– No te sientes muy bien, ¿eh, Tina? -Le habló en voz muy queda, y luego informó a la señora Jagush-: Necesito lavarme las manos. Y su esposo me dijo que tenía cerveza en la casa. ¿Podría traerme un cuarto?

– Ja.

– Y tocino. Me bastará con media taza.

Cuando la señora Jagush salió, Jeffcoat se extrañó:

– ¿Cerveza?

– No es para mí, sino para Tina. A los cerdos les encanta la cerveza y los calma. Alcánceme esa horquilla, para poder levantarla.

Jeffcoat le obedeció, y miró cómo deslizaba las púas debajo de la marrana y la balanceaba con suavidad hacia el suelo. Molesta pero indemne, la marrana se puso de pie.

– Los cerdos son muy flexibles. Se levantan y se echan con naturalidad, incluso durante el parto, de modo que no le hará ningún daño empujarla un poco. Buena chica -la elogió, frotando el lomo del animal cuando estuvo levantada.

Tom observó que le hablaba a la marrana con más calidez de la que brindaba a la mayoría de las personas. Sin embargo, la preocupación por el animal le aflojó la lengua y le explicó:

– Las cerdas dan a luz de los dos costados, ¿sabía eso? Primero se tienden y paren la mitad de la cría de un lado, luego se levantan y los limpian antes de echarse otra vez del otro lado y hacer lo mismo. Nadie sabe por qué.

La señora Jagush había regresado con lo pedido: una palangana blanca, tocino y la cerveza en una lata abollada. Cuando la colocó delante de Tina, esta reaccionó como una verdadera puerca, bebió a lengüetazos hasta dejarla seca y se echó de costado con un gruñido.

Emily se lavó las manos, primero con jabón común y agua, después con una solución de ácido fénico, y cuando se las secó, prosiguió desinfectando la grasa y lubricándose la mano derecha.

Jeffcoat la observaba con creciente admiración. Había pasado toda la vida cerca de los animales y oyó multitud de historias relacionadas con negligencias y sabía que morían más animales por infecciones provocadas por las manos no suficientemente desinfectadas que de las complicaciones naturales del nacimiento.

Emily se engrasó más arriba de la muñeca y sólo entonces lo miró por primera vez desde que entraron al cobertizo.

– Si quiere ayudar, puede sujetarle la cabeza.

Sin hablar, Tom ocupó el lugar junto a la cabeza de Tina.

– Muy bien, Tina. -Hablando en voz baja y serena, la muchacha se arrodilló-. Veamos si podemos ayudarte un poco.

Tom observó, cada vez con más admiración, cómo Emily sujetaba la cola del cerdo, hacía pinza con los dedos y los metía dentro del animal. No debía haber otra tarea tan repugnante en todo lo referido a la atención de los animales, pero la ejecutó con la mente puesta en un solo objetivo. Los músculos de la marrana estaban tensos y no se separaban con facilidad; si no hubiera sido así, sin duda los cerditos ya habrían nacido y estarían mamando. Emily apretó la mandíbula, endureció la muñeca y maniobró con una agilidad que no muchos hombres podrían exhibir. Su mano desapareció hasta la muñeca y luego más. Tenía la vista fija, la concentración en las entrañas del animal. Tanteando, se mordió el labio inferior y murmuró:

– Aquí estás.

Cuando sacó la primera cría, la pestilencia los golpeó como una explosión fétida y revolvió el estómago de Tom con tal brusquedad que tragó saliva contra su voluntad. Emily se enjugó el rostro, inspiró con la cara vuelta hacia el hombro y se volvió para revisar al recién nacido.

– Está muerto -declaró-. Lléveselo, pues si no tratará de comérselo.

La señora Jagush se apresuró y, con una pala, se llevó al feto afuera. Emily apoyó la cara en el hombro para evitar el hedor mientras se llenaba otra vez los pulmones.

Cuando se irguió otra vez, dijo:

– Estén atentos. Aquí vamos otra vez.

Sacó cinco crías y, con cada uno, la pestilencia aumentaba. Tom aplastaba con frecuencia la nariz contra el hombro y se preguntaba cómo podía ser que una persona, más todavía, una mujer, pudiese elegir una ocupación semejante. Cuando hubo salido el sexto cerdo muerto, dijo:

– ¿Por qué no hace una pausa y respira un poco de aire fresco?

– Cuando hayamos sacado todos -respondió estoica, sin aceptar más alivio que una rápida inspiración contra su propia manga.

Llegó un momento en que la manga también se ensució, humedecida por la transpiración de la propia Emily, y en algunos sitios, maloliente por las entrañas y las secreciones de los animales. A medida que la paja se humedecía y se pudría, el olor se hacía más malsano, pero Emily seguía arrodillada en ella sin quejarse. Al acercarse el final, tuvo arcadas, pero se esforzó para terminar.

Los últimos fetos los sacó August, que había llegado del pueblo a tiempo para ver que nacían muertos.

Finalmente, Emily le dijo a Tom:

– Ese era el último. Vamos, ahora podemos tomarnos un descanso.

Salieron de prisa afuera, al aire limpio y al sol, se derrumbaron contra la pared del cobertizo y aspiraron grandes bocanadas de aire, con los ojos cerrados, dejando caer las cabezas atrás, aliviados.

Cuando pudo hablar de nuevo, Tom murmuró:

– Jesús.

– Lo peor ha terminado. Gracias por su ayuda.

Mientras los Jagush enterraban a los nueve cerditos muertos, Tom y Emily compartieron el aire fresco. Al fin, Tom giró la cabeza para contemplar el perfil de Emily, la nariz elevada hacia el sol, la boca abierta dejando pasar la frescura.

– ¿Hace esto a menudo?

La muchacha volvió la cara hacia él y esbozó una sonrisa fatigada pero satisfecha de sí misma.

– Es la primera vez con cerdos.

El respeto de Tom hacia ella fue en aumento. Tenía que elogiarla. Las alabanzas cruzaron por su mente como cintas pero, a la larga, se limitó a sonreír y a decir con suavidad:

– Lo ha hecho bien, marimacho.

Para su sorpresa, repuso:

– Gracias, herrero, usted tampoco lo hizo tan mal. Y ahora, ¿qué le parece si nos lavamos las manos antes de terminar?

– ¿Hay más? -preguntó, abrumado.

– Así es.

Se apartó de la pared.

– Abra la marcha, doctor.

Se lavaron en el estanque del patio y cuando terminaron volvieron al cobertizo, donde Emily preparó una solución de tintura de acónito y se la dio a Tina para bajar la fiebre y después, un baño de ácido fénico para limpiar el útero de la marrana. Sacó del maletín un trozo de manguera con un embudo en una punta.

– ¿Podría sostener esto, por favor? -le pidió a Tom, dándole el embudo.

Descubrió que cada vez le agradaba más ayudarla, pues observarla no sólo era educativo sino que, además, empezaba a disfrutarlo. Emily se había despojado de toda su veta de frialdad y se transformó en una persona fuerte, decidida, tan cautivada por su trabajo como para olvidar el antagonismo contra Tom Jeffcoat. No pudo evitar admirar otra vez su tolerancia y calma cuando insertó la manguera en el cuerpo de Tina y le ordenó:

– Levante más alto el embudo -y echó en él la preparación.

Muy próximos en el cobertizo maloliente, oyeron gorgotear el líquido que la gravedad hacía descender lentamente. Lo que habían pasado los ligaba con una extraña y sensual intimidad que, si bien por momentos era repugnante, tenía la eterna fascinación de todo nacimiento. Ya tenían tiempo para pensar en lo sucedido la hora pasada y los cambios que había provocado en el respeto mutuo. Emily llenó otra vez el embudo y, mientras esperaban que se vaciara, se miraron. Tom esbozó una sonrisa vacilante, inquieta, y Emily la respondió. No era la sonrisa cansada que le dedicó cuando estaban apoyados, exhaustos, contra la pared del cobertizo. Esta era una sonrisa genuina, con ganas. Aunque bajó la vista en el instante mismo en que comprendió lo que acababa de hacer, ese intercambio derribó una barrera. Tom también lo comprendió y pensó: "Ten cuidado, Jeffcoat, o esta marimacho podría apoderarse de ti."

Una vez terminado el trabajo, los instrumentos ya limpios, salieron afuera, Tom detrás. Emily, bajo el sol de las últimas horas de la tarde, dio instrucciones a la señora Jagush.

– No la deje aparearse cada vez que esté en celo pues, si lo hace, ella se debilitará y las crías también. Dele un descanso entre uno y otro, y empiece a darle no más de treinta gramos por día de extracto de baya de espino negro, mezclado con el agua. Puede conseguirlo en la droguería y le ayudará a evitar abortos. ¿Alguna pregunta?

– Ja -respondió August-. ¿Cuánto me costará esto?

Sonrió, mientras ataba sus cosas a la montura.

– ¿Sería demasiado un lechón? Si la próxima cría vive, me llevaré uno en la época del destete y lo criaré en el corral del establo.

– Tendrá una cría de cerdo, joven señorita, y gracias por venirr a ayudar a Tina. La señorrita estaba muy afligida esta mañana, ¿no es así, señorrita?

La señora Jagush asintió y sonrió, uniendo las manos en gesto de gratitud.

– Dios la bendiga, señorrita. Es una buena muchacha.

Emily y Tom montaron y saludaron con la mano al matrimonio, que los despedía desde el camino de salida.

El camino desde la granja de los Jagush torcía al Noroeste y, cuando lo tomaron, el sol ya les daba del lado izquierdo. Tom sacó un reloj del bolsillo y lo abrió:

– Ya son las cuatro y la fiesta de Tarsy comienza a las siete. Quizá debería dejar para otra vez el presentarme a Liberty.

– De todos modos, la fiesta de Tarsy será estúpida. Prefiero ir a lo de Liberty que jugar juegos de salón.

– Ah, de modo que jugaremos juegos de salón.

– Fannie le puso esas ideas en la cabeza. El baile de la silla, charadas y quién sabe qué otra cosa.

– Opino que no le vendría mal un poco de diversión después de una tarde como la que ha soportado.

Emily le lanzó una mirada de soslayo, acompañada por un atisbo de sonrisa.

– Si me diesen a elegir entre ir a ver los caballos y los juegos de salón, siempre preferiría los caballos.

Aunque estaba de acuerdo para sus adentros, Tom sintió la obligación de recordarle:

– Charles está ansioso por ir.

– Ya lo sé. Por eso iré, pero si yo me retraso, irá solo a casa de Tarsy. Vamos, cabalguemos.

Con un roce de los talones Sagebrush se lanzó al galope y Tom la siguió con Gunpowder. Galopando junto al flanco izquierdo, observó lo que podía ver del perfil de Emily: la barbilla obstinada, el labio inferior lleno, que se proyectaba apenas hacia afuera mientras su dueña se concentraba en el camino, las pestañas negras y la gorra torcida sobre la oreja izquierda, las riendas en una sola mano, los pechos, firmes, que no se balanceaban con los movimientos de la espalda que acompañaban el subir y bajar del ancho lomo que tenía debajo. Los ojos de Tom se demoraron en los pechos más tiempo del aconsejable y de pronto advirtió, con cierta alarma, qué era lo que estaba pensando.

¡Detente ahí, Jeffcoat, por Dios, detente!

Apartó la vista y se concentró en el paisaje.

Estaban realmente en tierra de granjas y el horizonte indefinido cambiaba a cada curva del camino. Era un paisaje de barrancos, colinas ondulantes, un cuadro calcinado por el sol y refrescado por las nubes. Las laderas de las colinas estaban salpicadas de manchones verde claro de los álamos, y por hileras más oscuras de otra variedad, donde arroyos saltarines bajaban precipitados desde la zona de las cimas, sobre la línea de vegetación Allá arriba la nieve era permanente y su blancura contrastaba con el púrpura de los picos. Más abajo aparecían otras líneas blancas: las flores recortadas contra las piedras por las que se ajetreaba el agua y que daban la impresión de manchones de nieve. Por todas partes crecía la salvia aromática, en matas aterciopeladas de un verde plateado, embellecidas con flores amarillas que esparcían su aroma de trementina por el aire estival. A lo lejos, los corrales de ovejas parecían trastabillar como fósforos caídos sobre las colinas verdes. Todo estaba cubierto de vegetación lozana y fértil.

Vieron a la distancia una carreta metida bajo un árbol y un minúsculo punto oscuro: un pastor que los observaba desde la falda de una colina cercana donde estaba sentado, rodeado de la majada pardo grisácea y de otras dos manchas negras que se movían: los perros.

Para sorpresa de Tom, Emily tiró de las riendas, se irguió en los estribos, saludó con la mano y gritó:

– ¡Hooola!

Se quedaron quietos, oyendo cómo el eco rebotaba de ida y vuelta en el valle. Al oírlo, el pastor se levantó, hizo bocina con las manos y segundos después les llegaba el saludo de respuesta, el característico grito vasco:

– ¡Ie-ie-ie-ie-ie! -ondulando por el valle como el aullido de un coyote.

– ¿Quién es? -preguntó Tom.

– No sé. Un vasco. Viven todo el año en esas pequeñas carretas con sus rebaños. En la primavera, llevan las ovejas montaña arriba y en el otoño, bajan. Lo único que poseen es la carreta, un rifle y un par de perros ovejeros. Siempre pensé que debían llevar una vida muy solitaria.