Los labios del hombre, ¡malditos! tenían una apariencia como para que los ángeles danzaran sobre ellos. Le arrebató el libro con brusquedad y lo dejó de un golpe sobre el escritorio:

– ¿Qué quiere?

– ¿Podemos hablar?

– ¿De qué?

Sin responderle, se dirigió al diván donde el gato color caramelo dormía, en su lugar de costumbre, lo levantó y, de espaldas a Emily, nariz con nariz con el animal lo sostuvo en el aire:

– Tú sí que te das la gran vida. Cada vez que vengo estás enroscado durmiendo. ¿Cómo te llamas, eh?

– Taffy -respondió Emily, indignada-. ¿A eso he venido, a averiguar el nombre de mi gato?

Jeffcoat le dirigió una semisonrisa sobre el hombro y volvió la atención al gato.

– Taffy -repitió, rascándole bajo la barbilla. Sin darse la menor prisa, se sentó en el diván sin dejar al gato, haciéndolo ronronear-. Necesito comprar ganado para mi establo -le anunció, con la vista clavada en el gato-. ¿Me ayudará?

– ¡Yo! -La sorpresa hizo que Emily se sentara otra vez-. ¿Por qué yo?

Por fin, Jeffcoat la miró:

– Porque Charles dice que usted sabe de caballos más que la mayoría de los hombres.

– ¿Eso no es un poco presuntuoso, señor Jeffcoat…?

– Tom.

– ¿… pedirme a mí, que para empezar, no quiero que esté aquí, que lo ayude a iniciar su negocio?

– Puede ser. Pero usted vive aquí desde hace más tiempo, conoce a los granjeros, sabe quién es honesto, quién no, cuál tiene los mejores caballos, dónde viven. Le agradecería que me ayudara.

Emily tomó aire, contuvo el aliento y se preparó para una perorata, pero en vez de eso el aire salió en una inesperada carcajada.

– Usted me asombra, ¿sabe?

– ¿Qué es lo asombroso?

– Su temeridad.

Tom sopló en la cara del gato y sugirió:

– Podríamos ir esta tarde. O el lunes. -El gato estornudó y sacudió la cabeza. Jeffcoat rió y la miró-. Necesito asegurarme unos doce caballos y encontrar un granjero que me venda el heno. A fines de la semana que viene tendré la plataforma giratoria instalada, pero todavía no tengo caballos ni carretas. ¿Qué dice, me ayudará?

Por un momento, se sintió tentada. Después de todo, ese sujeto abriría sus puertas y no tenía modo de impedírselo. Por otra parte, su amistad con Charles parecía sólida y sería duro para él si ella, como esposa, seguía desalentándolo.

Pero mientras pensaba, posó la vista en los labios de Jeffcoat y, de pronto, recordó la descripción de Tarsy del beso.

– Lo siento, Jeffcoat. -Se levantó de un salto y fue hacia la puerta-. Tendrá que buscar a otra persona para que lo ayude. Estoy ocupada.

Como era lógico, Charles se enteró de que se había negado a ayudar a su amigo y esa noche la regañó con gentileza:

– Puedes ser un poco más amable con él, ¿no? Para él es duro estar solo aquí.

– No me gusta. ¿Por qué tengo que ayudarle?

– Porque sería una actitud de buena vecina.

– Él asegura que se ocupa de caballos de toda la vida. Deja que los encuentre solo.

A la mañana siguiente, Emily estaba limpiando los pesebres cuando oyó una carreta que se acercaba. Unos pasos apresurados se dirigieron a la oficina de su padre y, un momento después, oyó a dos hombres hablando. Edwin salió a buscarla.

– ¡Emily!

– Estoy aquí atrás, papá.

El hombre se detuvo a la entrada del pesebre, seguido por un hombre más bajo, de semblante preocupado.

– Bueno, pequeña doctora. -Le sonrió con indulgencia a la hija-. Querías tener oportunidad de practicar y aquí está. Conoces a August, ¿verdad?

– Hola, señor Jagush.

August Jagush era un polaco fornido, recién llegado del Viejo Mundo. Tenía una cara redonda, rubicunda, bigotes y las manos anchas como platos de sopa. Llevaba una camisa roja escocesa abotonada hasta el cuello y, en la cabeza, una gorra de lana de visera plana traída de Polonia. Jagush se la quitó e hizo una reverencia servil.

– Ja, hola, señorita -dijo con fuerte acento.

Edwin actuó de intérprete.

– August tiene una cerda preñada que está de parto, pero hace dieciséis horas que empezó y no pasó nada. Tiene miedo de que los lechones mueran y, quizá, también la marrana si no sucede algo pronto. ¿Irías a echar un vistazo?

– Por supuesto. -Ya se apresuraba a cruzar el establo. Sabía que los lechones podrían sobrevivir en el canal de parto, a lo sumo, dos horas más, y tal vez le llevara todo ese tiempo llegar a la granja de Jagush-. Necesitaré un caballo ensillado y mi maleta.

– Ensillaré a Sagebrush -ofreció Edwin.

Jagush dijo:

– La señorita me manda una lista, yo puedo ir a la ferretería de Loucks antes de volver.

– En su granja, ¿tendrá un poco de cerveza? -preguntó Emily, saliendo de la oficina.

– ¿Cerveza?, ja, ¿qué polaco no tiene cerveza?

– Está bien, porque necesitaré un poco.

Si esperaba a Jagush, perdería un tiempo precioso. Sin duda, el animal debía de estar sufriendo y Emily no quería prolongar ese sufrimiento más de lo imprescindible.

– Señor Jagush, si está de acuerdo, no le esperaré. Sé dónde vive.

– Ja, dese prisa, señorita.

A Emily se le ocurrió que Jagush vivía camino del rancho Lucky L. Tom Jeffcoat quería comprar caballos. Y Charles la fastidiaba para que le ayudase. Cal Liberty tenía fama de criar los caballos de silla norteamericanos más sanos y fuertes, y de estar tan orgulloso de ellos como para no vender nada inferior. Emily tomó una decisión repentina.

– Papá -llamó.

– ¿Qué?

– Ensilla también a Gunpowder. Llevaré a Jeffcoat conmigo.

El estómago le bailoteaba de excitación. Por fin, una verdadera llamada. Pocos granjeros habían pedido su asistencia. Por instinto, dudaban de su aptitud por ser una mujer y porque aún no había obtenido el certificado de Barnum. Y aunque lo recibiera, no era lo mismo que el diploma de una universidad de medicina veterinaria. Si no fuese porque esas universidades estaban en el Este, Emily estaría asistiendo a una de ellas. Pero quería a los animales y tenía lo que su padre llamaba un instinto natural para atenderlos. Pasaría tiempo hasta que los granjeros más grandes confiasen en ella. Entretanto, podría ayudar a los más pequeños, como Jagush, cada vez que fuese posible, y esperar que se consolidara su reputación.

En la oficina, abrió el maletín de cuero negro y pasó revista al instrumental: pinzas, bocado y sonda esofágica; fórceps de dos medidas; cucharas especiales para dar comprimidos a los animales; unas tijeras curvas, tijeras de mano, un cortador de remaches; embudos, cánulas; cuchillo gancho de herrero; y una variedad de herramientas comunes: un escoplo de acero, un par de alicates y un martillo de orejas. Sí, tenía todo. Y también botellas y frascos, pulcramente adosados a los costados del maletín, sujetos por una banda de cuero.

Satisfecha lo cerró, lo envolvió en un delantal negro de goma, lo sujetó a la montura y montó.

– Deséame suerte, papá -dijo en voz alta, mientras Edwin le pasaba las riendas de Gunpowder.

– ¡Sácalos vivos, preciosa! -le gritó, cuando espoleó los flancos de Sage y salió al trote por la puerta doble.

Medio minuto después, tiraba de las riendas ante la gran puerta norte del establo de Jeffcoat, llevando a la reata al otro animal.

– ¿Jeffcoat? -gritó. Dentro, cesaron los golpes rítmicos de un par de martillos-. Jeffcoat, ¿está ahí?

Escudriñó en las profundidades del edificio, al que se acercaba por primera vez. Era más grande que el de su padre y prometía ser mucho más aprovechable, con suelo de ladrillo, escalones verdaderos para el altillo en lugar de una escalera de albañil, medias puertas en los pesebres y el cabrestante para la plataforma ya colocado. Las ventanas estaban instaladas, la puerta corrediza colgada y en ese momento abierta para dejar pasar la luz en los dos extremos del cobertizo. Los pesebres de la izquierda estaban casi terminados y desde uno emergió Jeffcoat. Hasta por el contorno Emily supo que era él y no Charles, por el contorno del sombrero de vaquero y el largo de las piernas.

– ¿Es usted, marimacho?

– Soy yo. ¿Quiere ir a ver caballos para comprar o no?

– ¡Eh, Charles! -Tom dejó caer el martillo-. ¿Podrás trabajar sin mí un par de horas? Aquí hay alguien que dice que me llevará a comprar caballos.

Apareció Charles detrás de Tom y juntos recorrieron el largo del cobertizo.

– Emily, qué sorpresa. -Se detuvo junto a Sagebrush, se quitó los guantes de trabajo y le sonrió a su novia-. ¿Por qué no entras a ver la construcción? Realmente, va tomando forma.

– Lo siento, pero no tengo tiempo. Voy a la granja de August Jagush a ver a una cerda preñada que tiene dificultades para parir.

– ¿Llevarás a Tom allá? -preguntó, sorprendido.

– No, a Lucky L cuando termine… está cerca y supongo que Cal Liberty lo tratará bien. Jeffcoat, si va a venir, dése prisa.

– ¿Estás seguro de que no te molesta, Charles? -se detuvo a preguntar Jeffcoat.

– En absoluto. Ve con ella.

Mientras Tom tomaba las riendas que le pasaba Emily y montaba, Charles le apretó la pantorrilla a su novia y dijo en voz queda:

– Gracias, Emily. Tom estaba preocupado por la compra de esos caballos.

– Nos veremos esta noche -respondió, espoleando a Sagebrush.

Habría hecho falta alargar los estribos para Tom, pero Emily salió al trote del animal y lo dejó torcido de lado en la montura.

– Eh, espere un minuto.

– ¡Puede alcanzarme! -le gritó, sin aminorar el paso.

Mientras Charles lo ayudaba a ajustar las correas de los estribos, Tom echó una mirada a la novia de su amigo y preguntó:

– ¿Siempre es así de temperamental?

– Ya se acostumbrará a ti. Dale tiempo.

– Tiene el temperamento de un búfalo herido. Diablos, no sé siquiera el nombre del caballo.

– Gunpowder, Pólvora.

– Gunpowder, ¿eh? -Y le dijo al caballo-: Bueno, será mejor que tengas un poco, pues tendremos que esforzarnos para alcanzarla. -Una vez ajustados los estribos, dijo-: Gracias, Charles. Nos veremos cuando vuelva, si queda tiempo. Si no, en casa de Tarsy.

Salió al medio galope, mirando ceñudo al jinete que lo precedía. La muchacha cabalgaba mejor de lo que la mayoría de las mujeres caminaban, con un bamboleo y un equilibrio naturales, la espalda erguida, las riendas en una mano, la otra apoyada sobre el muslo. Otra vez usaba la gorra del hermano pero estaba tan bien sentada en la montura que ni se movía. A medida que se acercaba, por el flanco, advirtió lo ajustado de los pantalones sobre el muslo, la vista fija en el horizonte, los labios apretados. Ese día estaba totalmente carente de calidez, sólo manifestaba valor y decisión. Aun así, lo fascinaba.

– ¡Eh, aminore un poco! De lo contrario, ese caballo se cubrirá de espuma.

– Puede soportarlo. ¿Y usted?

– Está bien, hermana, son esos caballos.

Cabalgaron en silencio casi una hora y media. Tom la dejó marcar el paso, disminuyendo la marcha casi al paso cuando disminuía, galopando cuando galopaba. Sólo habló una vez, cuando iban a tomar el sendero hacia su destino.

– Esta tierra no es apta para criar cerdos, pero Jagush es polaco y los polacos comen carne de cerdo. Habría hecho mejor en traer corderos cuando se estableció.

Una mujer baja y rolliza con un pañolón babushka en la cabeza salió de un cobertizo en el momento en que llegaron. Tenía el rostro redondo como una calabaza, contraído de preocupación.

– ¡Está aquí! -exclamó la señora Jagush, señalando el basto cobertizo de troncos-. Apresúrese.

Al desmontar, Emily le dijo a Jeffcoat:

– Si quiere, puede esperar aquí. El olor será mucho más agradable.

– Quizá necesite ayuda.

– Como quiera. Sólo le pido que no se me pegue.

Se volvió de lado en la montura, se deslizó al suelo, aterrizó con agilidad y dejó que Tom amarrase ambos caballos al poste de una cerca mientras ella tomaba el envoltorio de atrás de la montura. Fueron juntos hasta el cobertizo donde se encontraron con la señora Jagush, con el rostro marcado por muchas horas de ansiedad.

– Grracias por venirr. Mi Tina no está muy bien.

No, Tina no estaba muy bien. La marrana yacía de costado, sacudida por violentos temblores de fiebre. Al parecer, al percibir que se acercaba la hora, había juntado paja para formar un nido. Pero había estado ahí, tendida, removiéndose, la mayor parte del día, en algún momento rompió la bolsa de aguas, le empapó la cama y ahora estaba aplastada. Emily se puso el delantal de goma y, sin prestar atención al estado del corral, se arrodilló y tocó la barriga de la cerda que estaba de un rojo intenso en lugar del acostumbrado color rosado. También tenía las orejas escarlata, indicio seguro de dificultades.