– Hablaré con ella para ver si puedes quedarte -le dijo Peggy al ver su cara de preocupación.
Phinn ya había visto a Geraldine Walton, una mujer de pelo oscuro que se parecía un poco a su prima Leanne. La había visto cuando fue a ver los establos y le había parecido una persona muy seca, de modo que no tenía muchas esperanzas.
Y había hecho bien en no tener esperanzas, descubrió enseguida, porque no sólo no había trabajo para ella sino que tampoco había sitio para Ruby. Geraldine Walton le pidió que se fuera de su habitación y se llevara a Ruby con ella lo antes posible.
Ahora, a mediados de abril, mientras miraba alrededor pensando que tenía que ponerse a hacer las maletas, se fijó en la cámara fotográfica que su madre le había llevado el domingo anterior para que se la devolviera a Ashley Allardyce en nombre de Leanne.
Su madre le había dicho que seguramente Ashley no esperaba recuperarla nunca y sólo estaba usándola como excusa para seguir llamando a Leanne. Pero, por lo visto, su prima no tenía la menor intención de volver a hablar con él.
Sintiéndose culpable porque debía haberle prestado la cámara en el mes de diciembre, Phinn decidió llevársela inmediatamente. Además, así podría dar un paseo con Ruby para alejarla de los otros caballos, pensó.
Esperaba ser recibida de nuevo por el ama de llaves, y después de llamar al timbre, Phinn sonrió al oír pasos.
Pero cuando la puerta se abrió su sonrisa se evaporó de inmediato. Porque no era la señora Starkey quien estaba mirándola y tampoco Ashley Allardyce. Ash era rubio y aquel hombre tenía el pelo negro… y una expresión que no era amable en absoluto.
Era alto, de unos treinta y cinco años, y evidentemente no se alegraba de verla. Phinn sabía muy bien quién era porque curiosamente no había podido olvidar su rostro. Aquel rostro tan atractivo.
Pero su expresión seria no cambió al mirar a la delgada joven de ojos azules y coleta pelirroja que llevaba una cámara en una mano y las riendas de un caballo en la otra.
– ¿Quién es usted? -le espetó, sin ninguna simpatía.
– Soy Phinn Hawkins -contestó ella-. Y venía a…
– ¿Qué hace en mis tierras, Hawkins?
Phinn levantó una ceja, sorprendida.
– ¿Y usted quién es?
– Tyrell Allardyce -contestó él-. ¿Se puede saber qué quiere?
– De usted, nada en absoluto. Lo que quiero es que le devuelva esta cámara a su hermano -replicó Phinn, cada vez más enfadada.
Pero cuando mencionó a su hermano, Tyrell Allardyce la fulminó con la mirada, más enfadado que antes.
– Váyase de aquí -le dijo, con tono amenazador- y no vuelva nunca más.
Su mirada era tan malévola que Phinn tuvo que hacer un esfuerzo para no salir corriendo.
– Será posible…
Sin decir nada más, le entregó la cámara y se dio la vuelta tirando de las riendas de Ruby. Cuando salió de la finca se había calmado un poco… aunque estaba furiosa consigo misma por no haber tenido valor para decirle cuatro cosas a aquel grosero.
¿Quién creía que era el tal Tyrell Allardyce? Ella siempre había entrado y salido de allí cuando le apetecía. Sí, había zonas por las que no podía pasar, pero había crecido usando la finca Broadlands como todo el pueblo y no estaba dispuesta a dejar de hacerlo.
Lo mejor que Tyrell Allardyce podía hacer pensó, echando humo, sería volver a Londres y dejar a la gente de Bishops Thornby en paz.
¡Acababa de hablar con él por primera vez, pero desde luego esperaba no tener que volver a verlo en toda su vida!
CAPÍTULO 2
MIENTRAS se devanaba los sesos intentando encontrar una solución a sus problemas, Phinn no podía dejar de pensar en Tyrell Allardyce. ¿Cómo se atrevía a echarla de la finca?
Suspirando, salió de su habitación y decidió dar un paseo con Ruby. Y si se encontraba con Tyrell… peor para él, pensó. Porque esta vez no la pillaría desprevenida.
Pero antes de que pudiera dar un paso fuera del establo, Geraldine apareció en la puerta.
– Siento mucho tener que ponerme tan antipática -empezó a decir-, pero necesito que dejes libre el cajón de Ruby para finales de esta semana.
– Estoy en ello -asintió Phinn, nerviosa-. No te preocupes, a finales de semana nos habremos ido.
Había llamado a todo aquél que podría alojar a Ruby en el pueblo, pero nadie tenía sitio para ella y para la yegua. Y Ruby no soportaba que se separasen.
Angustiada, salió a dar un paseo con el animal, sin dejar de darle vueltas a la cabeza.
La majestuosa mansión de Broadlands Hall se veía entre los árboles, pero Phinn estaba segura de que Tyrell Allardyce estaría de vuelta en Londres. Aunque, por si acaso, cuando bordeaba los jardines de la mansión intentó apartarse todo lo posible.
Sin embargo, estaba paseando a la orilla del riachuelo en el que solía pescar con su padre cuando se encontró con un Allardyce: Ashley, afortunadamente.
Lo más natural era que se parase un momento para saludarlo, pero se quedó sorprendida por el cambio que se había operado en él desde la última vez que lo vio. Estaba pálido y parecía haber perdido al menos diez kilos.
– Hola, Ash -consiguió decir-. ¿Te han dado la cámara de fotos?
– Sí, gracias -contestó él-. ¿Has visto a Leanne últimamente?
– No, no… Leanne ya no viene por aquí -respondió Phinn, sintiendo pena por él.
– Imagino que no tiene dónde alojarse ahora que tú ya no vives en la granja. Y siento mucho que tuvieras que irte, por cierto.
– No podía quedarme -suspiró ella-. ¿Has encontrado nuevo inquilino?
– No, la verdad es que aún no sé qué voy a hacer con la granja -contestó Ash.
Y, de repente, a Phinn se le ocurrió que si aún no había encontrado inquilino para Honeysuckle, tal vez Ruby y ella podrían volver allí.
– Había pensado vivir allí yo mismo -seguía diciendo Ashley-, pero parece que aún no soy capaz de… tomar decisiones.
Esa confesión la dejó sorprendida. ¡Leanne otra vez! ¿Cómo podía su prima no haber pensado en los sentimientos de aquel hombre?
– Estoy segura de que la granja te vendría bien… si eso es lo que decides hacer.
– Creo que me gustaría trabajar al aire libre. Eso es mejor que trabajar en una oficina, ¿no? Intenté dedicarme al mundo de los negocios, pero no era lo mío.
– ¿No te gustaba?
Ash negó con la cabeza.
– No, ese tipo de trabajo es más para mi hermano Ty. Él es el genio de la familia, no yo -suspiró, mirando con expresión ausente hacia el otro lado-. Espero que hayas encontrado alojamiento, por cierto.
– Pues la verdad es que no… -Phinn no quería molestarlo viéndolo en ese estado, pero si no volvía a la granja no sabía qué iba a hacer.
– ¿No tienes sitio donde vivir?
– Geraldine, la nueva propietaria de los establos, me ha pedido que me marche.
– ¿Pero no trabajabas allí?
– En realidad no había mucho trabajo. Peggy me dejaba ocupar una habitación encima de los establos…
– ¿Entonces no tienes ni casa ni trabajo?
– Me temo que no. Ruby y yo tenemos hasta finales de esta semana para encontrar algún sitio en el que vivir.
– ¿Ruby? No sabía que tuvieras un hijo.
– No, no -sonrió Phinn, acariciando el cuello de la yegua-. Ella es Ruby. La pobre está un poco viejecita y… -cuando se volvió para mirar a su yegua vio que un hombre se acercaba por el camino.
Oh, no. Tyrell Allardyce.
– Bueno, será mejor que me vaya. Es hora de darle a Ruby su medicina. Me alegro de volver a verte por aquí, Ashley.
Y después de eso, desgraciadamente teniendo que ir en la dirección del insufrible Ty Allardyce, Phinn se dio la vuelta.
– Adiós -se despidió Ash, que aparentemente no se había molestado por su abrupta despedida.
Ruby caminaba tan despacio que era imposible evitar al propietario de Broadlands Hall, de modo que Phinn pensó en varias explicaciones mientras se acercaba, pero cuando Ty Allardyce llegó a su lado se le quedó la mente en blanco.
– Veo que ha vuelto de Londres -le dijo.
– Usted otra vez… ¿qué le ha estado diciendo a mi hermano?
– ¿Cómo?
Los ojos grises brillaban con tal furia que a Phinn no la habría sorprendido que hubiese intentando estrangularla
– Por lo visto, a las mujeres de la familia Hawkins no les importa un bledo ir haciendo daño por ahí…
– ¿Las mujeres de la familia Hawkins? -repitió ella, airada-. ¿Se puede saber qué quiere decir con eso?
– Que su reputación la precede, señorita.
– ¿Mi reputación?
– Su padre se quedó destrozado cuando su madre lo dejó…
Phinn empezó a verlo todo rojo. ¿Cómo se atrevía aquel hombre a hablar de su familia?
– Debería dejar de prestar atención a los cotilleos del pueblo, Allardyce -le dijo.
– ¿Está diciendo que su padre no sufrió? ¿Que no fue ésa la razón por la que no pudo pagar el alquiler de la granja?
Phinn no tenía la menor duda de que su padre habría dado a entender que ésa era la razón por la que no podía pagar el alquiler, pero no era cierto. El alquiler había dejado de pagarse porque el dinero que ganaba su madre ya no entraba en casa.
– Lo que ocurriese entre mi padre y mi madre no es cosa suya, Allardyce.
– Si afecta a mi hermano, todo es cosa mía, señorita Hawkins -replicó él-. ¿Es que no lo ha visto? ¿No ha visto cómo está después de que su prima lo dejase plantado? No pienso dejar que otra Hawkins se acerque a él, así que váyase de mis tierras y no vuelva a pasar por aquí. Es la última vez que se lo digo. Si vuelvo a pillarla por aquí le pondré una denuncia…
– ¿Ha terminado?
– Espero no tener que volver a hablar con usted -dijo él-. Y deje a mi hermano en paz.
– ¡No sé qué ha hecho la gente de Bishops Thornby para merecer a alguien como usted, pero el día que el señor Caldicott le vendió la finca fue el peor día para este pueblo! -Phinn se volvió hacia su yegua-. Vamos, Ruby, tú eres demasiado buena como para tener que escuchar a este energúmeno.
Y después de decir eso, se alejó con la cabeza bien alta. Desgraciadamente, la yegua caminaba tan despacio que no pudo hacer la salida triunfal que hubiese querido, pero esperaba haber dejado al imbécil de Allardyce con un palmo de narices.
¡Pero qué ogro de hombre!
Al día siguiente Phinn no perdió el tiempo y, después de dar de comer a Ruby, se dirigió a Honeysuckle. Pero hacía tres meses que nadie atendía la granja y tuvo que admitir que no tenía buen aspecto.
Había piezas de maquinaria oxidada por todas partes y un triste aire de abandono. Si su padre viviera habría reparado esas piezas y las habría vendido. Si su padre viviera…
Intentando no pensar que algunas de esas piezas llevaban años allí, y no sólo desde el mes de octubre, Phinn fue a echar un vistazo al viejo establo. La cerradura estaba rota, pero como su padre había dicho tantas veces, riendo, allí no había nada que mereciese la pena robar de modo que ¿para qué arreglarla?
Que su sentido de la lógica fuese diferente al de la mayoría de las personas había sido parte del hombre al que Phinn adoraba. Ewart Hawkins nunca había sido perezoso, sencillamente tenía otros intereses.
El establo olía a humedad y abandono, pero hacía un día soleado, de modo que Phinn abrió las puertas y se puso a trabajar. ¿Qué otra cosa podía hacer? Ruby, su tímida y encantadora Ruby, preferiría estar en el viejo establo que en cualquier otro sitio. Además, estaría mejor sola que con esos caballos jóvenes tan antipáticos. Y alrededor del establo había un campo por el que podía trotar. Estaba lleno de malas hierbas, pero no tardaría en limpiarlo y poner una cerca temporal.
Después de abrir las puertas para que se airease un poco, Phinn encontró una escalera de mano y pudo entrar en la casa por una ventana del segundo piso. Forzar la ventana no le fue difícil y, una vez dentro, miró con nostalgia la que una vez había sido su habitación.
También olía a moho y habían cortado el suministro eléctrico, de modo que tendría que vivir sin luz ni calefacción, pero estaba segura de que Mickie Yates le devolvería sus cosas. Mickie había sido un buen amigo de su padre y no le contaría a nadie que estaba allí en calidad de okupa… aunque el odioso de Tyrell Allardyce lo llamaría «allanamiento de morada».
Phinn se marchó de Honeysuckle intentando no pensar qué diría su madre si supiera cuál era su plan. Seguramente se quedaría horrorizada.
El jueves, Phinn seguía intentando decirse a sí misma que lo que iba a hacer estaba bien. Había ido a hablar con Mickie Yates y lo había encontrado en su taller, hasta los codos de grasa, pero con una sonrisa en los labios.
Y cuando le pidió prestada una de sus camionetas para llevar sus cosas de vuelta a la granja, el hombre se limitó a decir:
– ¿A las tres te parece bien?
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