– Es un regalo para la vista.

– En efecto.

– Y divertida.

– Así parece.

– Y tan cabeza hueca como quedará ese barril de clavos cuando terminemos el cobertizo.

Jeffcoat rió con ganas, palmeó el hombro de Bliss y declaró, enfático:

– ¡Diablos, Bliss, me agradas!

– ¿Lo suficiente para asistir el sábado a la noche?

– Desde luego -afirmó Tom, esperando que él y Emily Walcott pudiesen comportarse civilizadamente el uno con el otro.


A la mañana siguiente, Tom y Charles comenzaron a cerrar el techo y los lados del establo, pero el día siguiente lo dedicaron a la iglesia, que se encontraba en una fase similar de construcción. Eso fue, más que ninguna otra cosa, lo que ganó a Tom la aprobación de las señoras del pueblo. Comentaban en las aceras que, teniendo su propio edificio a medio hacer, el joven donaba un día entero para ayudar a levantar la nueva iglesia. ¡Ese era un ejemplo para que lo siguieran los más jóvenes!

Uno de esos jóvenes adoptó la costumbre de estar al tanto de todo lo que sucedía en el nuevo solar de la calle Grinnell. Frankie Walcott era el primero que aparecía por la mañana, atraído por su ídolo, Charles, y al día siguiente se encontró con que tenía dos ídolos. Lo hicieron trabajar y lo hizo con buena voluntad, acarreando, midiendo y hasta martillando. Cuando fueron a la iglesia a ofrecer el día de trabajo, Frankie fue con ellos, igual que su gordo amigo, Earl Rausch. Earl sentía una voracidad incontenible con las golosinas, y pasó buena parte del tiempo hurtando rosquillas y bizcochos que las esposas mandaban a los trabajadores. Pero el ídolo de Earl era Frankie y lo imitaba en todo. Llevó de beber a los hombres en el cazo, cumplió diversas tareas que le encomendaron y enderezó clavos torcidos. Cuando las matronas del pueblo se enteraron de que Frankie y Earl habían ofrecido tiempo para ayudar en la iglesia, alistaron a sus propios hijos para que hicieran lo mismo.


Frankie Walcott se divertía como nunca. En Sheridan, nunca hubo tanta animación. Podía estar todo el día con Charles y el nuevo tipo, Tom. Le gustaba Tom. Reía mucho, bromeaba y su establo sería algo digno de verse.

Durante la cena, parloteaba constantemente acerca de la construcción en la calle Grinnell.

– Tom ha traído las ventanas desde Rock Springs: ¡son veinticuatro! ¡Y hará un suelo de ladrillos verdaderos! ¡Ya los ha encargado a Buffalo!

Emily no levantaba la vista para no sumarse al entusiasmo de su hermano.

– ¿Sabéis que me ha traído? Esa… esa cosa. Esa plataforma giratoria. La instalará en medio del establo, de modo que haga girar las carretas y las oriente hacia la puerta con tanta facilidad como yo puedo girar. La trajo desde Springfield en tren y desde Rock Springs hasta aquí en su carreta. Tom dice que allá, en el Este, todos los depósitos de locomotoras y de máquinas tienen esa clase de plataforma y que las usan para hacer girar los trenes.

– ¡Eso es lo más estúpido que oí jamás! -exclamó Emily, incapaz de contener la lengua por más tiempo-. En el Este, que está demasiado poblado, necesitan plataformas. Aquí, que tenemos tanto espacio abierto, no es más que un despilfarro.

– A mí no me lo parece. Creo que ha sido astuto por tenerlo en cuenta y Tom dice que, en cuanto esté instalada, Earl y yo podremos subirnos.

Emily se levantó de golpe.

– ¡Tom dice, Tom dice! -Tomó dos cuencos vacíos y los quitó con furia de la mesa-. En serio, Frank, estoy hartándome de oírte hablar de ese sujeto. ¡Sin duda deben de suceder otras cosas en este pueblo además de esa maldita construcción!

La mirada pensativa de Fannie se posó sobre la muchacha, que se volvía hacia el fregadero de granito, apoyaba los cuencos con estrépito y comenzaba a bombear agua, con movimientos furiosos. Apoyó con calma la cuchara en el plato y comentó:

– Parece emprendedor.

– ¡Es grosero y habla demasiado! -exclamó Emily, bombeando con más bríos.

– ¡No lo es! -replicó Frankie-. Es tan bueno como Charles y a él también le agrada. ¡Pregúntaselo!

– ¡No preguntaré nada acerca de él! -estalló su hermana, mirándolo sobre el hombro-. ¡Ese sujeto compite con papá!

Fannie eligió ese momento para informar a su sobrina:

– Charles lo ha invitado a la fiesta de mañana por la noche.

Emily giró con tal brusquedad que salpicó.

– ¡Qué!

– Ha invitado al señor Jeffcoat a tu fiesta de compromiso de mañana. Y él ha aceptado.

– ¿Por qué no me lo has dicho?

Fannie tomó con calma una cucharada de puré de manzana y respondió, como de pasada:

– Creí que te lo había dicho.

– ¡No estaré presente!

– Vamos, Emily… -intervino Edwin.

– ¡No estaré, papá! ¡En este mismo instante, está construyendo un… un establo!

– Pero lo invitó Charles y él también tiene derecho. Parece que se han hecho muy amigos.

Emily acudió a su prima:

– Haz algo, Fannie.

– Muy bien. -Fannie se levantó sin prisa, llevando sus platos sucios al fregadero-. Mañana subiré a la bicicleta, iré a verlo y le diré que, en realidad, no está invitado a la fiesta. Le explicaré que en la sala no hay espacio para la cantidad de personas que aceptaron la invitación y tendremos que reducirla. Estoy segura de que lo comprenderá. Charles también. ¿Sacamos pajas para ver quién lava la loza?

– Fannie, espera.

Fannie se detuvo en mitad del movimiento y miró a su sobrina con expresión inocente.

– ¿Tienes algo más que decirle?

Emily se derrumbó en la silla y adoptó un aire enfurruñado, con las manos balanceándose entre las rodillas.

– Que venga -refunfuñó, de malhumor.

Fannie se detuvo ante la muchacha y le arregló unos mechones de cabello negro, quitándoselos de la frente como si estuviese devanando una madeja de hilo de bordar. A continuación, habló en un tono cargado de sensatez:

– Piensa vivir aquí mucho tiempo. Seréis, digamos, contemporáneos. En los años venideros, os tropezaréis muchas veces, tanto en situaciones sociales como comerciales. Eres muy joven, querida. Joven y obstinada. Todavía no has aprendido que la vida está llena de compromisos. Pero créeme, te sentirás mejor si decides recibirlo con amabilidad y haces que se sienta bienvenido. Si tu padre y Charles pueden, tú también podrás. ¿Qué dices?

Emily alzó la vista, con expresión indignada:

– ¡Me dijo marimacho!

Fannie sostuvo el mentón de la muchacha en el hueco de la mano.

– Ah, de modo que ese es el motivo de tu enfado. Bueno, tendremos que demostrarle que no lo eres, ¿no es cierto?

Emily la miró, todavía con expresión empecinada.

– No quiero demostrarle nada.

– ¿Ni siquiera que un marimacho puede transformarse, por arte de magia, en una dama?

La mujer vio que había despertado el interés de la chica y, antes de perderlo, se volvió hacia Frankie:

– Y tú, jovencito… -Mirándolo desde el mismo nivel, le advirtió-: Ni una palabra a nadie de esta conversación, ¿me oyes?

Todos los presentes sabían que Frankie quería correr al otro lado de la calle Grinnell a escupir lo que había oído, pero nadie contradijo a Fannie.

– Sí, señora -farfulló Frankie, decepcionado.


Era comprensible que a Fannie le hubiese picado la curiosidad. ¿Cómo sería el hombre capaz de encolerizar a Emily hasta ese punto? Había observado a la muchacha toda la semana, y cada vez que se mencionaba el nombre de Tom Jeffcoat, se ponía furiosa. Pero, al mismo tiempo, se ruborizaba y no miraba a nadie a los ojos. ¿Esa era la reacción ante un hombre al que odiaba?

El sábado por la mañana, después de poner a hervir la avena para el desayuno, Fannie sacó la bicicleta del patio trasero del cobertizo y salió a pasear. Era temprano, las seis y media. Dejó atrás la casa dormida pero, desde algún punto del pueblo llegó el ruido de un martillo. Sheridan era pequeño y Edwin vivía a sólo cinco manzanas de la calle Main, y a seis del establo, en Grinnell. Cuando tomó por esta calle, el sol doraba el contorno de la pradera este como una naranja en llamas. Contra ese fondo se recortaba el esqueleto del nuevo establo en construcción, con el tejado ya cerrado. Pasó el de Edwin a su izquierda. Uno de los caballos lanzó un suave relincho de saludo. Las ruedas de la bicicleta crujían sobre la calle arenosa, y la brisa soltaba mechones del cabello recogido flojamente y le rizaba los pliegues del bombacho de lana áspera contra las piernas. A lo lejos, cantó un gallo y el martillo de Jeffcoat resonó como un látigo, reverberando contra las paredes del valle.

Se sintió feliz como nunca en la vida. Estaba viviendo en la casa de Edwin, compartiendo su vida, trabando relación con sus hijos, familiarizándose con sus caballos. Cocinaba su comida y le servía el café de la mañana; enrollaba la servilleta con que se había limpiado los labios, lavaba y planchaba la ropa que había rozado su piel. Si existía la menor posibilidad de que Emily pensara hacer eso para un hombre de apellido Bliss, cuando tendría que hacerlo para Jeffcoat, Fannie se ocuparía de descubrirlo antes de que fuese demasiado tarde.

Frenó ante el establo, se quedó a horcajadas en la bicicleta, se hizo sombra sobre los ojos y escudriñó a la figura que, allá en la altura, clavaba clavos.

– ¿Señor Jeffcoat?

El martilleo cesó y el hombre miró sobre su hombro.

– ¡Bueno… buenos días!

Le gustó cómo lo dijo, dándose media vuelta y dando un papirotazo a la gorra que la echó para atrás. El tejado era empinado; tenía una cuerda amarrada a la cintura, anudada a una polea del lado contrario. Se equilibró, acuclillado, con la bota enganchada en un travesaño provisorio que había clavado en la pronunciada pendiente que tenía debajo.

– ¡Soy Fannie Cooper!

– Lo imaginaba. Espere un minuto.

Bajó del techo como un escalador de montañas, pataleando en el aire, cayendo con enviones que quitaban el aliento, deslizándose por la cuerda hasta que llegó a la escalera apoyada contra la construcción. Bajó la escalera con agilidad, bajo la observación de la mujer que admiraba la gracia y las formas del hombre y su manera extravagante de vestir: pantalones demasiado ajustados, tirantes rojos y la camisa despojada de las mangas. Antes de que hubiese llegado hasta ella, se quitó un guante y le ofreció la mano.

– Hola, Fannie. Soy Tom Jeffcoat.

– Lo sé.

– Usted es la prima de Emily Walcott.

– En cierto modo. Prima segunda, para ser exactos. Y usted es el competidor de Edwin.

El joven sonrió:

– No era mi intención.

Le gustó la respuesta. Le gustó el hoyuelo. La persona. Fannie no era la típica mujer victoriana, que fingía indiferencia hacia los hombres. Cuando conocía a uno que merecía su aprobación, se sentía justificada en expresar esa aprobación de cualquier manera que le sugiriese la fantasía. A veces, coqueteando, otras elogiando, a menudo eludiendo con habilidad una respuesta directa.

– Sin embargo, parece usted un pájaro madrugador… ¿buscando la lombriz, quizá?

Rió otra vez con actitud muy masculina, echándose atrás desde la cintura y liberando su risa hacia el cielo matinal.

– ¿No debería estar usted preparando dulces y exprimiendo jugos de fruta para esta noche?

– No ofreceré dulces, sino pequeños emparedados. Para una fiesta de compromiso no es apropiado servir ponche de frutas, de modo que no se ponga descarado conmigo, señor Jeffcoat.

– No fue mi intención ponerme descarado. -Colocándose otra vez el guante, hizo una reverencia juguetona-. Discúlpeme.

Fannie lo examinó. Observó el gran tejado a medio cubrir.

– El edificio está progresando bien. Ha encargado ladrillos para el suelo.

– Sí.

– Y veinticuatro ventanas.

– Dios mío, cómo vuelan las noticias.

– Frankie se encarga de eso.

– Ah, Frankie, me gusta ese chico.

– Su establo será algo grandioso. Emily está celosa.

El semblante no reveló los sentimientos del dueño. Poseía una sonrisa fácil, que no se alteró en lo más mínimo al comentar:

– A Emily le gustaría que yo estuviese en un velero, con el mástil principal roto, doblando el Cabo de Hornos. Trato de no irritarla.

– He oído decir que también ha traído una plataforma giratoria para los carros.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Una curiosidad, nada más. Un capricho. De niño, me gustaban los trenes y, en especial, las plataformas giratorias. Una vez, un maquinista me dejó dar una vuelta en una de ellas y, desde entonces, quise tener una.

– ¿Eso quiere decir que es impetuoso, señor Jeffcoat?

– No sé. Nunca he pensado en ello. Usted, ¿es impetuosa, señorita Cooper?

– Con toda seguridad.

– Lo imaginé al ver la bicicleta y los… -Se echó atrás para observarle las piernas-. ¿Cómo se llaman?