– Hola, Fannie.

Fannie alzó la vista y su semblante alegre se puso serio. Edwin creyó ver que contenía el aliento pero recuperó de inmediato la sonrisa ancha y se apeó.

– Edwin. Mi querido Edwin, en verdad estás aquí.

Este tomó la mano enguantada, la ayudó a bajar y se vio abrazado en plena calle Main.

– Qué alegría verte -le dijo Fannie en el oído y se apresuró a retroceder para contemplarlo, sin dejar de estrecharle las manos-. Caramba, estás espléndido. Me preocupaba encontrarte gordo o calvo, pero estás estupendo.

Ella también. Sonriente, como siempre la recordaba, el cabello ya no tenía el rojo vibrante de la juventud, que ahora se había tornado de un suave color melocotón, pero seguía teniendo los rebeldes rizos naturales que parecían hechos con tenacillas. Sabía que formaba parte de la efervescencia natural de esa mujer. En las comisuras de los ojos almendrados ya había patas de gallo pero, también, más chispas y alegría que en una danza gitana. Conservaba la cintura diminuta de su juventud, pero el busto era más pleno, cosa que subrayaba el corte escueto de la ropa de viaje color cobre y Edwin se sintió orgulloso de que no hubiese engordado, ni perdido los dientes, ni ese ánimo inimitable.

– Yo también he estado pensando en ti, pero estás tal como te recordaba. Ah, Fannie, ¿cuánto tiempo ha pasado? ¿Veinte años?

– Veintidós. -Lo sabía tan bien como ella pero se equivocó adrede, para los que estaban mirándolos. Se hubiese soltado, pero Fannie lo retenía con las dos manos, como si no tuviese idea de lo incorrecto que era el abrazo-. ¿Te das cuenta, Edwin? Somos de mediana edad.

Rió y se soltó con el pretexto de cerrar la puerta de la diligencia.

– De edad mediana, pero andamos en bicicleta, ¿verdad?

– Bicicleta… ¡oh, caramba, es cierto! -Se dio la vuelta y levantó la vista, protegiéndose los ojos con la mano-. ¡Tenga cuidado con eso, señor McGiver! ¡Tal vez sea la única en muchos kilómetros a la redonda!

La cabeza del aludido apareció encima de las suyas.

– ¡Aquí está, de una pieza!

Fannie hizo un gesto como para agarrarla, sin pedirle ayuda a Edwin pero, de pronto, este saltó:

– ¡Permíteme!

– He vivido cuarenta años sin ayuda de un hombre. Soy perfectamente capaz.

– Estoy seguro de que es así, Fannie -tuvo que apartarla-, pero de todos modos te ayudaré.

El aparato pasó a sus manos y cayó al suelo con un ruido sordo.

– Por Dios, Fannie, no me dirás en serio que montas esta cosa. ¡Es más pesada que un cañón!

– Por supuesto que la monto. Y, en cuanto te enseñe, tú también lo harás. Te encantará, Edwin. Conserva las piernas firmes y la sangre pura, y es excelente para los pulmones. No hay nada igual. Me pregunto si Josie podrá. Podría hacer maravillas con ella. ¿Te conté el viaje a Gloucester?

– Sí, en tu última carta.

Edwin sonrió: Fannie no había cambiado en absoluto. Impredecible, anticonvencional y animosa como ninguna mujer que hubiera conocido. Se había acostumbrado tanto a la debilidad de Josie, que la vigorosa independencia de Fannie le resultaba amenazadora. Mientras observaba la bicicleta, la mujer se adelantó a tomar el equipaje que el señor McGiver le alcanzaba.

Otra vez, Edwin tuvo que intervenir:

– Yo ayudaré al señor McGiver con el equipaje. ¡Tú, sostén la bicicleta!

– Está bien, si insistes. Pero no te pongas mandón conmigo, Edwin, pues así no podremos entendernos. Sabes que no estoy acostumbrada a recibir órdenes de hombres.

Cuando fue a tomar la primera maleta polvorienta, miró sobre el hombro y la vio dibujar una sonrisa afectada, como un duende. A la primera maleta siguieron una segunda, tercera, hasta cinco. Una vez que el equipaje formó un círculo a los pies de los dos, se echó el sombrero atrás y, con los brazos en jarras, contempló la colección de maletines y baúles.

– ¡Buen Dios, Fannie!, ¿todo esto?

Alzó una de las cejas cobrizas.

– Claro que todo esto. Una mujer no puede aventurarse en tierra de nadie sin más que un par de prendas sobre la espalda. Quién sabe cuándo volveré a conseguir unos trapos decentes. Y, aunque así fuera, dudo de que aquí pudiese encontrar un par de bombachos.

– ¿Bombachos?

– Pantalones a la rodilla, para subir en bicicleta. ¿Cómo haría entre las dos ruedas con todos esos polisones y enaguas? Se enredarían en los radios y me rompería todos los huesos. Y yo aprecio mucho mis huesos, Edwin. -Estiró un brazo y lo tocó con cariño-. Todavía son muy serviciales. ¿Cómo están tus huesos, Edwin?

Riendo, respondió:

– Creo que a Emily vas a encantarle. Saquemos esto de la calle.

– Emily… estoy impaciente por conocerla. -Mientras Edwin colocaba el equipaje en la acera, Fannie parloteaba-. ¿Cómo es? ¿Es morena, como tú? ¿Heredó la seriedad de Josie? Espero que no. Josie fue siempre demasiado seria, hasta para su propio bien. Yo se lo decía desde que teníamos diez años. En la vida hay tantas cosas con las que debemos ser serios, que no puedo permitirme serlo cuando no es necesario, ¿no crees, Edwin? Háblame de Emily.

– No puedo hacerle justicia con palabras. Tendrás que esperar a conocerla. Lamento que no esté aquí. Mis dos hijos me aseguraron que vendrían, pero Frankie se fue a pescar y Emily, de excursión con Charles. Y todavía no han vuelto.

– ¿Charles Bliss?

– Sí.

– Ah, ese joven. Las cartas de Josephine hablaban tanto de ellos que me parece conocerlos. ¿Crees que se casarán, Edwin?

– No lo sé. Si es así, aún no nos lo han dicho.

– ¿El muchacho te agrada tanto como afirma Josie?

– Le agrada a toda la familia. A ti también te gustará.

– Me reservaré mi opinión hasta que lo conozca, si no te importa. No soy una mujer a la que se le puedan imponer ideas.

– Por supuesto -respondió Edwin, con una mueca.

Fue precisamente esa valentía siempre pronta una de las características que los padres de Edwin objetaron, en el pasado. Gracias a Dios, no la había perdido. Era capaz de regañar y elogiar al mismo tiempo, preguntar y rogar, simpatizar y regocijarse sin perder el ritmo. Con ella, la vida sería una cabalgata sobre una rueda excéntrica en lugar de una caminata alrededor de la noria.

– En realidad no esperaba que trajeras tanto equipaje. Si esperas aquí, iré al establo a traer una carreta para llevarlo. Sólo tardaré…

– No se me ocurriría esperarte aquí. Iré contigo. Puedes llevarme a conocer el lugar.

Edwin echó un vistazo precavido a la calle, pero como era domingo, la gente estaba descansando en casa. Los únicos que estaban fuera eran el conductor de la diligencia y un par de vaqueros, holgazaneando en la escalinata del hotel. Recordó que Fannie era una pariente. Sus propias aprensiones lo hacían creer que las personas espiarían tras las cortinas de encaje y alzarían las cejas.

– Está bien. Son sólo tres manzanas. ¿Podrás recorrerlas con eso?

Señaló los zapatos con tacones de cinco centímetros de alto, con forma de cuña.

Fannie se alzó las faldas y reveló así que los zapatos estaban forrados de seda castaña y dorada, que resplandecía al sol.

– Claro que puedo. Qué pregunta tan tonta, Edwin. ¿En qué dirección?

Dejó caer la falda y lo tomó del brazo dando un paso tan largo que la hizo flamear como la vela de un barco. Otra vez Edwin se sintió impresionado por su vitalidad y su falta de doblez. Sin duda era una mujer para la cual era más importante la naturalidad que las convenciones. Todo lo que hacía parecía natural, desde la risa fuerte, alta, hasta las zancadas casi masculinas, pasando por el modo de tomarlo del brazo, sin afectaciones. Aparentemente, no advertía que el costado de su pecho rozaba la manga del hombre mientras avanzaban por la calle Main hacia Grinnell.

– ¿Cómo fue el viaje?

– ¡Aj! ¡Horrible! -replicó, y mientras lo divertía hablándole de huesos molidos y del lenguaje grosero de Jake McGiver, casi logró olvidar la cercanía de ese pecho.

Doblaron la esquina y se acercaron al establo. El pueblo parecía casi tan soñoliento como los caballos parados sobre tres patas, al lado oeste de la construcción. Edwin abrió las puertas del frente, que colgaban de un riel de acero. Las abrió de par en par y así, cualquiera que pasara podía mirar dentro y ver que lo único que sucedía era una inocente exhibición del lugar.

Dentro, todo estaba en silencio pues, por ser domingo, no había mucho movimiento. Una tajada de sol caía sobre el suelo de tierra, pero dentro estaba fresco, sombreado y olía a caballos y a heno. Fannie entró la primera y fue directamente al corredor entre los pesebres mirando a ambos lados, mientras Edwin se quedaba en la franja de sol y la miraba. Cuando llegó al extremo, abrió por sí misma las puertas que daban al Norte y miró afuera. Edwin contempló la silueta negra en el contraluz del rectángulo brillante y la vio inclinarse y asomar la cabeza fuera, mirar hacia el umbral y volverse. Hizo bocina con las manos y cuando habló, la voz sonó lejana y resonante, en el inmenso cobertizo.

– ¡Edwiiiin! -como si estuviera en la cima de los Alpes.

Sonriendo, también hizo bocina y respondió:

– ¡Fannieeee…!

– ¡Tienes un almacén grandioooso!

– ¡Graaaciaaas!

– ¿Dónde conseguiste todos esos coocheees?

– En Rockfooord.

– ¿Dónde queda esooo?

– Al oeste de Cheyeeeene.

– ¿Eres ricooo?

Edwin bajó las manos y estalló en carcajadas. Fannie, querida Fannie, me dará un trabajo endiablado resistirme a ti. Recorrió lentamente el cobertizo y se detuvo delante de ella, observándola fijamente antes de responder con calma:

– Me va bien. Construí para Josie una casa elegante, de dos plantas y con muchas ventanas.

Fannie se puso seria.

– ¿Cómo está, Edwin? ¿Cómo está, en realidad?

Por primera vez, las miradas se encontraron sin disfraces y Edwin vio que le importaba mucho, y no sólo él sino su prima.

– Está muriéndose, Fannie.

Se movió con tanta rapidez que no pudo eludirla:

– Oh, Edwin, lo siento tanto… -Le tomó ambas manos, las encerró entre las suyas y apoyó los labios en las yemas de los dedos largos del hombre. Por unos momentos, permaneció así, quieta, absorbiendo la verdad. Después, retrocedió, lo miró a los ojos con tanta resolución que Edwin no pudo apartar la vista-. Te prometo que haré todo lo que esté a mi alcance para hacerlo más fácil para los dos. Por mucho tiempo que lleve… sea lo que sea… ¿entiendes?

No pudo responder, pues le pareció que el corazón se había expandido y le llenaba la garganta, donde clamaba por las caricias de Fannie. Estaba tan cerca que podía oler el polvo en sus ropas, el perfume de su pelo y de su piel; podía sentir el aliento de la mujer sobre las manos unidas. Una mota de sol rozaba los ojos almendrados.

– Nunca dejé de amar a ninguno de los dos -añadió y retrocedió tan bruscamente que Edwin se quedó con las manos unidas, en el aire-. Ahora, muéstrame rápidamente el establo y así podré ir a ver a mi prima.

Lo obedeció en medio de un embrollo de emociones, con las palabras titilando en sus terminaciones nerviosas. "Por mucho tiempo que lleve… ¿entiendes?" Aunque, para su congoja, había entendido, el repentino cambio de humor lo obligó a preguntarse si estaba en lo cierto. Mientras le mostraba la oficina, que había ordenado ante su llegada, los pesebres limpios y los animales, que había cepillado, se comportó con tanta vivacidad como lo había hecho en el cobertizo, como si las palabras más tranquilas no hubiesen sido pronunciadas. Al terminar la breve gira se quedó inmóvil viendo cómo Edwin enganchaba un caballo a la carreta. No intentó disimular el minucioso examen del hombre bajo la excusa de observar el interior del establo, sino que se mantuvo erguida, con las manos a los lados de la falda. No movió un músculo, salvo los que usaba para respirar. Edwin hizo los movimientos necesarios para concluir la tarea evitando la mirada de la mujer, sintiéndose como imaginaba que debía de sentirse una fruta que madura en el árbol: tibio por dentro, a punto de estallar, presionando hacia afuera sobre su propia piel, expandiéndose. Fannie podría ser el sol que lo maduraba.

Así era ella. Una observadora, una oyente, una bebedora. Cuando eran pequeños, lo llevaba de la mano a la huerta trasera de su madre y decía:

– ¡Sh! ¡Escucha, Edwin! Creo que puedo escuchar cómo crecen las manzanas. -Y, un instante después-: Crecen de noche, no bajo la luz del sol, ¿sabes?

– Fannie, no seas tonta -replicaba él.

– No soy tonta. Es verdad. Mañana lo demostraré.

Al día siguiente, había cortado una manzana al medio en sentido transversal y le mostraba la estrella que formaban las semillas en el interior.

– ¿Ves? A la luz de las estrellas -se burlaba, y así lo hizo creer.