– Emily. -La tomó de los hombros y la hizo girar de cara a él-. Te gustarán más las tareas domésticas cuando las hagas en tu propia casa.

Contempló en esos ojos tan conocidos y respondió con franqueza:

– Lo dudo, Charles.

En el semblante del joven apareció la desilusión, tragó y preguntó con voz apenada:

– ¿Por qué lo rechazas? ¿Cuántas veces más tengo que pedírtelo?

– Oh, Charles…

Se sacudió del contacto y metió el plato en el cesto.

– No, no eludas otra vez el tema. -Apartó el canasto y se acercó más a ella, cara a cara, cadera contra cadera-. Quiero casarme contigo, Emily.

– ¿Quieres casarte con una mujer que acaba de admitir que odia las tareas domésticas? -Sin poder mirarlo a los ojos, se esforzó por reír-. ¿Qué clase de esposa sería?

– Tú eres la única que siempre querré. -La tomó de los brazos-. La única -repitió con suavidad.

Al oírlo, levantó la mirada:

– Ya lo sé, Charles, pero mi madre está enferma y no creo…

– Acabas de decir que Fannie viene a cuidarla; ¿por qué, pues, tenemos que esperar? Emily, te amo tanto… -Las caricias se hicieron más insistentes-. Doy vueltas en ese enorme caserón, deseando que estés conmigo. Lo construí para ti, ¿no lo sabes?

Lo sabía y no hacía otra cosa que aumentar la presión.

– Quiero verte dentro de esa casa… y a nuestros hijos -rogó, en voz baja y gutural, pasando las manos a los hombros y frotándole el escote con los pulgares.

– ¿Nuestros hijos? -repitió, con una punzada de pánico.

Se sentía capaz de manejar un establo lleno de caballos, pero por completo incapaz de ser madre. Le brotó otro pensamiento y sintió un calor en el pecho que le subió a las mejillas. Trató de imaginarse concibiendo hijos con Charles, pero no pudo, pues lo veía más bien como a un hermano.

– Quiero hijos, Emily, ¿tú no?

– Ahora lo que quiero es el diploma de veterinaria, mucho más que hijos.

– De acuerdo… en uno o dos años. ¿Cuánto tiempo te llevará obtenerlo? Esperaremos a que lo logres para casarnos. Pero, entretanto, anunciaremos nuestro compromiso. Por favor, di que sí, Emily. -Inclinó la cabeza hacia ella y repitió en un susurro-: Por favor…

Las bocas se tocaron, Charles la atrajo hacia él, elevó una rodilla y encerró a Emily en el hueco de sus piernas. Los pechos de la joven se aplastaron contra su tórax y le pasó los brazos por la espalda. Extendió las manos y comenzó a moverlas. El codo rozó el costado del pecho de Emily, provocándole una reacción que se transmitió hasta la punta. Se le puso la piel de gallina en la nuca, que Charles rodeó con los dedos. Emily le apoyó una mano en el pecho, sintió el corazón golpeando contra ella y se preguntó: "Si espero el tiempo suficiente, ¿le pasará lo mismo a mi corazón?".

Entonces, Charles hizo algo completamente inesperado: abrió la boca y la tocó con la lengua, dejando inmóvil el resto de su cuerpo, en espera de la reacción. Ese contacto tibio y húmedo le causó un ramalazo de fuego en los miembros. Charles recorrió con la lengua la unión de los labios, mojándolos como si quisiera disolver una costura invisible que los mantenía pegados. Emily olvidó que el bigote le cosquilleaba cuando la lengua le tocó los dientes y trazó círculos más amplios como dibujando en ellos un mensaje escandaloso. Pero el cuerpo virgen lo recibió. Curiosa, tímida, la lengua de la muchacha se asomó para acariciar también. De inmediato percibió en él la diferencia. Se estremeció y exhaló una gran bocanada de aire contra la mejilla de Emily y la estrechó con fuerza mientras las lenguas se saboreaban por primera vez, aumentando el ardor hasta llegar a una encendida pasión.

De modo que este era el motivo de todas las advertencias veladas, lo que se suponía que sólo los esposos podían hacer. La cabeza de Charles comenzó a moverse, abrió más la boca y acarició con las manos la cintura y la espalda de la joven. Esta lo permitió, participó porque era la primera vez y no esperaba una respuesta tan inmediata. Cruzaron por su mente frases de la Biblia: pecados de la carne, pecado, que ahora entendía. La mano del hombre se acercó al pecho y se apresuró a retroceder.

– No, Charles… basta.

Los ojos del hombre brillaban y las mejillas ardían; un mechón de pelo le caía sobre la frente.

– Te amo, Emily -exhaló, entre ráfagas de aliento entrecortado.

– Pero esto está prohibido. No tenemos que hacerlo hasta que estemos casados.

La sorpresa barrió la pasión del rostro y la reemplazó por el júbilo.

– Entonces, ¿lo harás? Oh, Emily, ¿lo dices en serio? -La abrazó con fervor, la meció y la estrechó hasta que el aire escapó silbando de los pulmones de la chica-. ¡Me has convertido en el hombre más feliz de la tierra! -Estaba extasiado-. Y yo te haré la mujer más feliz.

Así que había aceptado. ¿Había aceptado? Quizá fue un desliz intencional de la lengua, un modo de acceder sin hacerlo. Fuera cual fuese su intención, encerrada en los brazos de Charles, supo que no podía negarse. ¿Cómo podía decirle a este hombre dichoso: "No, Charles, no quería decir eso."? ¿Acaso no lo amaba si le permitió un beso así y sintió un estremecimiento prohibido? ¿No estaba predestinada, casi, a casarse con él? ¿Con quién podía hablar como lo hacía con Charles? ¿Ante quién podía mostrar las lágrimas? Si esto no era amor, ¿qué era?

Sin embargo, mecida en sus brazos, abrió los ojos hacia el cielo azul, vio al águila aún describiendo círculos y sintió un pánico renovado. ¿Qué estoy haciendo, águila? Cerró con fuerza los ojos y desechó la aprensión. Oh, no seas tonta. Si no es con Charles, ¿con quién te casarás?

La besó otra vez, dichoso, le encerró el rostro entre las manos y la miró a los ojos con una adoración tan evidente que ella se sintió abrumada por sus dudas.

– Te amo tanto, Emily, tanto, tanto…

¿Qué otra cosa podía decir?:

– Yo también te amo, Charles.

"Y es cierto", se dijo. "¡Es verdad!"

Charles le depositó un beso leve y reverente en los labios, le apoyó los dedos en el mentón y la miró a los ojos:

– Hace años que sueño con este momento. Siempre estuve completamente seguro. Incluso, cuando tuve trece años, le dije a tu padre que algún día me casaría contigo; ¿te lo dijo?

– No.

Rió, pero la risa le sonó forzada.

– Bueno, pues lo hice. -Él también rió al recordarlo y su semblante adquirió una expresión satisfecha-. Tus padres se pondrán muy contentos.

Eso lo sabía y representaba una gran tranquilidad.

– Sí, es cierto.

– Vamos a contárselo.

– De acuerdo.

Recogieron los restos de la comida e hicieron una rápida incursión al prado de flores amarillas para reunir un ramo antes de dirigirse al pueblo. Charles parloteó todo el camino, haciendo planes. Emily, que llevaba las flores, respondía a las entusiastas preguntas. Pero mucho antes de llegar, advirtió que apretaba los tallos con tanta fuerza que se quebraron y le mancharon las manos de verde.

Capítulo 4

Fannie Cooper debía llegar en la diligencia a las 3 de la tarde, procedente de Buffalo, que estaba a unos cincuenta kilómetros hacia el Sur. Emily prometió estar de regreso alrededor de las tres, pero diez minutos antes no había llegado. Frankie se había ido a pescar y Edwin hacía todo lo posible por parecer imperturbable, mientras buscaba una bata de cama limpia para Josie y la ayudaba a trenzarse de nuevo el cabello.

– Será mejor que vayas, Edwin -dijo Josie.

Sacó el reloj del bolsillo del chaleco, lo abrió inútilmente pues ya sabía la hora con exactitud y accedió:

– Sí, tienes razón. Cuando esos chicos vuelvan, recibirán una buena reprimenda.

– Vamos, Edwin, sabes que Fannie no se fi-fija en formalidades. Sin duda preferirá saber que están afuera, pasándolo bien, que cum-cum-pliendo con la regla de esperar… a la vieja prima soltera.

Guardó el reloj, palmeó el hombro de Josie y preguntó.

– ¿Estás segura de que estarás bien?

– Sí. Bastará que me ayudes a a…acostarme, y después ten-tendrás que darte prisa.

Hacía meses que no veía a Josie tan entusiasmada por algo. Le faltaba el aliento. Edwin sonrió mientras se inclinaba sobre ella y le subía las mantas hasta las caderas.

– Si la diligencia llega puntual, estaré de vuelta con ella dentro de veinte minutos. Ahora, tú descansa y así tendrás energías suficientes para recibirla.

La enferma asintió y se acomodó sobre las almohadas, rígida, para no despeinarse. Su esposo le sonrió y le apretó la mano antes de darse la vuelta para salir.

– Edwin -dijo, en tono ansioso.

– ¿Qué, querida?

Cuando se volvió, le tendía la mano. Se la tomó y recibió un apretón:

– Estoy dichosa de que ven…ga Fannie.

Edwin se inclinó y le besó la mano.

– Yo también.

Cuando al fin salió del cuarto se detuvo en lo alto de la escalera, aspiró una honda bocanada y, con los ojos cerrados, apretó las manos contra el diafragma. Yo también. ¿Lo decía en serio? Sí. Que Dios tuviese piedad de él, sí. Bajó saltando, como si tuviese veinte años.

Abajo, fue al comedor, donde el armario tenía el único espejo de la planta baja. Estaba colocado a la altura del tórax y separaba el cristal de arriba de la cajonera, abajo. Se agachó para contemplarse en el cristal biselado. Tenía las mejillas encendidas, los ojos demasiado brillantes, el aliento acelerado y superficial. Maldición, ¿lo habría notado Josie? Era una locura tratar de engañarla. ¡Pero si Fannie aún no había llegado y le temblaban las manos como si tuviese fiebre! De golpe, apretó los puños aunque no sirvió de mucho, de modo que apretó las manos contra el borde afilado del mueble y juntó los codos, sintiendo que el corazón le martilleaba hasta hacerle temer que haría tintinear la loza.

Había tenido buenas intenciones: que los chicos lo acompañaran cuando fuese a buscar a Fannie, para evitar a toda costa quedarse solos. Pero no resultó así. ¡Emily, confiaba en ti! ¿Dónde diablos estás? ¡Prometiste estar de regreso a esta hora!

Sólo le respondió su corazón galopante.

Observó de nuevo su imagen, feliz de que fuese domingo y eso le diera una excusa para salir con el traje de lana después de la iglesia y no tuviera que preocuparse de cómo quedaría si se cambiaba de ropa en mitad de un día de trabajo. Se arregló la corbata larga, tironeó de las solapas y pasó la mano sobre el cabello gris de las sienes. "¿Ella también tendrá canas? ¿Me verá viejo? ¿Le temblarán las manos como a mí y le golpeará el corazón a medida que se acerca a mí? Cuando nuestras miradas se encuentren por primera vez, ¿veremos la agitación y el rubor del otro o tendremos la buena fortuna de no ver nada?"

¡Edwin, si tus manos ya están mojadas y tu corazón galopa como el de un caballo desbocado!

Se secó las palmas en las colas de la chaqueta y las abrió, examinándose los dorsos y las palmas. Manos grandes, anchas, callosas, que fueron las de un joven, suaves y sin marcas, la primera vez que abrazó a Fannie. Manos con tres uñas rotas, con suciedad incrustada y cicatrices dejadas por años de trabajo; dos dedos torcidos en la izquierda, que le había pisado un caballo; una cicatriz en el dorso de la derecha, de un arañazo con un alambre de púas; y la eterna orla negra bajo las uñas que le resultaba imposible limpiar, por mucho que refregase. Fue a la cocina, llenó una palangana con agua y las frotó otra vez, pero fue en vano. Lo único que logró fue que se le hiciera tarde para llegar a la parada de la diligencia.

Tomó el sombrero hongo negro del perchero del recibidor y bajó al trote los escalones del porche. A mitad del trayecto le faltaba el aire y tuvo que aminorar el paso para no llegar jadeando.

La diligencia de Rock Creek, más conocido como el Jurkey, llegó al hotel al mismo tiempo que Edwin. Se detuvo en una nube de polvo, en medio del estruendo de dieciséis cascos y los bramidos de Jake McGiver, un antiguo vaquero que de milagro, aguantó las guerras contra los indios y las neviscas sin heridas de flechas ni por congelamiento.

– ¡Eh, deténganse, hijos de perra -vociferó Jake, tirando de las riendas-, antes de que haga sacos con sus pellejos picados por las moscas! ¡Que paren, he dicho!

Antes de que el polvo se hubiese asentado, Fannie miraba a McGiver por la ventanilla abierta, riendo y sujetándose el sombrero alto.

– ¡Qué lenguaje, señor McGiver! ¡Y qué manera de conducir! ¿Está seguro de que mi bicicleta aún está en el coche?

– Seguro, señora. ¡Sana y salva!

McGiver trepó al techo para comenzar a desatar la bicicleta y el equipaje, mientras Fannie abría la portezuela.

Edwin se apresuró a acercarse y estaba esperándola mientras la mujer se inclinaba para cruzar la estrecha abertura.