– Eso lo sé. Pero, ¿a quién le compraría?
Antes de que pudiese responder, Fannie exclamó:
– ¡Cambio de parejas!
Cesaron de bailar de golpe, se apartaron y se quedaron vacilantes, comprendiendo que habían sostenido su primera conversación civilizada y que no les había pesado.
– Lo pensaré -prometió la muchacha.
– Estupendo. Y piense también a quién me conviene comprarle el heno. Si quiero instalarme aquí, necesitaré consejo.
Otra vez se asombró de que se lo pidiera a ella. Pero estaba ofreciéndole la rama de olivo por Charles y lo menos que podía hacer era aceptarla.
– Con el heno no es tan importante. Puede comprárselo a cualquiera.
Tom asintió, aceptando su palabra.
La esperaba un nuevo compañero, pero cuando Emily se volvió hacia él, Jeffcoat la tomó del brazo y la hizo girar otra vez hacia él. Sonriente, la miró a los ojos y dijo, en voz queda:
– Gracias por el baile, marimacho.
Estaba muy cerca, con la sonrisa ladeada a escasos centímetros de su frente y le llegaba el aroma de su piel, tibia de la danza; veía con toda claridad los poros de la piel en la barbilla afeitada, el hoyuelo en la mejilla izquierda, los bordes de los dientes, la expresión divertida de los ojos. Sintió que algo se agitaba entre los dos y, como en un relámpago, se preguntó cómo sería que la arrinconase en el porche y que quien le quitara el color de los labios con un beso fuese Tom en vez de Charles.
La locura duró un segundo, hasta que se soltó e ironizó:
– Para la próxima semana, será mejor que practique. Tengo los pies deshechos.
El resto de la noche se eludieron amablemente, mientras Fannie enseñaba a todos la varsoviana, un cruce entre polka y mazurka. Emily se pegó a Charles y Tom, a Tarsy. Antes de que acabase la velada, Tarsy comunicó que su propia fiesta sería a la misma hora, la semana siguiente en su casa y que estaba invitada toda la gente joven. Cuando fue hora de despedir a los invitados, Emily y Charles se quedaron junto a la puerta, recibiendo los buenos deseos de despedida. Charles intercambió un apretón de manos con Tom y Tarsy abrazó a Emily, mientras le murmuraba al oído:
– ¡Me acompañará caminando a casa! ¡Mañana te contaré!
Cuando su prometido se fue, Emily ayudó a Fannie y su padre a limpiar la casa, y se preguntó si Tom estaría arrinconando a Tarsy contra la pared del porche y si su amiga lo disfrutaría.
¡Qué pregunta tan estúpida! ¡Lo más probable era que fuese Tarsy la que lo arrinconara a Tom!
Pensó en los besos y en el motivo de que a algunas chicas les gustaran y a otras no. Recordó lo sucedido consigo misma y con Charles esa noche y cómo se sintió casi ofendida por sus tanteos. Ya estaba comprometida con él y, si podía creer a Tarsy, debería disfrutarlo, hasta desearlo.
Quizá tuviese algún problema.
Subió a la planta alta cinco minutos antes que Fannie y se sentó a la luz de la lámpara, reflexionando preocupada. ¿Acaso una muchacha debía preferir trabajar en un establo a besar a su novio? Seguramente no. Y sin embargo, así era… a veces, cuando Charles la besaba, cuando cedía por puro sentido del deber, pensaba en otras cosas: en los caballos, en emparvar heno, en cabalgar por un campo abierto con el cabello flotando al viento como la crin del animal que montaba.
Desanimada, se quitó el vestido rosado y lo colgó, se soltó el cabello y lo cepilló, contemplándose pensativa en el espejo. Se tocó los labios, cerró los ojos y pasó las yemas de los dedos por el pecho, imaginando que eran los de Charles. Cuando fuese su marido, la tocaría y no sólo ahí sino en otros sitios, de otras maneras. Abrió los ojos y vio su imagen reflejada, sintiéndose pesarosa. Había visto a los caballos acoplándose y era algo sin gracia, vergonzoso. ¿Cómo podría hacerlo con Charles?
Afligida, se puso el camisón y se metió en la cama, oyendo el murmullo de papá y Fannie que subían la escalera y se decían las buenas noches en el pasillo. Entró Fannie, cerró la puerta, se desabotonó el vestido, se desató el corsé y se cepilló el pelo, canturreando.
¡Ah, ser como Fannie…! Lanzarse a la vida sin preocuparse por nada, soltera y feliz de serlo, yendo tras el primer capricho que la atrajera… Emily estaba segura de que ella tendría las respuestas.
Una vez que hubo bajado la lámpara y los resortes de la cama se acallaron, Emily fijó la vista en el techo sintiendo un nudo en la garganta.
– ¿Fannie? -murmuró al fin.
– ¿Qué? -murmuró Fannie por encima del hombro.
– Gracias por la fiesta.
– Ha sido un placer, querida. ¿La has pasado bien?
– Sí… y no.
– ¿No? -Se volvió y tocó el hombro de la muchacha-. ¿Qué pasa, Emily?
Le llevó un minuto entero reunir valor para preguntar:
– Fannie, ¿puedo preguntarte algo?
– Seguro.
– Es algo personal.
– Suele ser así, cuando las chicas susurran en la oscuridad.
– Se trata de los besos.
– Ah, los besos.
– Le preguntaría a mi madre, pero… bueno, ya la conoces.
– Sí. En tu lugar, yo tampoco le preguntaría.
– ¿Alguna vez besaste a un hombre?
Fannie rió con suavidad, se puso de espaldas y se acomodó mejor en la almohada.
– Me encanta besar a los hombres. He besado a unos cuantos.
– ¿Todos besan igual?
– Para nada. Querida, los besos son como los copos de nieve: no existen dos iguales. Hay cortos, largos, tímidos, audaces, provocativos, serios, secos y húmedos…
– Sí, los húmedos. Esos son. Son… yo… Charles… lo que digo es que…
– Son deliciosos, ¿no?
– ¿Sí? -dijo Emily, dudosa.
– ¿O sea que para ti no lo son?
– Bueno, a veces. Pero otras, siento que… bueno, como si no estuviesen permitidos. Como si estuviese haciendo algo malo.
– ¿No te pones como embriagada, impaciente?
– En una ocasión… casi. Fue el día que Charles se me declaró. Pero hace tanto tiempo que lo conozco que me parece más bien un hermano y, ¿a quién le interesa que la bese su hermano?
Se hizo silencio, mientras las dos se sumían en sus propios pensamientos.
Finalmente, Emily habló:
– Fannie.
– ¿Sí?
– ¿Alguna vez estuviste enamorada?
– Profundamente.
– ¿Cómo es?
– Duele. -Se oyó el crujido de la almohada cuando la muchacha volvió con brusquedad la cabeza para observar a la mujer. Pero antes de que pudiese hacer más preguntas, Fannie le ordenó con dulzura-: Duérmete ahora, querida, es tarde.
Capítulo 7
Al día siguiente, domingo, Tarsy estaba esperando para saltar sobre Emily a la salida de Coffeen Hall, antes todavía de que comenzara el servicio religioso. Aferró el brazo de su amiga y la apartó, casi sin saludarla.
– ¡Emily, espera que te cuente! ¡No lo creerás! Pero ahora no es el momento. ¡Dile a Charles que me acompañarás a casa y entonces te contaré todo!
Resultó que quien acompañó a Tarsy a casa fue Tom Jeffcoat, pero encontró a Emily esa tarde, en el establo.
– Em, ¿estás aquí?
– ¡Aquí arriba! -contestó Emily desde el henil.
Tarsy fue hasta el pie de la escalera y miró hacia arriba.
– ¿Qué estás haciendo ahí?
La amiga asomó la cabeza.
– Estudiando. Sube.
– Con el vestido, no puedo subir la escalera.
– Claro que puedes. Yo tengo puesto el mío. Puedes levantarlo hasta la cintura.
– Pero, Emily…
– Aquí arriba está agradable. Es uno de mis lugares preferidos, en especial los domingos, cuando no hay nadie por aquí. Ven.
Tarsy se alzó la falda y subió. La inmensa puerta en forma de flecha del granero estaba abierta y dejaba pasar un chorro de sol que iluminaba el heno. Las golondrinas entraban y salían volando, anidaban en las vigas y, más allá de la puerta abierta, se extendía una vista panorámica del pueblo, la salida sur al valle y las azules Big Horns al Suroeste. Tarsy no vio nada de eso. Se dejó caer de espaldas, se estiró y cerró los ojos.
– Oh, qué cansada estoy.
Sentada cerca, Emily vio un batallón de motas de polvo que se elevaban y sintió la fragancia del heno revuelto.
– Terminó tarde, anoche -dijo.
– Pero me divertí mucho. Gracias, Emily. -Abrió los ojos a las golondrinas y las vigas, estiró un mechón de pelo y murmuró, soñadora-: Creo que estoy enamorada.
Emily le dirigió una mirada envidiosa.
– ¿De Tom Jeffcoat?
– ¿Qué otro?
– Qué rápido.
– Él es maravilloso. -Tarsy sonrió, satisfecha, y enroscó un rizo en un dedo, hasta el cuero cabelludo-. Anoche me acompañó caminando a casa y nos sentamos a conversar en los escalones del porche, casi hasta las tres de la madrugada. ¡Me contó toda su vida… toda! -La fatiga de Tarsy se desvaneció en un parpadeo y se incorporó con los ojos brillantes-. Tiene veintiséis años y vivió en Springfield, Missouri, toda la vida, con su madre, su padre, un hermano y tres hermanas, que todavía viven allí. Su abuela le prestó el dinero para venir aquí e iniciar su negocio. Pero dice que piensa devolvérselo dentro de cinco años, y sabe que puede hacerlo pues está seguro de que este pueblo crecerá y no le teme al trabajo duro. ¡Pero escucha esto! -Se sentó con las piernas cruzadas y se inclinó adelante con expresión ávida-. Hace un año, se comprometió con una mujer llamada Julia March, pero a los nueve meses lo abandonó por un banquero rico llamado James, Jones, o algo así. ¡Imagínate! Todo ese tiempo, mientras bailaba y ponía expresión alegre en tu fiesta, estaba ocultando un corazón destrozado porque era el día de la boda de su antigua novia. Lo vi muy triste cuando me lo contaba y luego me abrazó, apoyó el mentón en mi cabeza y poco después me besó.
¿Cómo fue? La pregunta saltó en la mente de Emily antes de que pudiese impedirlo y Tarsy respondió, sin saberlo:
– Oh, Emily… -Suspiró y se tendió de espaldas en el heno, como embriagada-. Fue delicioso. Fue como deslizarse por el arco iris. Como si sobre mis labios danzaran ángeles. Fue…
– No hace más que una semana que lo conoces.
Tarsy abrió los ojos.
– ¿Y qué? Estoy enamorada. Y es mucho más maduro que Jerome. Cuando Jerome me besa, no pasa nada. Tiene los labios duros. Los de Tom son blandos. Y los abrió, y yo creí que moriría de éxtasis.
Emily se sintió irritada. Nunca había sido así con Charles. ¿Deslizarse por el arco iris? Qué absurdo. Y qué indiscreto por parte de Tarsy revelar detalles tan íntimos. Lo que hizo con Jeffcoat tendría que haber quedado en la más estricta confidencia. Escucharlo incomodó a Emily como si se hubiese ocultado a observarlos.
Desde ese día, cada vez que Emily veía a Tom Jeffcoat recordaba el embelesado relato de Tarsy, se lo imaginaba y especulaba sobre cuál habría sido la reacción de él. Si fuese por su voluntad, lo habría eludido, pero Tom pasaba varias veces al día cuando iba y venía de su propio establo. A menudo Charles estaba con él pues los dos comían casi siempre juntos en el hotel y trabajaban todos los días codo con codo en la construcción. En ocasiones, Charles pasaba por el establo de Walcott para saludar o decirle a Emily si iría a la casa por la noche y Jeffcoat se quedaba en el fondo sin interferir, aunque la muchacha siempre tenía una aguda conciencia de su presencia. Mientras ella y Charles hablaban, Tom se apoyaba contra un tablón masticando una brizna de heno, con el sombrero echado atrás y el pulgar en la cintura de los indecentes pantalones ajustados. Cuando se iban, saludaba con el sombrero y hablaba por primera vez:
– Buenos días, señorita Walcott.
A lo que Emily respondió con sequedad, sin mirarlo. No podía entender por qué la irritaba tanto, pero así era. ¡Su sola presencia en el establo de su padre le provocaba deseos de darle una patada en el trasero y hacerlo salir volando!
Evitaba ir a la construcción de Tom con sumo cuidado, aun cuando Charles trabajaba allí. A veces, de pie en la puerta del grano de su propio establo, escuchaba los martillos, veía crecer la construcción y deseaba que cayese un rayo del cielo y dejara el terreno liso.
Y a veces se preguntaba si los labios de ese hombre serían suaves.
La mañana del viernes, después de la fiesta, estaba sola en la oficina memorizando recetas de ungüentos, con los pies apoyados sobre el escritorio, de espaldas a la puerta, cuando una voz dijo, detrás de ella:
– Hola, marimacho.
Salió disparada de la silla como impulsada por pólvora negra. Cuando se dio la vuelta, el libro cayó al suelo. Ahí, apoyado en el marco de la puerta con su sonrisa ladeada, estaba ese canalla de Jeffcoat.
– Un poco asustadiza, ¿no?
– ¿Qué está haciendo usted aquí? -le dijo, fastidiada.
– ¿Así se saluda a un amigo? -Se apartó del marco, levantó el libro y se lo entregó-. Tome, se le ha caído algo.
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