Siguieron cabalgando y Tom pensaba en Emily Walcott. ¿Sería esta de ese día su verdadera personalidad, por fin? Si era así, empezaba a gustarle. Los animales y los vascos le provocaban una reacción cálida y se preguntó qué otra cosa la provocaría.
Otra vez desvió sus pensamientos por rumbos más seguros. Observando las colinas, comentó:
– No esperaba ver tanto verde.
– Disfrútelo mientras dure pues, para mediados del verano, estará todo amarillo.
– ¿Cuándo comenzará el invierno?
Inclinando la cabeza, Emily miró hacia uno de los picos distantes, coronado de nieve.
– Los viejos tienen un dicho: que en Wyoming el invierno nunca termina, que cuando el verano baja de la montaña se encuentra con el invierno que está subiendo.
– ¿Cómo? ¿Es decir que no hay otoño?
– Oh, claro que tenemos otoño. Es mi estación favorita. Espere y verá los álamos a fines de septiembre. Papá los llama "el don de Midas", porque parecen racimos de monedas de oro.
En ese momento, llegaron a una elevación debajo de la cual se extendía el Rancho Lucky L, sobre un valle de forma irregular en la montaña Horseshoe. Lo cruzaba el río Little Tongue y tenía un perímetro claramente definido por una oscura muralla de pinos y abetos, que parecían protegerlo. Antes de que recorriesen todo el sendero, Jeffcoat supo que Lucky L era más que afortunado, como lo indicaba su nombre: era próspero. Los edificios estaban pintados, las cercas en buen estado y el ganado que vieron al pasar exhibía una salud impresionante. La casa y los almacenes tenían aspecto de haber sido planificados con cuidado, dispuestos en relación geométrica entre sí. Los cobertizos, los graneros y la barraca estaban pintados de blanco con bordes negros, pero la casa estaba hecha con la piedra arenisca de la región. Era de dos plantas, con gruesas vigas en el tejado que llegaban hasta debajo de los aleros, un porche profundo a todo lo ancho y una gran chimenea de piedra. Rodeada de olmos en tres de sus lados, la flanqueaban edificaciones accesorias a ambos lados.
Ante la casa había una fila de postes de amarre, rematados en una cabeza de caballo de hierro negro que sostenía un anillo de bronce entre los dientes.
– Parece que a Liberty le va muy bien -comentó Jeffcoat, mientras desmontaba.
– Le vende caballos al ejército, que no sólo paga el mejor precio sino que representa una demanda constante. Si el Ejército considera que los caballos de Lucky L son buenos, yo también.
Emily encabezó la marcha hacia la casa. Les abrió la puerta una mujer baja y gorda, con cofia y delantal blancos.
– El señor Liberty está detrás del cobertizo C. -Señaló-. Es aquel de allá.
Lo primero que Jeffcoat advirtió en Cal Liberty no fue su estatura impresionante, ni el pecho como un barril, ni el Stetson recién cepillado con una banda de cuero adornada con una turquesa engarzada en plata, sino el modo en que trató a Emily Walcott, como si fuese un fantasma y pudiera ver a través de ella. De inmediato le estrechó la mano a Tom, pero ignoró la que Emily le tendía. Al saber que Tom había ido a comprar caballos, el ranchero los invitó al cobertizo, donde estaba trabajando el capataz, pero le sugirió a Emily que fuese a la casa a beber café con su esposa.
Emily se encrespó y abrió la boca para replicar, pero Tom la interrumpió:
– La señorita Walcott ha venido para asesorarme en la elección de los caballos.
– Ah. -Liberty le lanzó una fugaz mirada despectiva-. Bueno, entonces puede acompañarnos.
Mientras seguían a Liberty, Tom sintió que Emily ardía de indignación. Le apretó el codo y le lanzó una mirada significativa, que decía: "Cállese, marimacho. Sólo por esta vez". Para su alivio, Emily se limitó a hacer una mueca y miró, ceñuda, la nuca de Liberty. Tom hizo lo mismo y pensó: "Asno pomposo… ¡Si la hubieses visto, hace una hora, sacando cerdos muertos de dentro de la madre…!"
Encontraron al capataz de Liberty, un vaquero curtido, de piel como pellejo de vaca y manos duras como una montura de cuero. Tenía los ojos jade claro, las piernas arqueadas como una U, y cuando sonreía, la bola de tabaco que tenía en la mejilla le daba la apariencia de alguien con una muela inflamada.
– Este es Trout Wills -lo presentó Liberty-. Trout, te presento a Tom Jeffcoat.
Se estrecharon las manos.
– Jeffcoat quiere ver…
– Y esta es la señorita Walcott -lo interrumpió Tom.
Trout se tocó el sombrero.
– Encantado, señorita Walcott.
Liberty reanudó la frase, girando el hombro para dejar a Emily fuera.
– Jeffcoat quiere mirar unos caballos. Vea qué podemos mostrarle.
Trout obedeció pero, de todos modos, Liberty se quedó cerca, vigilando. Tras la conducta fría del ranchero hacia Emily, Tom sintió un perverso placer creando todas las oportunidades posibles para que ella luciera sus conocimientos sobre caballos. Por tácito acuerdo, decidieron poner a Liberty en la picota.
Cuando tuvieron los caballos ante ellos, Tom preguntó en voz alta y clara:
– ¿Qué opina, Emily?
Ignoraron a Liberty, que se apoyaba en una cerca. Tom observó cómo Emily separaba a una yegua de dos años, conquistaba su confianza y realizaba una inspección minuciosa. Tom se mantuvo aparte, impresionado, viendo cómo revisaba media docena de animales sin olvidar ningún detalle. Se fijaba si la piel era suave y flexible, el pelo aplastado y sedoso, los ojos brillantes, la postura alerta. Les revisó las membranas de la nariz para cerciorase de que fuesen de un rosado salmón claro, palpó cada protuberancia en busca de posibles inflamaciones, cada tendón descartando hinchazones, retrajo los labios para inspeccionar molares y colmillos, levantó patas para examinar las paredes de los cascos y hasta les tomó el pulso bajo las mandíbulas.
Mientras revisaba a un alazán de aspecto saludable, Tom se acercó y le preguntó en voz baja:
– ¿Cuánto tendría que ser?
– Entre treinta y seis y cuarenta. Está ahí.
Cuando uno de los animales levantó la cola y soltó unas pepitas amarillentas, en vez de saltar hacia atrás como haría la mayoría de las mujeres, Emily removió el estiércol con la bota y comentó:
– Está bien: ni muy blando ni muy duro, justo como tiene que ser.
Cuando otro orinó, observó el proceso, imperturbable, y aprobó el color y el hecho de que no tuviese olor fuerte.
– En conjunto, son sanos -le dijo a Tom y añadió-: pero yo estaba más preocupada con la salud interna. Cualquiera que haya estado en contacto con caballos tanto tiempo como usted sabe qué hace que un animal sea sano y cuáles tienen huesos ligeros. Puede mirarlos usted y juzgar la estructura.
Se hizo a un lado y le tocó el turno de observar mientras Tom revisaba la manada, fijándose en la conformación de los animales. Observó cada movimiento y reconoció qué buscaba con cada uno: espacio entre los ojos; ojos en los que se viera poco blanco; cuellos largos y arqueados; hombros bien desarrollados; rodillas anchas, que se ahusaran de adelante atrás; tibias planas y espolones a cuarenta y cinco grados. Desechó uno por los pies en forma de campana, cosa que le ganó una mirada aprobadora de Emily, separó otro porque tenía canillas gruesas. Llevándolo de la brida, observó el movimiento de pata y pie, y lo condujo ante Emily.
– Este es una belleza.
La joven dio al enorme bayo una pasada con la mano y una ojeada, y le preguntó a Liberty, en voz fuerte:
– ¿Cómo se llama?
– Buck.
Era la primera palabra que dirigía a Emily. Esta apartó a Jeffcoat y le aconsejó, por lo bajo:
– Tiene razón, es una belleza, pero deje que el capataz lo ensille y lo cabalgue, primero. No porque sea hermoso tiene que ser dócil. Y con ese nombre… bueno, podría ser por el color, pero no tiene sentido correr riesgos. Si alguien resultara aplastado contra la cerca, o lanzado, es preferible que sea el capataz y no usted.
Jeffcoat sonrió y se inclinó ante la sagacidad de la muchacha.
Buck resultó ser un verdadero caballero. Se quedó tranquilo mientras Trout lo ensillaba y se comportó a la perfección cuando lo montó. Cuando lo hizo Jeffcoat y le ordenó ejecutar los distintos pasos, Emily lo observó otra vez, impresionada. Prudente, primero lo hizo andar al paso en vez de hacerlo galopar de inmediato, como habría hecho un novato. Lo hizo dar círculos, inclinarse, detenerse, seguir, observando las reacciones del animal al freno y al jinete desconocido.
Cuando lo puso al trote, Emily vio que dominaba las torpes sacudidas con una gracia poco común. Al trote, la mayoría de las mujeres parecían maíz al estallar, y los hombres, niños ansiosos tratando de alcanzar un frasco de dulces. Pero Jeffcoat iba erguido, en perfecto equilibrio, las manos firmes, las piernas relajadas, el cuerpo apenas inclinado hacia adelante y no volcado desde las caderas. El padre, que había enseñado a Emily a cabalgar, le comentó que pocas personas podían trotar con gracia y menos todavía con el cuerpo en la diagonal correcta.
Pero Jeffcoat lo hacía todo sin esfuerzo.
Así espoleó a Buck para lanzarlo a un medio galope, cambió las riendas para estar seguro de que el potro seguía comportándose correctamente cualquiera fuese la guía y, por último, lo hizo galopar. Al virar y estirarse regresando al galope hacia Emily, resultó un cuadro impresionante: las riendas cortas, el peso fuera de la montura, apoyado en la cara interna de muslos y rodillas, alzándose sobre los talones.
Maldito seas, Jeffcoat, pareces nacido sobre la montura y al verte siento algo raro por dentro.
Cuando frenó, lo hizo con mano leve: ya había aprendido mucho de Buck. Saltó a tierra antes de que se hubiese asentado el polvo, sonrió y le dijo a Emily:
– Este será mío.
No pudo evitar de bromear:
– Señor Jeffcoat, ¿no sabe que un jinete sabio no se deja seducir jamás por el primer animal que prueba?
– A menos que sea el apropiado -le replicó, sonriente.
Emily lo aplacó palmeando la ancha frente de Buck:
– Es una buena elección.
Tom le dijo a Liberty:
– Este lo compro. Necesito otros cuatro para montar.
– Con tres bastará -intervino Emily, con calma.
– ¿Tres?
– Ya verá que, en gran medida, alquilará coches a los vendedores de tierras que llevan a las familias de inmigrantes a elegir sus treinta y dos hectáreas. Sin duda, necesitará algunos de montar, pero la mayoría de su mercadería tienen que ser caballos de tiro.
Una vez más, Jeffcoat se inclinó ante la sabiduría de la muchacha, y siguió eligiendo hasta tener los cuatro caballos de silla y cerró el trato. Los animales de tiro quedarían para otra ocasión, pues estaba haciéndose tarde y si no emprendían el regreso los sorprendería el anochecer.
– Ha sido un placer tratar con usted, señor Liberty. Volveré un día de la semana que viene.
Tom le tendió la mano. Después que se la estrechó, Liberty se encontró con otra esperándolo.
– En líneas generales, su ganado es bueno -admitió Emily, poniendo la mano de tal modo que no la pudiese eludir.
– Gracias. ¿Podría repetirme su nombre, por favor?
– Emily Walcott. Soy hija de Edwin Walcott y estoy estudiando veterinaria. Creo que ese bayo de manchas negras que usted llama Gambler tiene una leve inflamación sinovial en el casco trasero exterior que sería conveniente atender. Mi opinión es que tal vez haya sufrido una pequeña luxación de la que usted ni se enteró. Aunque no es para preocuparse, en su lugar yo lo trataría con partes iguales de tintura de alcanfor y de yodo, y si llegara a aumentar de tal modo que la presión de un lado la hiciera sobresalir del otro, habría que drenar y vendar. En ese caso, tendré el mayor gusto en venir a hacerlo. Puede encontrarme en el establo de mi padre casi todos los días. Adiós, señor Liberty.
Emily y Tom montaron e hicieron trotar a sus animales por el camino particular, divertidos y satisfechos. En cuanto quedaron fuera del alcance de los oídos, el joven soltó la carcajada.
– ¡Ha visto la expresión que tenía!
Emily también rió.
– Sé que yo estaba alardeando, pero no pude resistirlo.
– Ese asno pomposo se lo merecía.
– Tendría que estar acostumbrada. Soy mujer y, a fin de cuentas, las mujeres son mejores para limpiar cocinas y aporrear la masa del pan, ¿no?
– Dudo de que Liberty siga opinando así.
Emily le lanzó una agradecida mirada de soslayo.
– Gracias, Jeffcoat, ha sido divertido.
– Sí, toda la tarde lo ha sido.
Durante algún tiempo cabalgaron en amistoso silencio, habituándose a cierto grado de asombro que les quedaba, después del comienzo turbulento. Era esa hermosa hora del día que impulsa a la amistad. Tras ellos, una candente bola anaranjada estaba sumergida a medias tras las cumbres. Delante, las sombras suyas y de los caballos eran caricaturas que se deslizaban sobre las hierbas a los lados del camino. Perturbaron a una gran bandada de cuervos que se alejaron aleteando hacia las montañas. Al pasar ante un estrecho arroyo, asustaron a una garza, que se fue volando hasta un grupo de peñascos. Pasaron ante un sitio donde el chamico en flor extendía como una sábana de color sus flores rosadas que el sol crepuscular tornaba doradas. Y más lejos, se volvieron a mirar una ardilla con pinchos inmóvil, tan erguida como su propia sombra. Una alondra gorjeaba desde una cerca al lado del camino y por el cielo pasó un azor lanzando su canto de caza.
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