Phinn se puso colorada al pensar que Ty debía conocer su ruinosa situación económica. Y que la cantidad fuese más de lo que ella había esperado dejaba bien claro lo importante que Ash era para su hermano.

Pensando que, como acompañante, seguramente tendría que cenar con Ashley, Phinn decidió ponerse unos pantalones blancos y una blusa azul.

Le parecía como si hubieran pasado años desde la última vez que se puso algo más que crema hidratante en la cara, pero se le ocurrió que un poquito de colorete y algo de brillo en los labios no sería mala idea. Pero por qué, mientras se aplicaba el colorete, no dejaba de pensar en Ty Allardyce, no tenía ni idea.

No lo había visto desde el día anterior y tampoco sabía si volvería a casa aquella noche. ¿Cenaría con ellos?, se preguntó. ¿Pero qué le importaba a ella si Ty aparecía o no?

Un golpecito en la puerta interrumpió sus pensamientos. Y cuando, al abrir, se encontró precisamente con el hombre en el que estaba pensando, de repente se sintió tímida.

– Hola. ¿Bajamos a cenar? -sonrió Ty.

– La señora Starkey me dijo que solíais cenar alrededor de las ocho -murmuró Phinn, levantando la mano para mirar el reloj… y recordando que había dejado de funcionar.

– Son las ocho y cuarto.

– ¿En serio? Pero bueno, ¿dónde se ha ido el tiempo?

– Suele ocurrir -sonrió Ty.

– ¿Has trabajado mucho? -le preguntó ella mientras bajaban al comedor.

– No tanto como tú, por lo que me han contado.

– El pobre Ash ha tenido que ayudarme a limpiar el establo.

– ¿Y tu amigo Mickie se ha llevado los trastos?

– ¿Te importa?

– No, ¿por qué iba a importarme? Al contrario -dijo él-. Por cierto, ¿dónde está tu reloj?

– Se estropeó cuando me tiré al riachuelo -suspiró Phinn.

– ¿Se te olvidó quitártelo cuando te lanzaste al agua para salvar a mi hermano?

– Una no puede pensar en todo -rió Phinn-. Pero no te preocupes, cuando se haya secado volverá a funcionar.

No era cierto, pero no quería que Ty se sintiera culpable. Al fin y al cabo, era un reloj barato.

– Como tú misma dijiste, no se te da bien mentir.

Phinn soltó una carcajada.

– El corral es precioso, por cierto.

Ty se limitó a sacudir la cabeza, como hacía cuando no sabía qué hacer con ella.

La cena fue muy agradable, aunque Phinn se dio cuenta de que Ash apenas probaba bocado.

– ¿Has encontrado tiempo para revisar el papeleo de la finca? -le preguntó su hermano.

– No, hacía muy buen día y no me apetecía encerrarme en la oficina -contestó él-. Además, creo que Phinn gestionaría este sitio mucho mejor que yo.

Ella abrió la boca para decir que no era verdad, pero Ty se adelantó:

– Estoy empezando a pensar que nada de lo que haga Phinn podría sorprenderme. Pero, ¿por qué lo dices?

– Porque mañana va a llevarme al bosque de Pixie… y yo ni siquiera sabía que aquí hubiera un bosque con ese nombre. Phinn dice que hay que cortar algunos árboles y plantar nuevos.

– Ah, ya veo.

Después de cenar Ty le pidió que fuera al salón con ellos y, aunque Phinn hubiera preferido ir al establo para ver a Ruby, por cortesía no podía marcharse.

De modo que, pensando que pasar diez minutos más con los hermanos Allardyce no le haría ningún daño, entró en el salón principal de Broadlands Hall y…

– ¡La mesa de mi abuela! -exclamó, atónita. Aquella preciosa mesa de nogal había sido una de las joyas de la casa hasta que su padre tuvo que venderla.

– ¿La mesa de tu abuela? -repitió Ash-. ¿Esta mesa era tuya?

– Sí… es preciosa, ¿verdad? -murmuró Phinn, sintiéndose incómoda.

– ¿Seguro que es tuya? Ty la compró en Londres.

– Sí, estoy segura. La vendimos… seguramente a alguna tienda de antigüedades.

– ¿Y la has reconocido?

– Pues claro. Yo tenía que limpiarla todos los sábados por la mañana. La he estado abrillantando desde que tenía tres años -sonrió Phinn-. Las iniciales de mi padre están grabadas debajo. Y los dos nos llevamos una regañina cuando me enseñó a grabar las mías. Mi madre intentó borrarlas, pero no pudo.

– Evidentemente, esta mesa tiene muchos recuerdos para ti -dijo Ty, pensativo.

– Sí, la verdad es que sí.

– ¿Y te llevaste un disgusto cuando tu padre la vendió?

Phinn lo miró, sorprendida. ¿Cómo sabía que la había vendido su padre y no su madre?

– Era suya y podía hacer con ella lo que quisiera.

– Ah, claro, tu padre no podía hacer nada mal.

Ella apretó los labios, molesta.

– ¿Os importa si voy a ver cómo está Ruby?

Ty se limitó a asentir con la cabeza y Phinn salió de la casa, enfadada. Estaba acariciando la cabeza de su yegua cuando Ruby levantó las orejas, clara señal de que tenían compañía.

– ¿Le gusta su nueva casa? -oyó la voz de Ty tras ella.

– Sí, está encantada.

– ¿Y tú?

– ¿Cómo no iba a gustarme? ¡Mi habitación es un sueño!

– ¿Has tenido algún problema… algo que necesites?

– No, no… -Phinn pensó entonces en los comentarios de Ash-. Pero hay una cosa… tu hermano parece creer que… en fin, que entre tú y yo… -nerviosa, y seguramente colorada como un tomate, no pudo terminar la frase.

– ¿Entre tú y yo qué?

– Bueno, creo que Ash piensa que hay algo entre nosotros.

Phinn esperaba que la mirase con cara de incredulidad pero, para su sorpresa, Ty estaba sonriendo. Y a ella se le aceleró el corazón.

– Me temo que es culpa mía.

– ¿Culpa tuya?

– Me di cuenta de que eso era lo que pensaba cuando le dije que ibas a vivir aquí durante un tiempo y no le saqué de su error. ¿Me perdonas?

– ¿Por qué no le contaste la verdad?

– No te enfades conmigo -sonrió Ty-. Tú sabes muy bien cuál es la razón por la que estás aquí.

– Para ser la acompañante de Ash, sí.

– Pero él no debe saberlo. No quiero herir su orgullo, Phinn.

– Ah, entiendo.

– Prefiero que piense que te he invitado a vivir aquí porque… me gustas.

Phinn lo entendía, sí. Ash no necesitaba más presiones en ese momento.

– Mientras no esperes que te abrace o te bese…

Nerviosa, se volvió hacia Ruby para acariciar sus orejas.

– Aunque estoy seguro de que eso sería muy agradable, intentaré contenerme -sonrió Ty entonces.

– ¿Vas a estar en casa mañana? -le preguntó Phinn, pensando que como era sábado no tendría que volver a Londres.

– ¿Quieres que vaya también al bosque de Pixie?

Phinn se encogió de hombros.

– No sé. Si te apetece…

– No te caigo bien, ¿verdad?

– Ni bien ni mal.

Él sonrió de nuevo, alargando una mano para acariciar la cabeza de Ruby.

– ¿Cómo está tu yegua?

– Bien -contestó Phinn-. Ha comido más que en mucho tiempo y el establo y el corral son un sueño para ella.

– Me alegro -Ty sacó un reloj del bolsillo y se lo ofreció-. Te hará falta hasta que el tuyo se seque del todo.

Phinn miró el bonito reloj masculino. Debía ser uno suyo…

– No puedo aceptarlo.

– Sólo es un préstamo. Venga, no seas tonta.

– Muy bien, de acuerdo. Pero te lo devolveré en cuanto el mío vuelva a funcionar.

Cuando Ty salió del establo, Phinn se preguntó qué tenía aquel hombre que la turbaba tanto. En realidad, nunca había conocido a nadie que la enfadase y le gustase tanto a la vez.

Por fin, le dio las buenas noches a Ruby y volvió a la casa. Pero cuando entró en su habitación se llevó una sorpresa. Porque la mesita que había al lado de la chaise-longue había sido reemplazada por la mesa de su abuela.

– No me lo puedo creer -murmuró.

«Bienvenida a casa» parecía decir. Y no tenía que preguntarse quién había hecho el cambio. Sabía que había sido Ty Allardyce.

De modo que Phinn se fue a la cama pensando que, en realidad, sí le caía bien.

CAPÍTULO 5

SEIS semanas después, Phinn estaba sentada en la valla del corral mirando a Ruby, que no parecía encontrarse muy bien, y pensando que Broadlands Hall se estaba convirtiendo en su hogar.

La mayoría de las habitaciones habían sido reformadas y redecoradas… salvo la sala de música, en la que a menudo se había sentado con el señor Caldicott mientras su padre tocaba el piano. La puerta sólo se abría cuando Wendy o Valerie, dos chicas del pueblo, iban a limpiar y, aparentemente, el señor Caldicott no se había llevado el piano. Tal vez Ty habría llegado a algún tipo de acuerdo con él.

Phinn acarició el cuello de Ruby, murmurando cosas cariñosas, mientras intentaba decirse a sí misma que no debería acomodarse tanto. En unos meses tendría que irse de allí y buscar algún sitio para las dos.

Pero mientras tanto, qué maravilloso era no tener esa nube negra sobre su cabeza. Aunque su problema inmediato eran las facturas del veterinario. El sueldo del mes anterior había desaparecido y el segundo, que Ty había dejado sobre la mesa de su abuela, se lo debía casi en su totalidad a Kit Peverill.

– No te preocupes -le había dicho Kit, tan amable como siempre-. Puedes pagarme cuando quieras.

También le había dado el pienso especial de Ruby y, para sorpresa de Phinn, Geraldine Walton apareció un día por allí con unas balas de paja. Y después llamó por teléfono para decir que le sobraban algunas más y que quizá Ash querría ir a recogerlas.

Pensando que Ash se animaba cuando tenía algo que hacer, Phinn decidió preguntarle si no le importaba ir a buscarlas.

– ¿Las necesitas?

– No, no, déjalo. No debería haberte preguntado.

Él la miró, contrito.

– Perdona, Phinn, sé que no soy precisamente buena compañía últimamente. Claro que iré a buscarlas. Y, con un poco de suerte, no tendré que ver a la pesada de Geraldine.

Phinn se preguntó si de verdad no le gustaba Geraldine o, a pesar de sí mismo, se sentía atraído hacia ella por su parecido con Leanne.

Phinn le hacía compañía siempre que le era posible, aunque a menudo se daba cuenta de que prefería estar solo. En otras ocasiones paseaba con él por la finca, charlando a veces, permaneciendo callada otras. Y cuando mencionó que le gustaba dibujar, se sentó a la orilla del riachuelo mientras Ash intentaba capturar la belleza del paisaje. Lo cual era un poco doloroso para ella, porque era allí donde su padre la había enseñado a dibujar.

Pero Ash estaba triste a menudo y a veces se preguntaba si su presencia en la casa servía de algo. Lo había comentado con Ty una semana antes.

– Pues claro que sirve de algo -había dicho él-. Aparte de que yo no podría volver a Londres tranquilo si tú no estuvieras aquí, Ash ha mejorado mucho.

– ¿Estás seguro?

– Absolutamente -contestó Ty-. Imagino que te habrás dado cuenta de que últimamente se preocupa más por la finca. El otro día me llamó para contarme que habías estado hablando con un jornalero…

– Sam Turner -dijo Phinn.

– ¿Hay alguien en este pueblo a quien no conozcas? -sonrió Ty.

Por un segundo, Phinn estuvo a punto de decir: «a ti». Afortunadamente, se contuvo a tiempo. Cualquiera diría que tenía interés por conocerlo.

– Crecí aquí, es lógico que conozca a todo el mundo.

– Y has crecido estupendamente, debo decir -murmuró él.

Phinn no sabía muy bien qué había querido decir con eso y se preguntó cómo serían las chicas con las que solía salir. Seguramente altísimas y guapísimas.

Pero ahora, recordando esa conversación, se le ocurrió que Ty iba mucho por Broadlands Hall. Aunque también era cierto que era viernes y no había aparecido por allí en toda la semana.

Sintiendo un cosquilleo en el estómago, se preguntó si Ty iría a la finca ese fin de semana. Tal vez se quedaría hasta el lunes… aunque no lo hacía siempre. Tal vez tenía alguna novia en Londres.

Pero no quería pensar en las posibles novias de Ty Allardyce.

A punto de saltar de la valla para ir a la cocina a buscar una manzana para Ruby, Phinn oyó el ruido de un motor por el camino y enseguida reconoció el jeep de Kit Peverill, a quien había llamado unas horas antes.

La pobre Ruby no las tenía todas consigo cuando la visitaba el veterinario, pero era demasiado educada como para poner objeciones, de modo que se pegaba a Phinn mientras el hombre la examinaba.

– Está mejor -anunció Kit.

– ¿Se ha puesto bien?

– Me temo que ya nunca va a ponerse bien -suspiró el veterinario-. Pero al menos se le ha pasado la infección.

Phinn bajó la mirada para intentar esconder el dolor que le producía la noticia.

– Gracias por todo -murmuró, mientras lo acompañaba al coche.

– Siempre es un placer verte -sonrió Kit. Un comentario que la sorprendió porque nunca le había dicho algo así. En realidad, siempre lo había visto como un hombre tímido, más interesado en los animales que en las personas-. De hecho… -el pobre carraspeó, nervioso- había pensado preguntarte si te apetecía que cenásemos juntos esta noche.