre la mesa, como si no tuviera importancia. Era un aviso oficial para que pagasen los meses de alquiler que debían. De no hacerlo, el nuevo propietario de la finca iniciaría un procedimiento legal.
Atónita, porque no sabía que su padre no había pagado el alquiler últimamente, Phinn había ido a buscarlo.
– No hagas caso -le dijo él.
– ¿Cómo que no haga caso?
– No tienes por qué preocuparte -insistió su padre, mientras seguía intentando arreglar una vieja motocicleta.
Sabiendo que no habría formar de hacer que se concentrase en el asunto hasta que hubiera terminado con la moto, Phinn esperó hasta la hora de la cena.
– Estaba pensando ir al Cat a tomar una cerveza.
– Y yo estaba pensando que hablásemos de la carta.
– ¿Sabes una cosa, cariño? Cada día te pareces más a tu madre.
Uno de los dos tenía que ser práctico, pensó ella.
– ¿Qué haríamos si las cosas se pusieran feas y tuviéramos que irnos de aquí, papá? La pobre Ruby…
– No tendremos que irnos -la interrumpió él-. El nuevo propietario intenta asustarnos, nada más.
– Pero la carta es de Ashley Allardyce…
– Puede que la firme él, pero seguro que es cosa de su hermano.
– Tyrell Allardyce -murmuró Phinn.
Curiosamente, mientras Ashley Allardyce era una vaga imagen en su cabeza, recordaba perfectamente los rasgos de Tyrell.
– Así es como se hacen las cosas en Londres -siguió su padre-. Necesitan tener el papeleo bien documentado en caso de que fuéramos a los tribunales, pero no llegará a eso. Los Hawkins llevamos muchos años en la granja Honeysuckle y nadie nos va a echar de aquí, te lo prometo.
Lamentablemente, aquélla no había sido la primera carta que recibían porque la siguiente era de un bufete de abogados de Londres dándoles el mes de septiembre como plazo máximo para el desahucio. Y Phinn, que ya odiaba un poco a Tyrell Allardyce, empezó a detestarlo de verdad. El señor Caldicott nunca hubiera hecho algo así.
Pero, de nuevo, su padre no parecía preocupado en absoluto y mientras Phinn se consumía de angustia esperando que los alguaciles del Ayuntamiento llegasen en cualquier momento para desahuciarlos, Ewart no parecía tener una sola preocupación en el mundo.
Y cuando llegó el mes de septiembre, Phinn se encontró con otra preocupación más importante: Ruby se había puesto seriamente enferma.
Kit Peverill, que había ido a verla a mitad de la noche, le dijo que no sabía si saldría adelante y Phinn, olvidándose del trabajo, se había quedado con ella, cuidándola y vigilándola a todas horas… hasta que su querida yegua se recuperó.
Pero cuando volvió a la oficina y le contó a su jefe que había faltado al trabajo porque su yegua estaba muy enferma, la seca respuesta fue que las cosas no iban bien y estaban pensando recortar personal.
– No hace falta que te vayas inmediatamente. Tienes un mes para encontrar otro trabajo.
Pero Phinn no pudo trabajar el mes entero porque un par de semanas después todo su mundo se derrumbó cuando su padre, intentando demostrar a unos amigos lo que una vieja moto podía hacer por esos caminos de tierra, sufrió un accidente.
Había muerto antes de que Phinn llegase al hospital. Su madre acudió a su lado de inmediato y había sido ella, tan práctica como siempre, quien se había encargado del funeral.
Destrozada por la pérdida de su padre, tener que cuidar de Ruby era lo único que la consolaba un poco. Y Ruby, como si lo supiera, acariciaba suavemente su cuello con el hocico.
Ewart Hawkins había sido una persona querida en la zona, pero cuando llegó el día del funeral Phinn se quedó sorprendida al ver que tenía tantos amigos. Y parientes. Tíos y tías de los que había oído hablar pero a los que apenas había visto nunca acudieron para presentar sus respetos. Incluso Leanne, una prima lejana, había ido con sus padres.
Leanne era una chica alta, guapa… y con unos ojos que parecían ponerle precio a todo. Como las antigüedades de la familia habían sido vendidas una tras otra después de la marcha de Hester había poco en la granja Honeysuckle que tuviese algún valor y, sin embargo, Leanne se mostró amable con ella.
Amable, esto es, hasta que Ashley Allardyce apareció en el funeral. Phinn, a pesar de las pocas ganas que tenía de saludarlo, le dio las gracias por acudir. Pero Leanne, al notar el corte caro de la ropa que llevaba aquel hombre alto y rubio, inmediatamente se sintió atraída por él.
– ¿Quién es? -le preguntó.
– Ashley Allardyce -contestó Phinn.
– ¿Vive por aquí?
– En Broadlands Hall.
– ¿Esa mansión enorme rodeada de acres de terreno por la que hemos pasado para llegar aquí?
– Esa misma.
Un segundo después, Leanne había invitado a Ashley a tomar algo en la granja. Y, aunque Phinn hubiera querido negarse, una mirada a su expresión le dijo que sería imposible. ¡Ashley Allardyce estaba cautivado por su prima!
Sumida en el dolor, los días habían pasado después de eso sin que Phinn se diera cuenta. Su madre quería que fuera a vivir a Gloucester con ella, pero la idea le resultaba insoportable. Además, estaba Ruby.
Phinn se alegraba de tener a alguien a quien cuidar. Y también se alegraba de que su prima fuese a menudo a visitarla. De hecho, había visto más a su prima en esos meses que en toda su vida.
Leanne iba a la granja, o eso decía, para que no estuviera sola. Pero en realidad iba a pasar el rato con Ashley Allardyce, que estaba claramente loco por ella. Tanto que cuando su prima decidió pasar las navidades esquiando en Suiza, Ash decidió apuntarse.
Y, afortunadamente, el desahucio nunca se había llevado a cabo.
Como, sin trabajo, Phinn ya no necesitaba el coche decidió venderlo para pagar el alquiler atrasado. Además, prefería no arriesgarse a que Ashley hablase con Leanne sobre su situación financiera. No quería que nadie de la familia supiera que su padre había muerto debiendo dinero. De modo que vendió el coche y le envió un cheque al abogado de los Allardyce.
Pero después de pagar todas las facturas, incluidas las del veterinario, apenas le quedaba dinero, de modo que necesitaba un trabajo. Sin embargo, Ruby no estaba lo bastante bien como para dejarla sola…
Durante su última visita, Leanne le había contado que Ashley estaba a punto de pedir su mano y esa misma tarde había llamado desde Broadlands Hall para decir que no la esperase despierta porque iba a dormir allí.
Pero, a la mañana siguiente, su prima apareció en la granja y detuvo el coche frente al establo con un seco frenazo. Y Phinn tuvo que enfrentarse con una mujer furiosa que exigía saber por qué no le había contado que Broadlands Hall no pertenecía a Ashley Allardyce.
– Pues… no se me ocurrió, la verdad -había contestado, a la defensiva-. Pero sí te dije que Ash tenía un hermano…
– Claro que me lo dijiste. Y Ash también. ¡Pero lo que nadie me dijo es que Ash es el hermano pequeño y no tiene derecho a nada!
– Ah, has conocido a Tyrell Allardyce -suspiró Phinn.
– Pues no, aún no lo conozco. Siempre está viajando de un lado a otro… ha tenido que ser el ama de llaves quien me contase que Ash no es más que el gerente de la finca. ¿Te lo puedes imaginar? Allí estaba yo, tan contenta pensando que en cualquier momento iba a ser la propietaria de Broadlands Hall, y tengo que enterarme por un ama de llaves de que seguramente tendríamos que vivir en una de las casuchas de la finca. ¡Es intolerable!
Phinn dudaba mucho de que la señora Starkey hubiera dicho tal cosa, pero decidió no responder.
– Ven, vamos dentro a tomar un café…
– Sí, voy a entrar, pero sólo para llevarme mis cosas -contestó su prima-. Te aseguro que el pueblo de Bishops Thornby no volverá a verme.
– ¿Y qué pasa con Ash?
– ¿Qué pasa con él? -le espetó Leanne-. Ya le he dicho que yo no estoy hecha para la vida en el campo. Pero si aún no se ha enterado de que me marcho, despídete por mí.
Ash no fue a la granja a buscar a su prima y, poco a poco, todo volvió a la normalidad en la granja Honeysuckle. A excepción de su madre, que la llamaba por teléfono frecuentemente, Phinn no hablaba con nadie más que con Ruby.
Pero sabía que no iba a poder quedarse en la granja mucho más tiempo. Si su padre no había sido capaz de sacarla adelante con la experiencia que tenía, tampoco podría hacerlo ella. Y aunque el hombre al que su prima había dejado plantado empezaba a caerle bien, Ashley seguramente estaría deseando perder de vista a cualquiera que llevase el apellido Hawkins.
Phinn no quería que la echase de allí y no dejaba de preguntarse qué podía hacer y dónde podía ir. Aunque, de no ser por Ruby, no le importaría mucho.
Pensando en su yegua, se acercó una mañana a la escuela de equitación que dirigía Peggy Edmonds. Y, al final, resultó que esa visita había sido la solución a sus problemas. Porque Peggy no sólo podía alojar a Ruby sino que le ofreció un trabajo. Bueno, no era mucho, pero sabiendo que Ruby estaría atendida, Phinn hubiese aceptado cualquier cosa.
Peggy tenía un serio problema de artritis y llevaba un año intentando encontrar comprador para lo que ahora eran más unos establos que una escuela de equitación. Pero nadie estaba interesado en hacerle una oferta y algunos días su artritis era tan dolorosa que apenas podía levantarse de la cama. Era entonces cuando Phinn se encargaba de los establos. Peggy no podía pagarle mucho, pero además de tener un sitio para Ruby, había una habitación para ella sobre los establos.
Era una habitación amueblada y no había sitio para los muebles de la granja, de modo que llamó a un viejo amigo de su padre, Mickie Yates, para que se lo llevase todo hasta que las cosas se solucionaran. Le dolió mucho despedirse del piano de su padre, pero no había sitio en la habitación para él.
De modo que a finales de enero, Phinn instaló a Ruby en su nuevo hogar y luego llevó la llave de la granja a Broadlands Hall.
Afortunadamente, Ashley no estaba en casa. Después de cómo lo había tratado su prima, seguramente hubiera sido muy incómodo.
– Sentí mucho lo de tu padre -le dijo la señora Starkey.
– Gracias -murmuró Phinn.
Parecía que las cosas empezaban a solucionarse pero, de repente, cuando estaba tan contenta porque tenía un trabajo y Ruby un establo en el que alojarse, todo se torció de nuevo.
Ruby, seguramente por lo mal que la habían tratado sus anteriores dueños, siempre había sido un animal muy tímido y los otros caballos del establo, más jóvenes y fuertes, la asustaban. Phinn la llevaba a pasear siempre que le era posible, pero tenía que atender su trabajo y no podía hacerlo tan a menudo como hubiese querido.
Entonces, contra todo pronóstico, Peggy encontró una compradora para los establos. Una mujer que quería tomar posesión en cuanto fuera posible, además.
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