El placer de Tarsy se duplicó. Se tocó el escote y abrió los labios del modo hechicero que había practicado ante el espejo.

Jeffcoat le sonrió, contemplando los sorprendentes ojos castaños con sus propios ojos sorprendentes y se contuvo de mirar más abajo, aunque había notado el favorecedor vestido rosado y el modo en que revelaba todo su apreciable contenido.

– Y yo creo que usted llevaba una camisa sin mangas.

Rió, haciendo relampaguear sus blancos dientes sin fallos.

– Me resulta más fresca así.

En el silencio que siguió, mientras ambos se demoraban y etiquetaban al otro, Jeffcoat reconoció qué clase de mujer era: una coqueta a la pesca de marido. Y bien, estaba dispuesto al coqueteo pero, en lo que se refería al matrimonio, se confesaba remiso y con muy buenos motivos.

– Oí decir que instalará usted un alojamiento para caballos -dijo Tarsy.

– Así es.

Miró a Walcott, que seguía junto a Tarsy, y luego a Emily, que seguía observándolos pero que, cuando la sorprendió, dio vuelta el rostro.

– Y herrero -añadió Edwin.

– Caramba, también herrero. Qué emprendedor. Pero tiene que prometer no obstaculizar el negocio del señor Walcott. -Tarsy tomó el brazo de Edwin y le sonrió, haciendo un gracioso mohín con la nariz-. Después de todo, él estaba antes aquí. -Una vez más, trasladó su sonrisa al joven-. Como mi padre es el barbero del pueblo, estoy segura de que pronto lo conocerá. Hasta entonces, se me ocurrió ofrecerle la bienvenida al pueblo como vecina, en nombre de nuestra familia, e informarle que si hay algo en que podamos ayudarlo para que se instale, lo haremos, encantados.

– Es muy amable de su parte.

– Tiene que ir a la barbería y presentarse. Papá sabe todo lo referido a este pueblo. Cualquier cosa que necesite saber, pregúnteselo a él.

– Lo haré.

– Bueno, estoy segura de que pronto nos encontremos otra vez.

Le extendió la mano enguantada.

– Así lo espero -respondió, aceptándola con otro sugestivo apretón.

La muchacha le dirigió una última sonrisa lo bastante cálida para hacer florecer margaritas en mitad del invierno y Tom le respondió con una sonrisa provocativa mientras hablaba con Edwin.

– Gracias por detenerme, Edwin. Sin duda, ha convertido esta en una mañana memorable.

Cuando se separaron, Jeffcoat sorprendió de nuevo a Emily observando. Le hizo un gesto de saludo y levantó el sombrero. La joven no parpadeó, siquiera, y lo miró como si estuviese hecho de cristal. Esa mañana llevaba puesto un vestido, pero no era bello y colorido como el de Tarsy Fields; también un sombrero plano y pequeño, casi tan poco atractivo como la gorra de muchacho. Tenía el cabello tan negro como el del propio Tom, pero lo usaba recogido en un moño práctico que decía a las claras que no tenía tiempo que perder en fruslerías femeninas. Era de talle largo, delgada y, como siempre, exhibía una expresión agria.

Para sorpresa de Jeffcoat, de pronto sonrió. No a él, sino a Charles Bliss que salía del Coffeen Hall y la tomaba de la mano -no del codo sino de la mano- y conquistaba una sonrisa radiante, de la cual la creía incapaz. Hasta un extraño podía percibir que no era forzada. Ahí no había agitar de pestañas ni poses almibaradas como las de Tarsy Fields y Jeffcoat observó con interés el intercambio.

– Podemos irnos -oyó decir a Bliss, haciendo girar a Emily hacia él-. Lamento haber tardado tanto.

– No me molesta esperar y, además, papá estaba haciendo relaciones. Oh, me alegro tanto de que haya sol, Charles, ¿y tú?

– Lo encargué para ti -dijo y los dos rieron mientras se encaminaban a la calle.

– Buenos días, Tom -saludó Charles, al pasar.

– Hola, Charles, señorita Walcott.

Emily saludó en silencio con un gesto y su mirada se heló. Después que pasaron, Charles dijo levantando la voz:

– Te veré mañana por la mañana, a primera hora.

– Sí, señor, a primera hora -respondió Jeffcoat.

Oyó que Charles le preguntaba a Emily:

– ¿A qué hora paso a buscarte?

Y que ella respondía:

– Dame una hora y media, así puedo…

Las voces se esfumaron, y no oyó nada más. Observándolos alejarse con las cabezas muy juntas, pensó con amargura: "Bien, bien, bien, de modo que el marimacho tiene un pretendiente".


El marimacho tenía algo más que un pretendiente. Charles Bliss era un servidor devoto, capaz de hacer cualquier cosa por ella. Se había enamorado de ella cuando tenían diez y trece años respectivamente, pero espero a declararse hasta que Emily tuvo dieciséis y le informó que se iban a Wyoming.

– Si tú te vas, yo también me voy -había afirmado Charles, sin dejar lugar a dudas.

– Pero, Charles…

– Porque voy a casarme contigo cuando tengas edad suficiente.

– ¿Ca-casarte conmigo?

– Desde luego. ¿No lo sabías?

Quizá siempre lo supo, pues lo miró fijo y después rió y se abrazaron por primera vez y le dijo que se sentía muy, muy feliz de que él se fuera con ellos. Y siguió estando feliz hasta comienzos de ese año, cuando cumplió dieciocho y Charles le hizo la proposición en serio por primera vez. Desde entonces lo hizo dos veces y Emily comenzaba a sentirse culpable por rechazarlo tan a menudo. Sin embargo, Charles se había convertido en un hábito difícil de romper.

Cuando fue a buscarla al mediodía para ir al almuerzo campestre, Emily se sorprendió de estar más que ansiosa por irse con él. Charles lanzó un agudo silbido de aviso mientras cruzaba el patio delantero y entraba sin golpear.

– Eh, Emily, ¿estás lista? ¡Oh, hola todos!

Edwin y Frankie estaban en la cocina. Frankie le lanzó un puñetazo juguetón y fingió ahorcarlo por detrás. Charles se inclinó adelante con el niño a la espalda y dio dos vueltas antes de quitarse la carga de encima.

– ¿Dónde vais los dos? -preguntó Frankie, colgándose de los brazos de Charles.

– Te gustaría saberlo, ¿eh?

– ¿Puedo ir?

– No, esta vez no. -Charles cerró el puño y lo apoyó en el centro de la frente del chico, apartándolo con cariño-. Llevamos almuerzo para dos.

– Oh, Cristo… vamos, Charles.

– No. Esta vez iremos sólo Emily y yo.

Edwin preguntó:

– ¿Está todo en orden en el establo?

– Sí. Dejé la puerta de atrás abierta. No hay nadie. -Charles entraba y salía del establo con tanta naturalidad como de la casa y, por supuesto, cada vez que necesitaba un arreo nadie pensaba en cobrárselo-. ¿Cómo está hoy la señora Walcott?

– Un poco fatigada y abatida. Echa de menos ir a la iglesia con nosotros.

– Dígale que Emily y yo le traeremos flores silvestres, si encontramos. ¿Estás lista, Emily?

Emily se quitó el delantal y lo colgó tras la puerta de la despensa.

– ¿Estás seguro de que no hay nada que pueda llevar?

– Es tu día libre. Tú limítate a bajarte las mangas y sígueme. Tengo todo en el coche.

Era un día perfecto para una salida al aire libre. Los Big Horns parecían múltiples hileras de azul que saludaran al cielo a través de un horizonte claro y ondulante. Se dirigieron hacia el Suroeste, por las faldas de las colinas, hacia Red Grade Springs, siguiendo Little Goose Creek hasta que salieron del valle y comenzaron a subir. Adelante, la cima abrupta de la montaña Black Tooth aparecía y desaparecía, a medida que iban paralelos o rodeaban las colinas verdes. Asustaron a un rebaño de antílopes de grupas blancas y los vieron alejarse saltando sobre una elevación también verde. Molestaron a una liebre, que saltó sobre sus enormes patas y desapareció en una mata de salvia. Llegaron a los vastos bosques en que los leñadores de pinos habían despejado grandes claros y abierto caminos resbalosos. La fragancia era intensa, el camino, silencioso con su lecho de agujas. En Hurlburn Creek vadearon la corriente, tomaron una curva y salieron a un abra debajo de un arroyo de las tierras altas donde el valle casi se curvaba sobre sí mismo. En el centro de ese rizo, Charles detuvo a los caballos.

El sitio silvestre tan perfecto, tan apacible, hizo que Emily se levantara de inmediato. Se puso de pie en el coche, se protegió los ojos y miró alrededor, extasiada.

– Oh, Charles, ¿cómo lo has encontrado?

– Estuve aquí la semana pasada, comprando madera.

– Oh, es hermoso.

– Se llama Curlew Hill.

– Curlew Hill -repitió, para luego guardar silencio, disfrutando del paisaje.

El arroyo bajaba, abrupto, de las montañas, derramándose sobre piedras que relucían como monedas de plata, alisadas por años de erosión. El agua formaba una herradura que encerraba un retazo de espesa hierba azul, salpicada de mechones abundantes, más cerca de la orilla. En algunos lugares, el arroyo estaba bordeado de álamos balsámicos, con sus hojas nuevas de color oliváceo que llenaban el aire de un dulce perfume resinoso. Acurrucados debajo de ellos, matorrales de grosellas silvestres y espinos que estallaban en racimos de capullos rosados. A lo lejos, una espesa franja de flores doradas se extendía a lo largo de la hondonada como una masa amarilla que llevaba el verano hasta la línea de árboles.

– Oh, mira -señaló Emily-. Guisantes amarillos. -Llamaba a las flores silvestres por su nombre común-. Cuando terminemos de comer, tenemos que ir a recoger algunas. Son las preferidas de mi madre.

Charles se apeó de la carreta sobre una hierba que llegaba a media pierna y Emily tras él. Del guardaequipaje que había debajo del asiento sacó un cesto y una manta que, al estirarla, quedó suspendida sobre los tallos verdes. Poniéndose a gatas, la aplastaron riendo y luego se sentaron con las piernas cruzadas en su tibio regazo. Charles abrió el canasto y fue sacando cada cosa con ademanes floridos:

– ¡Salchicha ahumada! ¡Queso! ¡Pan de centeno! ¡Remolachas en conserva! ¡Melocotones en lata! ¡Y té helado! -Apoyó el envase de fruta y admitió-: No será pollo frito ni pastel de manzana, pero los solteros hacemos comidas muy simples.

– Cuando no hay que cocinar, es un banquete.

Comieron los sencillos alimentos mientras un pajarillo desgranaba sus notas oculto en alguna parte, a orillas del arroyo, y encima de sus cabezas cazaba un gavilán planeando en una corriente de aire ascendente, inclinando la cabeza hacia ellos. Cerca zumbaba una mosca de color azul eléctrico. El sol era benigno, cautivo de ese cuenco como un cálido té amarillo en una taza.

Con el estómago lleno, Emily y Charles se pusieron pensativos.

– Charles.

Emily necesitaba hablar de ciertas cosas dolorosas que, de algún modo, parecían más fáciles de abordar allí, donde el sol, la hierba, las flores y los cantos de los pájaros convertían lo terrible en más soportable.

– ¿Qué?

Por unos momentos, guardó silencio jugueteando con un par de migas de pan que quedaban entre los pliegues de su falda. Levantó la vista hacia las flores amarillas, allá a lo lejos, y le dijo en voz queda:

– Mi madre va a morir.

Charles desistió de morder un trozo de pan que estaba a punto de comer y lo dejó.

– Lo imaginaba.

– Nadie lo ha dicho con todas las letras, pero todos lo sabemos. Ya comenzó a escupir sangre.

Estirando el brazo sobre el canasto, Charles le tomó la mano.

– Lo siento, Emily.

– Ha… ha sido bueno poder decirlo, al fin.

No habría podido decírselo a ningún otro que no fuese Charles. Ante nadie, excepto él, habría podido mostrar sus lágrimas.

– Sí, lo sé.

– Pobre papá. -Giró la mano y enlazó sus dedos en los de Charles, porque él entendía la desolación como ningún otro. Alzó otra vez la mirada hacia él-. Creo que es peor para él. Lo vi llorando en el porche, de noche, cuando supone que todos dormimos.

– Oh, Emily.

Charles le estrechó la mano con más fuerza.

De repente, la muchacha forzó una expresión luminosa.

– Pero, ¿sabes una cosa?

– ¿Qué?

– Tendremos un huésped.

– ¿Quién?

Le soltó la mano y dejó su plato en el cesto.

– Fannie, la prima de mi madre, a la que no vio desde el año en que papá y ella se casaron. La esperamos hoy. Es probable que papá esté en la estación para recogerla en este mismo momento.

– ¿Fannie, la de las cartas singulares?

Emily rió.

– La misma. Siento curiosidad por conocerla. Siempre pareció tan mundana, tan… poco atada por las convenciones… Papá asegura que es así. Desde luego, él también la conoce pues los tres crecieron en Massachusetts. Tras tantos años de cartas extravagantes, no sé qué esperar. Pero viene a cuidar a mi madre.

– Qué bueno. Eso te liberará un poco a ti.

– Charles, ¿puedo decirte algo?

– Lo que quieras.

Plegó una y otra vez la tela de la falda, como renuente a expresar lo que pensaba.

– En ocasiones, me siento culpable porque me he esforzado mucho por hacerme cargo de las tareas de mi madre, pero… bueno, no me gusta mucho cocinar ni limpiar. Prefiero estar con los caballos. -Dejó de manosear la tela y se volvió bruscamente hacia Charles, disgustada consigo misma-. Oh, esta parece una actitud demasiado autoindulgente y yo no quiero ser así. En serio.