Emily se sometió a su prima y observó su propia transformación mientras el padre canturreaba contento y se vanagloriaba a medida que las arrugas desaparecían del satén rosado; la madre vino del otro lado del pasillo, ataviada con un elegante vestido de sarga azul medianoche, el cabello pulcramente enrollado, y se sentó en la mecedora a observar. Atrapando un mechón en las tenacillas calientes, Fannie describió los flamantes peinados que se usaban en el Este, rizos y ondas, y le preguntó a Emily qué prefería.

Se decidió por los rizos y, cuando el peinado estuvo terminado, sujeto en la coronilla como un oscuro nido, se miró, incrédula, con el corazón palpitante de excitación. Parada detrás de ella, inspeccionando el resultado de sus esfuerzos, Fannie vociferó:

– Frankie, ¿dónde estás?

Frankie apareció en la puerta:

– ¿Qué?

– Ve abajo, recoge una varilla de impatiens y tráelas aquí… y no me preguntes qué son. ¡Esas florecillas rosadas diminutas que están junto a la puerta de adelante!

Cuando volvió y los delicados capullos quedaron colocados en medio de los rizos esponjosos y tenues sobre la oreja izquierda de Emily, Frankie retrocedió, con los ojos y la boca muy abiertos, y exclamó, atónito:

– ¡Uau, Emily, estás preciosa!

A las ocho en punto, estaba ante el espejo del comedor sintiéndose bonita, pero llamativa. Se inclinó para verse y vio que tenía las mejillas sonrosadas. ¡Por Dios! Era muy impresionante verse a sí misma de rosado y con rizos por primera vez. Se tocó el pecho, en gran parte desnudo, y se contempló con fijeza.

Nunca había perdido tiempo en cuidados femeninos, pues no tenía motivo. La mayoría de las chicas se arreglaban y acicalaban para atraer la atención de los hombres, pero ella contaba con la atención de Charles para siempre. Mirándose, sintió una oleada de culpa, pues no sólo era a Charles a quien quería impresionar sino a Tom Jeffcoat… ese mercenario que la había llamado marimacho. Cuánto placer le daría hacerle tragar sus palabras. Mientras Fannie la arreglaba, Emily se regocijaba imaginándolo.

Pero en ese momento, mirándose en el espejo del comedor, con el estómago trémulo, sintió el temor de ser ella la que se sintiera incómoda en lugar de él. Fannie le había espolvoreado la cara y el pecho con un poco de harina, y le coloreó las mejillas humedeciendo un papel crepé rojo y frotándoselo por la piel.

– Pásate la lengua por los labios -le ordenó-. Ahora, apriétalos con fuerza sobre el papel.

¡Y otra vez… magia! Aunque era una magia muy endeble, pues bastaba un roce de la lengua para quitarla. Emily se miró los labios rosados y se regañó: "¡Si te pasas la lengua antes de que llegue Jeffcoat, te mereces cualquier calificativo que te endilgue!".

– Emily.

Emily se sobresaltó y dio la vuelta.

– Oh, Charles, no te he oído entrar.

La miraba como si nunca la hubiese visto. Se le habían coloreado las mejillas y estaba con la boca abierta, pero sin decir palabra.

Emily rió, nerviosa.

– Caramba, Charles, te comportas como si no me reconocieras.

– ¿Emily? -Tan estupefacto como complacido, exhaló la palabra al tiempo que se acercaba lentamente, como si necesitara permiso-. ¿Qué te has hecho?

Emily se miró, tironeó de la falda voluminosa, haciéndola susurrar como si estuviese hecha de hojas secas:

– Fannie lo hizo.

Le tomó las manos con los brazos estirados y dio vuelta en semicírculo:

– ¿No soy afortunado? Eres la chica más hermosa del pueblo.

– Oh, Charles, no lo soy, deja de mentirme.

– Este vestido… y tu pelo… nunca te vi con un peinado tan bello.

La muchacha se ruborizó intensamente.

Sin soltarle las manos, Charles recorrió con la mirada el pecho enharinado y la cintura encerrada en el corsé, y bajo esa mirada deleitada, Emily se puso más molesta aún.

– Oh, Emily, estás hermosa -dijo en voz suave, bajando la cabeza como para besarla.

Lo eludió.

– Fannie me aplicó color en los labios con papel crepé, pero se quita con facilidad. No quiero dejarte manchado.

Cortés, Charles se apartó pero siguió sujetándole las manos y contemplándola con mirada ardiente, del mismo modo que los hombres solían contemplar a Tarsy. Otra vez, se sintió culpable. Después de todo, faltaban quince minutos para la fiesta de compromiso y el novio no quería más que robarle un casto beso. Y sin embargo, ella lo rechazaba, más preocupada por conservar el color en los labios intacto, para impresionar a Tom Jeffcoat. Apaciguó la culpa diciéndose que, cuando se casara con Charles, lo dejaría besarla todas las veces que quisiera y lo compensaría por todas las que lo había rechazado.

Empezaron a llegar los invitados, y Charles y Emily se reunieron en la sala con la familia, donde mamá insistió en formar una fila de recibimiento. Edwin la transportó, la sentó ante la ventana mirador, y se quedó de pie entre Josephine y Fannie, presentando a esta última a cada recién llegado y anunciando con vivacidad el compromiso de Charles y Emily. Pronto, la casa se llenó de comerciantes y sus esposas, vecinos, feligreses, dueños de las granjas de los alrededores, el reverendo Vasseler, Earl Rausch y sus padres, el señor y la señora Loucks. También había personas jóvenes, todos conocidos de Charles y Emily: Jerome Berryman, Patrick Haberkorn, Mick Stubbs y las chicas que asistieron con los padres: Ardis Corbeil, Mary Ess, Lybee Ryker, Tilda Awk.

Cuando llegó Tarsy, dejó a sus padres junto a la puerta y corrió hacia Emily.

– Oh, Emily, estás sensacional. ¿Ha llegado?

– Gracias. No.

– ¿Mi peinado está bien? ¿No crees que tendría que haberme puesto el vestido lavanda? ¡Creí que mis padres nunca acabarían de arreglarse! Casi hago un agujero en la alfombra esperándolos. Pellízcame si lo ves venir cuando no estoy mirando. Fannie dice que más tarde habrá baile. ¡Oh, ojalá me saque!

A Emily la irritó escuchar a Tarsy entonar alabanzas sobre el maravilloso Jeffcoat y más aún al comprender que ella tampoco podía apartar los ojos de la puerta principal. A las ocho y media, todavía no había llegado. Sentía los labios cansados de tanto sonreír tratando de no rozárselos. Aunque tenía sed y estaba tensa, no bebió la taza de ponche que le llevo Charles. Le picaban las costillas por el corsé que Fannie la obligó a usar, pero tenía miedo de rascarse y que él entrara y la sorprendiese haciéndolo.

¡Ese canalla llevaba treinta minutos de retraso!

¡Jeffcoat, que Dios me ayude, si después de todo esto no vienes, te haré sufrir como yo estoy sufriendo!

Llegó a las nueve menos cuarto.

Emily pretendía tener a Charles junto a ella y a una fila de invitados pasando ante los dos. Pensaba conceder a Tom Jeffcoat los dos segundos de atención que merecía, para luego dirigir su cortesía a los otros que seguían en la fila. Tenía intenciones de demostrarle cuan poco le importaba, tan poco que ni necesitaba seguir siendo cáustica con él.

Pero resultó de otro modo: a las nueve menos cuarto la fila de invitados se había deshecho, Charles estaba en el comedor, de espaldas, los invitados se mezclaban entre sí y Emily estaba en medio de la sala, sola. Tom Jeffcoat la localizó de inmediato.

Durante un incómodo lapso, se midieron mutuamente y luego Tom comenzó a avanzar hacia ella. Sintió un pánico inesperado y el absurdo batir de su corazón… tan fuerte que le pareció que se le saldría del pecho.

¡Por favor, Dios, que no se me caiga!

Lo vio acercarse, sintiéndose atrapada, frenética, traicionada por una suerte cruel que lo hacía parecer más atractivo de lo que deseaba, que lo hacía elegir usar la cara afeitada, que lo dotó con hermoso cabello negro, asombrosos ojos azules, una boca plena y atractiva y un andar flexible. Maldijo a Tarsy por señalárselo, a Charles por abandonarla cuando lo necesitaba, a su propio corazón estúpido que no dejaba de alborotarle en el pecho. Como desde fuera de sí misma, advirtió que el traje de Tom estaba un poco arrugado, en contraste con las botas, nuevas y brillantes, y que Tarsy había aparecido en la arcada del comedor y lo miraba babeando como un perro. Pero los ojos del hombre estaban fijos en Emily mientras cruzaba la sala.

Cuando llegó a ella, sintió que se ahogaba. Se detuvo junto a ella, tan alto que tuvo que echar la cabeza atrás para mirarlo a los ojos.

– Buenas noches, señorita Walcott -dijo, dolorosamente cortés.

– Buenas noches, señor Jeffcoat.

La recorrió de arriba a abajo con la mirada, sin posarla en ninguna parte, pero cuando se encontró con la de ella lucía una débil sonrisa, que Emily deseó borrarle de un bofetón.

– Gracias por invitarme. -Los dos sabían que no lo había invitado ella sino Charles-. Entiendo que le debo una felicitación. Charles me habló de su compromiso.

– Sí -respondió, apartando la mirada de esos ojos que, bajo una superficie amable, parecían reírse de ella-. Nos conocemos de toda la vida. Fijar una fecha sólo era cuestión de tiempo.

– Eso me dijo Charles. Dentro de un año, ¿cierto?

– Mes más o menos.

Emily no era diestra para fingir, y las respuestas le salían bruscas y frías.

– Es una época agradable para casarse -comentó, en tono de conversación, demostrando ser mucho mejor que la muchacha para las frivolidades. Emily sentía la lengua pegada al paladar y no podía fijar la vista en otra cosa que no fuese Tom Jeffcoat. Tras un lapso de silencio, añadió-: Charles está… extasiado.

La pausa dio al comentario una sugerencia dudosa y Emily se ruborizó.

– Cuando quiera, sírvase ponche y canapés, señor Jeffcoat. Será mejor que yo vaya a conversar con otros invitados.

Pero cuando se apartó la tomó del brazo sin apretar.

– ¿Acaso olvida que aún no conozco a su madre?

No había dicho una sola palabra acerca de la apariencia de Emily. ¡Ni una palabra! Lo maldecía por hacerle perder la compostura. Posó la mirada en la mano, que parecía transmitirle una corriente por el brazo y lo perforó con una mirada altanera.

– Está arrugándome la manga, señor Jeffcoat.

– Mis disculpas. -La soltó de inmediato y exigió-: Presénteme a su madre, señorita Walcott.

– Desde luego. -Se dio la vuelta, descubrió que su madre estaba observándolos desde el principio, y por un instante, se congeló. Cuando Jeffcoat le tocó la espalda, se lanzó hacia adelante-. Madre, este es Tom Jeffcoat, el amigo de Charles. ¿Te acuerdas de que papá lo mencionó durante la cena, la otra noche?

– Señor Jeffcoat… -Con aires de reina, Josephine le ofreció una mano frágil-. El competidor de Edwin.

Tom hizo una graciosa reverencia.

– Colega, diría. Si no creyese que en Sheridan hay suficientes clientes para los dos, me habría instalado en otro lugar.

– Esperemos que tenga razón. Por supuesto, cualquier amigo de Charles y Emily es bienvenido en nuestro hogar.

– Gracias, señora Walcott. Es una casa hermosa. -Miró alrededor-. Estoy impaciente por tener la mía propia.

– Desde luego, la construyeron Charles y Edwin.

– Charles también hará la mía, en cuanto esté hecho el cobertizo.

– ¿Qué es eso que oí acerca de una plataforma giratoria?

Tom rió:

– Oh, ¿Charles ha estado hablando?

– Frankie, en realidad.

– Ah, Frankie, nuestro joven aprendiz… -Sonrió con cariño-. Señora Walcott, la plataforma no es otra cosa que un capricho.

Fannie llegó para el final del comentario.

– ¿Qué cosa es un capricho? Hola, Tom.

Cuando el aludido se dio la vuelta, la mujer le tomó las manos.

– Hola, Fannie.

– ¿Ustedes ya se conocían? -preguntó Emily, sorprendida.

– Sí, esta mañana.

Fannie enlazó el brazo en el de Tom, como si fuesen viejos amigos, y este le sonrió.

– Salió a pasear en bicicleta y pasó por mi casa a presentarse.

– Estoy muy contenta de que haya venido. ¿Ha hablado ya con Charles?

– No, ahora iba a acercarme a él.

– Ah, y aquí está Tarsy. Tarsy, ya conoces a Tom, ¿verdad?

La muchacha lanzó la mano con tal velocidad que formó una corriente de aire. El joven se inclinó, galante.

– Señorita Fields, qué agradable volver a verla. Esta noche está hermosa.

– ¿Por qué no te encargas de él y te ocupas de que reciba una taza de ponche? -le sugirió Fannie a la rubia.

Tarsy se apoderó del brazo de Tom y le dirigió una brillante sonrisa mientras se alejaba con él, bromeando:

– Es una vergüenza que haya llegado tarde. Estaba a punto de perder las esperanzas.

Viéndolos dirigirse hacia Charles, Emily se puso furiosa. ¡Señorita Fields, esta noche está hermosa! ¡Pero si ese sujeto exudaba encanto!

Toda la noche observó que tanto hombres como mujeres sucumbían a ese encanto. Se conducía en la casa llena de invitados con sorprendente fluidez, trababa relación con desconocidos sin incomodarse, era rápido para encontrar un tema de conversación, para conquistar palmadas en la espalda de parte de los hombres y sonrisas encantadoras de las mujeres.