– Bombachos. ¿Le gustan? ¡No responda! De cualquier modo, son cómodos y hay mujeres que usan lo que les resulta cómodo, les agrade o no a los hombres.
– Me he dado cuenta de eso desde que estoy en Sheridan.
Fannie le dirigió una sonrisa fugaz, y luego, con su característica volubilidad, cambió de tema:
– ¿Baila usted, señor Jeffcoat?
– Lo menos posible.
Fannie rió y le aconsejó:
– Bueno, prepárese. Esta noche habrá baile, entre otras diversiones. Estamos contentos de que asista. Bueno, debo volver a preparar el desayuno. Observe mi técnica para poner en marcha este artefacto y no lo tome a la ligera. Arrancar y frenar son las partes más difíciles. Me llevó tres semanas aprender a arrancar sin caerme de boca y estoy bastante orgullosa. -Dio empuje a la bicicleta y se montó con perfecto equilibrio-. Me alegro de conocerlo, señor Jeffcoat.
– Y yo a usted, señorita Cooper.
– ¡Entonces, llámeme Fannie!
– ¡Y usted a mí, Tom!
Sonrió mientras la veía pedalear por la calle.
Aunque era un día turbulento, Fannie tenía todo bajo control. Le comentó a Josephine lo atestado de la sala y le sugirió que corriesen el piano hacia la pared, para despejar parte del amontonamiento de modo que los jóvenes tuviesen espacio para bailar. Josephine aceptó. Hubiese aceptado cualquier cosa, pues estaba más feliz de lo que había estado durante meses: a ella también la pusieron a trabajar y sentirse útil otra vez la vivificaba. Sentada al sol, en la galería de arriba, lustraba la platería.
Abajo, volaba el polvo. Tarsy había ido a ayudar, según lo prometido. Preparaba el relleno de los emparedados, mientras Frankie fregaba los peldaños de la escalera, llevaba los helechos al patio y azotaba las alfombras. Emily envolvía y guardaba los adornos, y Fannie encontró sitios para ocultar las pesadas fundas de los muebles, las tallas, chucherías turcas, plumas de pavo real y bustos de yeso. Lavaron las ventanas y las lámparas de las chimeneas, y corrieron el piano hacia la pared, que era donde debía estar. Limpiaron los suelos, los dejaron desnudos y relegaron los incómodos muebles al porche, dejando sólo en la sala suficientes sillas y mesas para darle gracia y equilibrio. Según Fannie, un exceso de sillas impulsaba a los invitados a quedarse sobre sus traseros en lugar de bailar y divertirse. ¡Cuántas menos sillas, mejor!
Frankie limpió las teclas del piano, Tarsy sacó el cuenco del ponche, Emily colgó las cortinas de encaje limpias (y dejó guardadas las pesadas colgaduras de borlas) y Fannie eligió unos pocos objetos para adornar la habitación.
Cuando terminaron, los cuatro contemplaron cómo había quedado, limpio y brillante, y Fannie dio una palmada y declaró:
– Esto merece una celebración. ¡Una celebración musical!
De repente, se sentó en el taburete del piano, giró de cara a las teclas e interpretó una versión animada de "La mosca de cola azul".
Las notas subieron a la planta alta, atravesaron el dormitorio principal y llegaron hasta la galería donde Josie sonrió, interrumpiendo la tarea. Apoyó la cabeza en el respaldo de la silla y cerró los ojos, tamborileando sin darse cuenta una cuchara contra la rodilla, al ritmo de la música.
Cuando abrió los ojos, Edwin volvía a la casa por la calle, allá abajo. Estaban entre el almuerzo y la cena, y sintió una oleada de alegría al verlo llegar a esa hora insólita. Lo saludó con la mano, él le devolvió el saludo y le sonrió. Lo vio cruzar el patio, desaparecer en el porche de abajo mientras la música continuaba y, con ella, la voz de Fannie:
"… el diablo atrapó a la mosca de cola azul. Jimmy muele maíz y a mí no me importa…"
Abajo, Edwin entró en la sala y la encontró transformada. El sol entraba a raudales por las blancas cortinas de encaje, haciendo brillar el suelo lustrado que tenía el color del té fuerte. Había menos muebles y los que quedaban estaban sin sus cubiertas, y sólo los adornaban unas pocas figurillas y adornos, y un solo helecho junto a la ventana arqueada. El piano, con la parte trasera contra la pared y la tapa despojada de todo, salvo una lámpara de aceite y los retratos de la familia, estaba sonando mientras Tarsy palmoteaba y los chicos bailaban, risueños, una desordenada polka.
Fannie estaba al piano, aporreando las teclas de marfil y cantando a gritos. Tenía la cabeza cubierta con una toalla blanca anudada en la coronilla y de ella escapaban mechones finos de rizos rojizo claros. Tenía la falda y el delantal subidos hasta las rodillas y mostraba los zapatos negros de tacones que golpeaban los pedales con fuerza suficiente para que se sacudiera la lámpara. Vio entrar a Edwin por el reflejo en la madera pulida del frente del piano y le echó una mirada sobre el hombro, sin dejar de cantar y tocar con bríos.
"Ese caballo corrió, saltó, lanzó, arrojó a mi amo a la zanja…"
Al llegar al estribillo, los, chicos se sumaron y Edwin rió.
– ¡Canta, Edwin! -ordenó Fannie, deteniéndose sólo un segundo para luego lanzarse de nuevo a la canción.
Sumó su inexperta voz de tenor y los cinco hicieron el alboroto suficiente para hacer caer el hollín de la chimenea de la cocina. Mientras bailaban, Emily pisó a Frankie. Rieron, recuperaron el equilibrio y continuaron bailoteando por el cuarto con tanta gracia como un par de leñadores.
Al llegar al estribillo final, Fannie alzó la cara hacia el techo y vociferó:
– ¿Estás cantando, Joey?
En ese instante, Edwin sintió una renovada ola de amor hacia Fannie.
Subió los escalones de en dos, antes de que terminase el estribillo y, en efecto, encontró a Josie cantando quedamente para sí en la galería, al sol, con una sonrisa en la cara.
Al sentirlo detrás, se interrumpió y le sonrió, mirando sobre el hombro.
– Edwin, llegas temprano.
– Dejé una nota en la puerta del establo. Pensé que necesitarían mi ayuda aquí, pero me parece que no. -Salió a la galería y se apoyó en una rodilla, junto a la silla, apretándole la mano que seguía sujetando el paño de lustrar y la cuchara-. Oh, Josie, es maravilloso oírte cantar.
– Me siento mucho mejor, Edwin. -La sonrisa confirmaba sus palabras-. Creo que esta noche podré ir abajo… al menos por un rato, y recibir a los invitados de Emily.
– Eso es magnífico, Josie… -Le apretó la mano ostra vez-. Magnífico.
Mirándola a los ojos, recordó la fiesta de compromiso de ellos dos. Lo desesperado que estaba y cómo lo había ocultado. Pero, a fin de cuentas, la vida juntos no había sido tan mala. Pasaron veinte años de buena salud hasta que su esposa enfermó y de esos años tenían dos hermosos hijos, una casa preciosa y un profundo respeto mutuo. Y si la relación no fue todo lo íntima o demostrativa que hubiese querido, tal vez en parte era culpa del propio Edwin. Tendría que haberla admirado más, elogiado más, cortejado, acariciado más. Como nunca lo había hecho, lo hacía ahora.
– Aquí, sentada al sol, estás adorable. -Le quitó la cuchara de la mano y unió su palma a la de ella, enlazando los dedos-. Me alegro de haber llegado temprano a casa.
Josie se ruborizó y bajó la vista. Pero la alzó sorprendida cuando el esposo giró la cabeza y le besó la palma. Con la mano libre, le acarició tiernamente la mejilla barbuda.
– Edwin querido -dijo, cariñosamente.
Abajo, la música cesó y las voces risueñas se trasladaron a la cocina. Por un rato, Edwin y Josephine fueron más felices de lo que lo habían sido durante años.
Capítulo 6
Faltaban dos horas para que empezaran a llegar los invitados y la casa estaba en perfecto orden. Los canapés estaban cortados, los pasteles con su cubierta azucarada y el ponche de coñac preparado. Tarsy había ido a la casa a cambiarse; Josephine, con el pelo recién lavado, descansaba; en la cocina, Edwin peinaba a Frankie y le daba instrucciones estrictas de que no permitiera a Earl comer más de dos emparedados y que después se fueran a la casa de Earl, donde pasarían la noche.
Arriba, en el dormitorio oeste, Fannie se divertía como nunca desordenando, sacando vestidos de los baúles y formando como un arcoíris sobre la cama y la mecedora de Emily.
– ¿El verde? -Apoyó la prenda de seda contra el cuerpo de la muchacha. Era claro como espuma de mar y adornado con pequeñas cuentas. Emily no alcanzó más que a echarle un vistazo cuando ya había desaparecido-. No, no, este color no te favorece.
Lo arrojó sobre un montón y la mirada de la chica lo siguió con nostalgia.
A continuación, sacó uno que era una explosión de amarillo:
– Ah…, azafrán. El azafrán destacará tu cabello.
Acercó el vestido al cuerpo de Emily, lo sostuvo a la altura de los hombros y la hizo girar de cara al espejo.
A Emily le resultó más tentador que el verde.
– Oh, es hermoso.
– Sí, está bien… pero… -Apoyó un dedo al lado de la boca y la observó, pensativa-. No, creo que no. Esta noche, al menos. Lo dejaremos para otra ocasión. -Allá fue volando el favorecedor vestido amarillo y Emily lo vio caer sobre la cama y deslizarse al suelo como un charco de tela-. Esta noche tiene que ser el atuendo perfecto… -Fannie se golpeteó los labios, contempló el lío que había sobre la cama y, de repente, giró hacia el armario-. ¡Ya sé!
Se puso de rodillas, sacó otro baúl y rebuscó dentro como un perro que desentierra un hueso.
– ¡El rosado! -Levantó en alto una prenda de un color tan genuino como el de las rosas salvajes-. Es el color perfecto para ti. -Se puso de pie, lo apoyó contra las rodillas y luego puso ante Emily la susurrante creación-. ¡Cómo le queda el rosa a esta muchacha! No sé por qué me compré este vestido, que me da el aspecto de una peca gigante. Pero tú, con el cabello negro y el cutis moreno…
Incluso así, arrugado, el vestido era impresionante, con escote bordado de rosas té, maravillosas mangas abullonadas hasta el codo y un adorno similar en la espalda. Al agitarlo, lanzaba un susurro sibilante que parecía hablar de veladas allá, en el Este, donde era costumbre que las damas usaran semejantes vestidos. Era más bello que cualquiera que Emily hubiese tenido jamás, pero al mirarse en el espejo tuvo que admitir:
– Me sentiría demasiado vistosa con algo tan llamativo.
– ¡No seas tonta! -le replicó su prima.
– Nunca tuve uno tan hermoso. Además, mi madre dice que una dama debe vestirse con colores apagados.
– Y yo siempre le dije: "Joey, te haces vieja antes de tiempo". Deja que tu madre use todos los colores apagados que quiera, pero esta es tu fiesta. Puedes ponerte lo que desees. ¿Y ahora, qué me dices?
Emily contempló la creación del color de las fresas, trató de imaginarse llevándola abajo, en la sala, cuando llegaran los invitados. No le costaba imaginar a Tarsy usando un vestido así, con sus rizos rubios, un mohín en la boca, el rostro bonito y la figura indiscutiblemente voluptuosa. ¿Pero ella? Claro que tenía cabello negro, pero no se lo rizaba desde que tuvo edad suficiente para negarse a dormir con rizadores. ¿Y el rostro? Era demasiado largo, moreno, las cejas muy rectas y tan poco atractivas como la marca de un tacón en el suelo. Suponía que los ojos y la nariz eran aceptables, pero la boca era común y los dientes se le superponían en la parte de arriba, cosa que siempre la avergonzó al sonreír. No, la cara y el cuerpo de Emily iban mejor con pantalones y tirantes que con vestidos rosados de mangas abullonadas.
– Creo que es demasiado femenino para mí.
Fannie miró a Emily por el espejo.
– Querías hacer que el señor Jeffcoat se tragase sus palabras, ¿no es así?
– ¡Ese! Me importa un comino lo que piense el señor Jeffcoat.
Fannie agitó el vestido en el aire y le alisó las arrugas con la mano.
– No te creo. Pienso que te encantará aparecer abajo con este modelo y hacerle saltar los ojos de las órbitas. ¿Qué te parece?
Emily lo pensó. Si resultaba, sería mucho mejor que escupirle en un ojo y ella era de esas personas incapaces de resistir un desafío.
– Está bien. Me lo pondré… si estás segura de que no te molesta.
– ¡Cielos, no seas tonta! No volveré a usarlo nunca más.
– Pero está todo arrugado. ¿Cómo…?
– Déjamelo a mí. -Se echó el vestido sobre el hombro y fue hasta la baranda para gritar-: ¡Edwin, necesitaré un poco de combustible… preferentemente queroseno! Si no, el que tengas. -Un momento después asomó otra vez la cabeza por el dormitorio de Emily-. Cepíllate el cabello, enciende la lámpara y calienta las tenacillas de rizar. Enseguida vuelvo. -Desapareció de nuevo, gritando-: ¡Edwiiin!
En minutos, volvió con Edwin a los talones. Sacó de las profundidades del baúl una plancha de acero que les presentó como vaporizador. La sostuvo mientras Edwin la llenaba con kerosene y agua y, una vez encendida, siseando, lo hizo ponerse a la tarea de planchar a vapor el vestido para la hija, mientras ella se ocupaba de las tenacillas de rizar y del peinado.
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