Tarsy apareció abajo, excitada como de costumbre.

– ¿Está ella aquí?

– Sí.

– ¡Estaba impaciente por conocerla! -Comenzó a subir la escalera-. Todas esas maletas que están afuera, ¿son suyas?

– Todas. Y es tal como en las cartas.

Otra devota cayó en las redes de Fannie en cuanto se hicieron las presentaciones.

– Pero, claro -dijo Fannie-, la amiga de Emily, la hija del barbero, la muchacha con el cabello más lindo del pueblo. Ya me dijeron que vería muchas como tú por aquí. -Rozó los rizos rubios de Tarsy y le dio la atención adecuada, hasta que volvió a concentrarse en el anuncio reciente-. Pero no te has enterado de las novedades de Emily y Charles, ¿no es así?

– ¿Qué?

Tarsy se volvió hacia la amiga con expresión receptiva.

– Charles me ha pedido en matrimonio y lo he aceptado.

Tarsy reaccionó como lo hacía ante cualquier motivo de excitación: de manera frívola. Se arrojó sobre Emily con fuerza suficiente para quebrarle los huesos y estalló en exclamaciones, en "¡Oh!" y en torrentes de felicitaciones; después, arremetió contra Charles besándolo en la mejilla, exclamando que sabía que sería muuuy feliz y que ella estaba verde de envidia (cosa que no era cierta, y Emily lo sabía); y por fin, con divertida brusquedad, volvió su atención a Fannie.

– Háblame del viaje en diligencia.

Fannie le contó y Tarsy se quedó a cenar, lo cual se transformó en un picnic sobre la cama de Josephine, ante la insistencia de la propia Fannie. Declaró que no se debía dejar arriba a Joey en medio de la celebración, mientras todos los demás se quedaban abajo. Llevarían el festejo hacia ella.

Por lo tanto, papá, Fannie y Frankie se sentaron en la cama, Emily, Charles y Tarsy en el catre de papá y apoyaron los platos sobre las rodillas. Cenaron crema de guisantes sobre los ligeros bizcochos de Fannie y la pesca de Frankie frita, que tenía la consistencia de una suela. Fannie, risueña, se negó a disculparse por ello:

– Los bizcochos son la perfección misma. Lo demás, irá mejorando con el tiempo.

Después, Emily anunció que sacarían pajas para decidir quién ayudaría a lavar la vajilla. Como Frankie perdió e hizo una mueca de disgusto, Fannie le regañó:

– Te conviene acostumbrarte, muchacho, porque pienso hacerlo todas las noches y tienes que esperar sacarte la paja más corta de vez en cuando. Y ahora, salgamos; así vuestros padres tienen un poco de tiempo para estar solos.

Charles dijo que al día siguiente tenía que levantarse temprano, les dio las buenas noches y dio un beso breve a Emily en la boca cuando lo acompañó hasta el porche. Pero ella estaba demasiado impaciente para quedarse mucho tiempo con Charles: Fannie estaba en la cocina y era con ella con quien quería estar.

Las chicas salvaron a Frankie al asegurar que ellas lavarían la vajilla, pues Tarsy no estaba dispuesta a volver a la casa y apartarse de la presencia mágica de Fannie. Aunque esta tenía las mejores intenciones de compartir la tarea de limpieza, de algún modo nunca se mojaba las manos. Las tenía ocupadas haciendo gestos para ilustrar los relatos hechiceros de cuando asistió al Teatro del Vaudeville de Tony's Pastor, donde las bailarinas cantaban, haciendo girar las sombrillas: "Un día, paseando por el parque". La cantó en voz clara e hizo una demostración de la danza alrededor de la mesa de la cocina, haciende girar el atizador de la cocina como si fuese una sombrilla y llenando las mentes de las muchachas de vividas imágenes.

De pronto, recordó que estaba allí para ocuparse de los platos, secó uno y luego olvidó secar otro, pues se lanzó al relato de su última pasión: la arquería. Hizo la demostración parándose sobre una esquina de la bayeta, estirando otra en diagonal, hacia arriba, y tirando hacia atrás como si estuviese colocando una flecha y haciendo puntería. Cuando la flecha dio en su blanco, en la chimenea de la cocina, se colocó el paño de secar alrededor del cuello, como si fuese una piel, y declaró que, hasta la fecha, había participado en tres torneos y que, en el último, ganó una copa y el beso que el príncipe de Austria le dio en la mano. Y en cuanto volvió al Este, donde se instalaban cada vez más aceras, pensó en comprarse un par de objetos sorprendentes llamados patines y tratar de usarlos.

Pareció maravillada cuando vio que los platos estaban todos limpios.

– ¡Caramba, y yo no he tocado ni uno!

– No nos importa -dijo Tarsy-. Cuéntenos más.

Fueron a la planta alta, donde Fannie siguió con los relatos mientras vaciaba los baúles, provocando una serie de "casi desmayos" de Tarsy al sacar un vestido tras otro, más sugestivos que cualquiera que pudieran haber visto en Sheridan.

– La última vez que usé este, juré que nunca volvería a ponérmelo. -Sostuvo en alto un vestido con rosetas de encaje dispuestas en diagonal desde el pecho a la cadera-. Jugábamos juegos de salón y por el vestido me descubrieron.

– ¿Juegos de salón?

Los ojos de Tarsy bailotearon, interesados.

– Son la última moda en el Este.

– ¿De qué clase?

– Oh, de muchas clases. Whist, dominó, el verdugo y, por supuesto, los de hombre-mujer.

– ¿Hombre-mujer?

Fannie lanzó unas carcajadas encantadoras y se tiró sobre un lado de la cama con el vestido estrujado sobre el regazo.

– Creo que no debí haberlos mencionado. A veces, son bastante maliciosos.

Tarsy se echó hacia adelante e insistió:

– ¡Cuéntenos!

La mujer pareció pensarlo, plegó el vestido de las rosetas y cruzó las manos encima:

– Está bien, pero no convendría que vuestros padres se enterasen, en especial Joey. Nunca estuvo de acuerdo con la frivolidad ¡y, seguramente, no de esta clase!

Ansiosa, Tarsy se acercó más.

– No se lo diremos, ¿no es cierto, Emily?

– Bueno, entre los cómicos hay uno que se llama "Pobre Pussy", y otro, "Patatas Musicales"; uno de suspenso que hace erizar el pelo y se llama "Alice, dónde estás". Y después, avanzada la noche, cuando todos se sienten… bueno, más libres, digamos, está el Cartero Ciego y el Francés Ciego en cueros. A ese estaba jugando la noche que me descubrí por culpa de este vestido.

Fannie lanzó una provocativa mirada de soslayo y una sonrisa melindrosa. Tarsy se tiró hacia adelante, en una melodramática demostración de impaciencia.

– Pero, ¿qué estaba haciendo?

– Bueno, a uno de los jugadores se le cubren los ojos con un pañuelo de cabeza… pero… -Fannie hizo una pausa-. Se le atan las manos a la espalda.

Tarsy ahogó una exclamación y agitó las manos junto a las mejillas como si la hubiese salpicado algo muy caliente y Emily apenas pudo contenerse de poner los ojos en blanco.

Fannie siguió:

– Los demás se sitúan en distintos lugares de la habitación y el ciego sólo puede caminar hacia atrás. Los demás lo provocan y lo desnudan tirándole de la ropa o haciéndole cosquillas en el rostro con una pluma. Cuando al fin logra atrapar a alguien, el ciego tiene que adivinar quién es. Si lo adivina, el prisionero debe pagar un rescate.

– ¿Qué es un rescate?

– Es lo más divertido.

– Pero, ¿qué es?

– Lo que decida el ciego. A veces, el prisionero se convierte en ciego, otras, si todos están de humor para tontear, tiene que imitar a un animal y, en ocasiones… si hay alguien del sexo opuesto, tiene que pagar con un beso.

A Emily la escandalizó la sola idea. Los besos eran algo íntimo y no podía imaginarse haciéndolo en un salón lleno de gente mirando. Pero Tarsy se tendió de espaldas y gimió extasiada, fantaseando con la vista fija en el techo y un pie balanceándose por el borde de la cama.

– Daría cualquier cosa por ir a una fiesta así. Nosotros nunca damos fiestas. Este lugar es aburrido como una ostra.

– Podríamos hacer una… no de esa clase, por supuesto. No sería correcto. Sin embargo, me parece que el compromiso de Emily merece un anuncio formal. Podríamos invitar a todos vuestros amigos y, sin duda, Edwin y Joey querrán comunicar la buena nueva a sus amigos y relaciones comerciales. ¿Por qué no planeamos una?

Tarsy se levantó de un salto y cayó sobre Emily con tanta fuerza que casi la tiró de la cama.

– ¡Claro, Emily, es una idea perfecta! Yo ayudaré. Vendré y… y… bueno, haré cualquier cosa. ¡Di que sí, Em… pooor faaavor!

– Podríamos hacerla el sábado que viene, por la noche -sugirió Fannie-. Así tendríais una semana de tiempo para avisar.

– Bueno… es… yo…

De repente, la idea entusiasmó a Emily. Se imaginó cuánto disfrutaría su padre de recibir otra vez gente en la casa y cuan adecuado sería que tanto él como Charles invitaran a sus respectivos clientes. Por otra parte, Tarsy tenía razón, ese pueblo era aburrido como una ostra, ¿acaso no se lo había dicho ella misma a Charles? De repente, adquirió una expresión de advertencia y, señalando a Tarsy, dijo:

– ¡Pero nada de juegos con besos!, ¿entendido?

– Oh, perfecto -se precipitó a acceder Tarsy-. ¿Está bien, Fannie?

– Oh, ninguno -la secundó la mujer.

Aunque acababan de conocerse ese día y Emily no perdió una sola de las palabras que intercambiaron, tenía la inquietante sensación de que estaban conspirando sin hablar.

Capítulo 5

El lunes por la mañana, Tom Jeffcoat se despertó en su cuarto del hotel Windsor y se quedó mirando el techo, pensando en Julia. Julia March, con su rostro en forma de corazón y los ojos almendrados, el cabello de un rubio caramelo y sus manos de hada. Julia March, que llevó el broche que le dio como regalo de compromiso más de medio año. Julia March, que lo dejó por otro.

Cerró los ojos con fuerza.

¿Cuándo dejaría de doler el recuerdo?

Ese día, no. Seguramente, no ese día, cuando no eran más que las cinco y media de la mañana y ya la tenía en mente.

Se terminó. ¡Métetelo en la cabeza!

Apartó las sábanas, saltó de la cama y se calzó los pantalones, dejando los tirantes colgando a los costados. Tomó la jarra de porcelana blanca del lavabo, salió descalzo al vestíbulo y se sirvió una generosa cantidad de agua caliente de un recipiente de metal que estaba puesto en un trípode.

Diablos, el Windsor no estaba nada mal. Era limpio, la comida decente y había agua caliente según lo prometido. Además, no estaría mucho tiempo ahí. Tenía toda la intención de tener su propia casa antes de que nevara.

¿Y entonces, qué? ¿Se sentiría menos solo? ¿No echaría tanto de menos a la familia? ¿A Julia?

Julia ya está casi camino del altar. Quítatela de la cabeza.

Pero era imposible. Como estaba mucho tiempo solo, podía pensar, y Julia llenaba su mente día y noche. Incluso en ese momento, mientras se lavaba de la cintura hacia arriba, se miraba en el espejo preguntándose qué le había gustado más de Hanson. ¿El cabello rubio? ¿Los ojos marrones? ¿La barba? ¿El dinero? Bueno, Tom no era rubio y sí tenía ojos azules, no le agradaba la barba y no era rico, para nada. Estaba tan lejos de ser rico que tuvo que pedirle dinero prestado a la abuela para venir a este pueblo. Pero se lo devolvería y se convertiría en alguien allí. ¡Ya vería Julia! Hasta podía volverse rico como un gran señor y, cuando lo fuese, no compartiría ni un centavo con ninguna mujer sobre la tierra. ¡Mujeres! ¿Quién necesitaba a esas perras mercenarias y veleidosas?

Vertió agua caliente en la jarra de afeitarse, formó espuma y alzó la brocha hacia la cara. Pero se detuvo vacilante, pasándose los dedos por la mandíbula áspera, dudando si debía dejarse crecer la barba. ¿Sería cierto que a las mujeres les gustaba? Si hasta esa marimacho Walcott elegía a un hombre con barba. Pero ya lo había intentado y le resultó calurosa, peligrosa para usar en la herrería, y le molestaba cuando crecía formando una curva tensa y le pinchaba la parte de abajo del mentón. Decidido, se enjabonó y se afeitó la cara, para luego observar con ojo crítico su pecho desnudo. Demasiado oscuro. Demasiado velludo. Color de ojos inadecuado. Pestañas muy cortas. El hoyuelo en la mejilla izquierda, ridículo sin compañero en la derecha.

De pronto, arrojó la toalla y dejó escapar un resoplido desdeñoso.

Jeffcoat, ¿qué diablos estás haciendo? Nunca te importó lo más mínimo lo que opinaban de ti los demás.

Sin embargo, el rechazo de una mujer minaba la autoestima de un hombre.

En el comedor del hotel comió un desayuno opíparo consistente en bistec y huevos, y después se encaminó a la calle Grinnell a buscar la carreta, disgustado ante la perspectiva de toparse con Emily Walcott con ese estado de ánimo. Si esa maldita mocosa estaba ahí, le convendría coserse la boca pues, de lo contrario, le envolvería la cabeza con el delantal de cuero y le pondría una herradura en el cuello.

No estaba. Estaba Edwin. Este Walcott era un hombre agradable, cordial incluso a las siete de la mañana.