La paz del crepúsculo invadió a los dos jinetes.
Oían el crujido de las monturas, el ritmo semejante a un vals de los cascos, los firmes resoplidos de la respiración de los caballos. Sentían el fresco del Este por delante y la tibieza del Oeste en las espaldas, y comprendieron que disfrutaban más de lo aconsejable de la presencia del otro cabalgando… separados sólo por el ancho de un caballo… la vista fija adelante… examinando el giro que su relación había tomado en un solo día. Algo indefinible había sucedido. Bueno, quizá no se pudiese calificar de indefinible… más bien inadmisible, algo que les daba miedo, los atraía y que estaba prohibido.
Siguieron andando, todo el camino cuesta abajo, hacia una fiesta a la que asistirían ambos, a un baile que, con toda probabilidad, compartirían, y una atracción que no debió haber comenzado jamás, y que les enseñó a mostrarse indiferentes por fuera pensando en Charles Bliss… amigo de él y prometido de ella.
Capítulo 8
Los dos llegaron tarde a la fiesta de Tarsy. Cuando Tom llamó a la puerta, la anfitriona estaba al borde del pánico pensando que no iría.
– ¿Dónde has estado?
Tarsy voló a través del cuarto y lo asió del brazo con fuerza suficiente para dejarle hematomas.
– En el rancho Lucky L, comprando caballos.
– Eso ya lo sé. Me lo dijo Charles. Pero has llegado muy tarde.
– Regresamos hace sólo media hora.
Registró la habitación, pero Emily aún no había aparecido.
– Estamos esperándote para empezar a jugar.
Tarsy casi arrastró a Tom a través de la sala, donde este vio casi las mismas caras que la semana anterior, con la diferencia de que los mayores no estaban invitados. Todos los miembros del grupo, al parecer, eran jóvenes y solteros. En el comedor vecino, estaban reunidos en torno de la mesa conversando, riendo y bebiendo ponche. Ahí estaba Charles, pero cuando Tom intentó acercarse a él para hablarle, Tarsy lo arrastró:
– ¡Oh, tú y ese Charles! Os veis todos los días en el trabajo, ¿no es suficiente? -Levantando la voz, convocó a todos a la sala-. ¡Venid todos, ya podemos empezar los juegos! ¡Todos aquí!
Comenzó a disponer las sillas en círculo.
Tom se escabulló para servirse una taza de ponche y encontró a Charles en la arcada del comedor.
– ¿Cómo ha ido todo? -le preguntó Charles.
– Es un buen comienzo: cuatro caballos de montar.
– ¿Y has logrado regresar sin heridas mortales? -Riendo, fingió revisarlo de frente y de espalda, en busca de heridas-. ¿Sin fracturas de huesos?
– Ha sido un ejemplo de amabilidad. Nos hemos entendido muy bien.
– Me bastará echarle una mirada a la cara en cuanto traspase la puerta para saberlo.
– Lamento haber hecho que llegue tarde. ¿Quién preparó el ponche?
– Creo que la misma Tarsy, la gata salvaje.
Tom recorrió con la mirada las dos habitaciones.
– ¿Tampoco están sus padres?
– No. Creo que Tarsy tiene ciertas intenciones hacia ti e iría contra sus intereses que ellos estuviesen presentes. Salieron a jugar al whist. Me parece que nos han llamado por segunda vez.
Se reunieron con los demás. Mientras Tarsy empezaba a explicar el juego, llegó Emily: una Emily transformada. Tom le echó una mirada y sintió que dentro de él se formaba un campo de fuerza. Si bien había empleado menos de una hora para convertirse de marimacho en mujer, la transformación era completa. El cabello estaba recogido en la coronilla, como un huevo en un nido, con rizos sueltos enmarcando el rostro. Llevaba un esplendoroso vestido color malva, del tono intenso de los jacintos de primavera. Era tan apropiado, femenino y recatado como para que lo usara la reina Victoria en persona, con cuello alto bordeado de una banda, la parte de arriba cerrada y ajustada, mangas largas apretadas y un volante que caía en cascada sobre el trasero. Los adornos de encaje marfil estaban puestos de manera que atraían las miradas masculinas hacia las partes estratégicas. Se había puesto encima un gran chal con flecos, cruzado como al descuido entre un hombro y el codo opuesto. ¿Dónde estaba la muchacha que había sacado cerdos muertos del vientre de la madre toda la tarde? ¿Y la experta en caballos? ¿Y la que había cabalgado varias horas? Había desaparecido y en su lugar estaba una mujer que, por un momento, le cortó el aliento a Tom Jeffcoat.
Vio que su mirada buscaba a Charles, lo encontraba y le telegrafiaba un saludo privado, vio cómo su mejor amigo cruzaba la sala para tocarle los hombros y quitarle el chal, y sintió una punzada de celos. Charles apoyó la mano en el volante trasero y dijo algo que la hizo reír. Emily respondo y los dos miraron en dirección a Tom. La expresión divertida se esfumó como si hubiese chocado contra una cerca de alambre de púas. Apartó de inmediato la mirada y Tom se llevó la taza a los labios, sabiendo que Charles lo observaba.
Tarsy exclamó desde el otro extremo:
– Ah, Emily, por fin has llegado. Date prisa, toma una silla que empezaremos a jugar.
Emily y Charles se sentaron enfrente de Tom, que intentó olvidar que estaban ahí.
Se fijó en Tarsy. Estaba aturdida de excitación y anunciaba un juego llamado Chilla, Cerdo. Había colocado las sillas en círculo mirando hacia adentro, y cuando todos estuvieron sentados, se colocó en el centro y ordenó:
– Cada uno tiene que elegir un número del uno al cien para ver quién es el primero.
– ¿Para hacer qué?
– Ya veréis. Elegid.
Ganó Ardis Corbeill, una muchacha alta, pelirroja y pecosa que se ruborizó y se levantó, renuente, para ir al centro del círculo.
– ¿Qué tengo que hacer?
– Ya verás. Date la vuelta.
Tarsy tenía un pañuelo doblado.
– No vas a taparme los ojos, ¿no?
– Por supuesto que sí. Luego te haré girar varias veces, te daré un almohadón y eso será lo único con que puedas tocar a las personas. Tendrás que sentarte en el regazo de la primera persona que toques y decir: "Chilla, cerdo, chilla". Entonces, cuando esa persona chille, deberás adivinar quién es.
– ¿Eso es todo?
– Es todo.
En el salón se escucharon risas disimuladas mientras tapaba los ojos de Ardis y la hacía girar. Tarsy la hizo girar hasta que la pobre chica no podía distinguir la izquierda de la derecha.
Por toda la sala se extendieron risas ahogadas y murmullos.
– ¡Silencio! ¡ Si habláis, descubrirá quiénes sois! Ardis, ¿todavía estás mareada?
La pobre Ardis estaban más que mareada: sentía vértigo, vacilaba y, cuando la soltó, estuvo a punto de caerse, pero Tarsy la ayudó a mantener el equilibrio.
– Aquí tienes el almohadón, y recuerda, ¡sin usar las manos! Puedes pedir tres chillidos para adivinar de quién es el regazo donde estás sentada y, si lo adivinas, el otro tiene que ocupar tu lugar; de lo contrario, debes pagar una prenda. ¿Estamos?
Ardis, con los ojos vendados, hizo un vacilante gesto de asentimiento.
Se hizo silencio y lo único que se escuchaba eran las risas ahogadas. Inclinándose desde la cintura, Ardis dio tres pasos arrastrando los pies poniendo el almohadón por delante.
Las risas seguían.
– ¡Shhh! -dijo Tarsy.
Se sentó en una silla y se hizo el silencio.
Ardis avanzó con el almohadón entre las manos extendidas, deslizando los pies con precaución por el suelo. El almohadón chocó en la cara de Mick Stubs, que se echó atrás y apretó los labios para no estallar en carcajadas. Ardis lo golpeteó con el almohadón en la cabeza, bajó por los hombros, el pecho y por fin, las rodillas.
Algunas de las chicas se ruborizaron y se taparon la boca. Tom echó una mirada a Emily y la sorprendió observándolo. Los dos parecían islas de quietud en medio de la jarana que los rodeaba, mientras la atención de todos estaba fija en el juego. ¿Cuánto tiempo? ¿Un segundo? ¿Cinco? El suficiente para que Tom Jeffcoat verificase que lo que percibió esa tarde entre los dos no era producto de su propia imaginación. Ella también lo sentía y hacía lo posible para evitarlo. Tom ya había estado enamorado y reconocía las señales de advertencia. Fascinación. Vigilancia. Deseos de tocar.
Charles reía junto a Emily y esta apartó la vista con forzada indiferencia. También Tom volvió la atención al desarrollo del juego.
Ardis estaba encaramada en las rodillas de Mick, que tenía el rostro rojo de contener la risa.
– Chilla, cerdo, chilla -ordenó la muchacha. Mick lo intentó, pero le salió más un resoplido que un chillido. Todos rieron entre dientes.
– ¡Shh!
– ¡Chilla, cerdo, chilla!
Esta vez, Mick logró emitir un chillido agudo que hizo estallar en carcajadas a todos los presentes, aunque Ardis no pudo identificarlo.
– ¡Chilla, cerdo, chilla!
El tercer intento de Mick fue una obra maestra: alto, agudo, porcino. Pero, por desgracia para él, cuando terminó todos los presentes reían tan fuerte que perdió el control y reveló su identidad.
– ¡Es Mick Stubbs! -exclamó Ardis, quitándose la venda-. ¡Lo sabía! ¡Ahora tú tienes que ponerte esto!
Mick pesaba poco menos de cien kilos. Tenía una enmarañada barba castaña y brazos más gruesos que los muslos de la mayoría de los hombres. Tenía un aspecto cómico con la venda en los ojos, mientras lo hacían girar y se abría paso, tanteando, hasta el regazo de Martin Emerson, otro de los invitados con barba. Era imposible no participar de la hilaridad a medida que avanzaba el juego. A todos les encantó. Martin Emerson tocó a Tarsy, esta a Tilda Awk, Tilda a Tom, y este a Patrick Haberkorn y, en el trayecto, se descubrió que reía como todos. Registró el momento en que también Emily comenzaba a divertirse. Vio que la resistencia al juego se derretía cuando el humor se hizo contagioso. Vio su primera sonrisa, oyó la primera carcajada, admiró el semblante risueño, una faceta de ella que pocas veces había visto. Emily sonriente era un recuerdo para conservar. Pero siempre estaba Charles junto a ella, Charles, al que estaba prometida.
Después de "Chilla, cerdo, chilla", todos votaron por hacer una pausa y volver a llenar las copas de ponche.
Durante la pausa, Tarsy monopolizó a Tom y este se dejó monopolizar, aliviado de apartar la atención de Emily Walcott. Tarsy era una bella muchacha, divertida y vivaz. Resolvió que lo mejor que podía hacer por sí mismo era disfrutar de ella y olvidar lo relativo a esa tarde, el favorecedor peinado de Emily, lo hermosa que estaba con el vestido malva y las miradas que intercambiaron en la sala llena de gente.
– ¡Tom, ven aquí! ¡Tengo que hablar contigo! -Excitada, Tarsy lo apartó y le dijo en tono secreto-: ¿Harías algo por mí?
– Puede ser. -Le sonrió provocativo y sorbió la bebida-. Depende de qué cosa sea.
– ¿Serías el primero conmigo en el próximo juego?
– Depende.
– Es "Pobre Pussy".
Sonriente, Tom contempló la expresión ansiosa. Conocía el juego. Estaba cargado de insinuaciones e incluía cierto grado de toqueteo y no se le escapó el motivo subyacente de la muchacha para incluirlo.
– ¿Y quién será el "Pobre Pussy", tú o yo?
– Yo. Tú, lo único que tienes que hacer es sentarte en una silla y tratar de mantenerte serio mientras yo hago todo lo posible para hacerte reír.
Bebió otro sorbo de coñac, contempló los ávidos ojos castaños y pensó que no habría mejor modo de demostrarles a todos, incluido Charles, que Tarsy era la que despertaba su interés.
– De acuerdo.
Tarsy rió y, tomándolo del brazo, lo llevó a la sala para reanudar la diversión.
– ¡Venid todos, vamos a jugar a un nuevo juego: se llama Pobre Pussy!
Los invitados regresaron ansiosos, de un humor más festivo a causa del coñac y también del éxito del primer juego. Cuando todos se sentaron en círculo otra vez, Tarsy explicó:
– El objetivo de "Pobre Pussy" es no reír, para las dos personas que juegan. Yo seré una gata y elegiré a cualquiera con el que quiera jugar. Lo único que puedo decir es "miau", y sólo puede decir "pobre Pussy" la persona a la que se lo diga. No podemos hablar más que tres veces. Cualquiera de los dos que se ría tiene que pagar una prenda que el otro elija, ¿de acuerdo?
Los presentes lanzaron murmullos de aprobación y se acomodaron en las sillas esperando más diversión.
La dueña de casa continuó:
– Por supuesto, todos podéis decir lo que queráis: podéis aguijonear, provocar y hacer cualquier sugerencia que se os ocurra. Empezamos.
"Pobre Pussy" era tan elemental que su misma simpleza lo hizo triunfar. Tarsy se puso a gatas e hizo un mohín felino que hizo reír a todos. Arqueó la espalda, rozó las rodillas de varios espectadores hasta que, al fin, adoptó una postura suplicante a los pies de Tom. Agitó las pestañas y lanzó un lastimero: "Miau". Los observadores rieron y Tom, cruzado de brazos, la consoló:
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