– Pobre Pussy.
A la izquierda de Tom, Patrick lo codeó y bromeó:
– Puedes hacer algo mejor que eso, Jeffcoat. ¡Acaríciale un poco la piel!
Si hablaba, tendría que pagar una prenda y, entonces, Tom la miró otra vez con la cabeza ladeada, como si se hubiese renovado su interés.
Tarsy repitió un doloroso y felino Miau. Actuó como una gata cautivante frotándose contra la rodilla de Tom y haciendo un atractivo mohín.
– Parece que la pobre gatita ansia que le presten atención -improvisó Haberkorn.
Tom se estiró para palmear la cabeza de Tarsy, le rascó bajo la barbilla y pasó las yemas por el cuello.
– Poooobre Pussy -se condolió.
No corría riesgo de reír, pero el hoyuelo en la mejilla se ahondó y la boca formó una semisonrisa, que era una burla disimulada.
Los otros captaron el espíritu del juego y redoblaron esfuerzos para hacer reír a alguno de los dos.
– ¡Quién ha dejado entrar aquí a esa gata sarnosa!
– ¡Eh, gata!, ¿dónde está tu caja de aserrín?
Tarsy estaba maullando y frotando la oreja contra la pierna de Tom cuando Charles exclamó:
– ¿Nadie tiene un ratón para alimentarla?
La muchacha estalló en carcajadas, seguida por todos los presentes. Se quedó arrodillada en el suelo con la cabeza floja, demasiado dominada por la risa para poder levantarse y demasiado divertida para desear hacerlo. Tom la tomó del brazo, disfrutando mucho, y los dos se pusieron de pie.
– Bueno, ya habéis oído a Tarsy. Tiene que darme una prenda.
Sí, una prenda. Cualquiera de los presentes podía percibir el romance que comenzaba a florecer.
En el centro del círculo, Tom tenía del codo a Tarsy y la contemplaba con lascivia burlona.
– ¿Cuál será, gatita? -preguntó, para diversión de todos.
Le arrojaron dos sugerencias al mismo tiempo.
– Que pase la noche en el escalón del porche trasero.
– Que se bañe… ¡como los gatos!
Tom sabía bien qué era lo que Tarsy esperaba. Posó la vista en los labios de la muchacha… bellos labios llenos, rosados, un poco entreabiertos. Sin duda, un beso reafirmaría en las mentes de todos los que estaban ahí en qué sentido soplaba el viento para Tom Jeffcoat. Pero esta era la fiesta de Tarsy: si quería empezar por prendas arriesgadas, tendría que instigarlas ella misma.
– Tráiganle un plato con leche -ordenó, sin soltarla, viendo cómo se ruborizaba.
Alguien trajo el plato con leche y lo dejó en el suelo. Tarsy prometió, por lo bajo:
– Me vengaré de ti, Tom Jeffcoat. No podrás escaparte de mí para siempre.
Y con un revuelo de faldas, se puso a gatas para cumplir la prenda.
Presentaba un cuadro provocativo, arrodillada, con el polisón levantado, lamiendo leche del borde del plato, tan provocativa como cuando frotaba el pecho contra la rodilla de Tom. Observándola, rió junto con los demás, pero cuando pasó quince segundos en esa ignominiosa posición, se condolió y la hizo levantarse:
– La pobre gata queda excusada -dijo para todos. Y sólo para Tarsy-:… por ahora.
Ninguno de los presentes dudaba de que entre los dos existía cierto interés.
Emily Walcott presenció, toda la escena con una extraña tensión en el pecho y cierta pesadez en el estómago. Había sido muy sugestivo. Por momentos, trató de no reír pero no pudo. Por momentos, se sintió avergonzada pero no pudo apartar la vista.
¿Qué dirían los padres? En especial, la madre.
Tanto Emily como las demás chicas presentes fueron educadas bajo las rígidas normas victorianas. El coqueteo descarado estaba estrictamente prohibido y la proximidad con el otro sexo se limitaba a un fugaz contacto de las manos al saludarse o en tomar del codo a la compañera mientras caminaban. Esta clase de juegos, sin embargo, daban lugar a una buena dosis de contacto físico y de insinuaciones orales.
Se preguntó si las otras muchachas, como ella, se sentirían atraídas y repelidas al mismo tiempo, sonrojadas e incómodas. ¿Sería la sutil malicia de los juegos en sí o la presencia de Tom? Al ver a Tarsy frotarse contra la pernera del pantalón, Emily sintió una agitación insidiosa dentro de sí. Cuando acarició la cabeza de Tarsy y le pasó los dedos por el cuello, experimentó una inesperada ola de excitación. Y algo más. Estaba segura de que era prurito por la indecencia de esos juegos. No obstante, no pudo darles la espalda. Ni cuando Tom miró a Tarsy a los ojos y le dirigió una sonrisa provocativa. Clavó la mirada, sacudida por una intensa oleada de celos, mientras todos esperaban que el hombre pidiera un beso como prenda. Pero al fin pidió un plato con leche y Emily soltó, aliviada, el aliento, esperando que Charles no estuviese observándola.
¿Qué era lo que Tarsy había comenzado?
Su amiga sabía muy bien lo que hacía y lo hizo con plena conciencia. Al terminar la velada, le pidió a Tom que se quedara después que se fueran los demás, para ayudarla a colocar otra vez los muebles en su lugar.
Tom sabía que era una treta, pero él era un varón americano de sangre caliente y en ese momento el alcohol corría por sus venas, Tarsy era una joven tentadora y su admiración por él era bienvenida. Lo que era más, la señorita Emily Walcott estaba prohibida y él estuvo toda la noche pendiente de ella.
Cuando hubieron llevado el cuenco del ponche a la cocina, pusieron las sillas en su lugar y apagaron todas las lámparas menos una, decidió aprovechar la apenas velada invitación de la señorita Tarsy Fields. Caminaron lentamente hasta la puerta y la dueña de casa estaba tomando la chaqueta, colgada del perchero.
– Ven aquí -le ordenó Tom, tomándola de la cintura y atrayéndola hacia él-. Ahora cobraré el resto de la prenda.
Cuando inclinó la cabeza y la besó primero con decoro pero cada vez con más intimidad, Tarsy se olvidó de la chaqueta. La incitó a abrir los labios y lo obedeció. Tocó con su lengua la de ella y respondió. Le acarició la espalda y la muchacha hizo lo mismo.
Le regocijó percibir que le excitaba. Levantó con lentitud la cabeza y le permitió que leyese en sus ojos:
– Creo que has estado buscándolo toda la noche.
– ¿Tú no?
Tom rió y le acarició el mentón con el dorso de los dedos. La boca del hombre tomó un gesto especulativo y siguió acariciándole la barbilla, paseando la mirada entre los ojos y la boca y volviendo a los ojos.
– Me pregunto qué quieres de mí.
– Diversión. Inocente diversión y nada más.
– ¿Nada más?
En lugar de cualquier otra cosa que hubiese querido, se apropió de otro beso. Tenía labios lozanos y sabía por instinto cómo usarlos para lograr algo. Cuando se apartó, Tom tenía los suyos húmedos y sentía una agradable excitación.
– Estás buscando un marido, ¿verdad?
– ¿Será verdad?
– Yo creo que sí. Pero yo no soy ese marido, Tarsy. Aunque disfrute besándote siendo tu compañero en juegos de salón y dejando que te frotes contra la pernera de mi pantalón, no estoy buscando esposa. Será mejor que lo sepas desde el principio.
– Es muy honorable al advertírmelo, señor Jeffcoat.
– Y usted es muy tentadora, señorita Fields.
– En ese caso, ¿qué hay de malo en disfrutar un poco uno del otro? -replicó, encogiéndose de hombros.
La besó otra vez, lánguidamente, apoyándole una mano en el costado del pecho, penetrando más con la lengua. Las bocas se apartaron, renuentes.
– Oh… lo haces tan bien… -murmuró la joven.
– Tú también. ¿Has practicado mucho?
– Un poco. ¿Puedo tener otra demostración?
– Por favor.
La otra demostración fue más húmeda, más promiscua. Cuando la mano de Tom fue hacia el pecho, ella retrocedió discretamente: sabía cómo dejar a un hombre con algo que esperar.
– Tal vez sería mejor que ya nos diésemos las buenas noches.
Se sintió un tanto divertido, pero no con el corazón destrozado. Tarsy era una diversión agradable, nada más, y mientras los dos lo entendiesen, estaba dispuesto a sumergirse a tanta profundidad como ella lo permitiese.
– Está bien. -Sin prisa, fue a tomar la chaqueta-. Gracias por una fiesta muy divertida. Pienso que todos estarán de acuerdo en que ha sido un éxito imbatible.
– ¿Verdad que sí?
– Creo que has dado comienzo a algo con estos juegos de salón. A los hombres les encantaron.
– A las chicas también, pero creen que no deben admitirlo. Incluso a Emily, que es de lo más recatada y Ardis, que ha decidido dar la próxima fiesta. ¿Irás la semana próxima?
– Desde luego. No querría perdérmela.
– ¿Aunque seas tú el que tenga que pagar prenda?
– Las prendas pueden ser divertidas.
Rieron y la muchacha le alisó la solapa. En el porche se dieron un último y lento beso de buenas noches, pero en la mitad Tom descubrió que estaba pensando si Charles estaría haciendo lo mismo con Emily en ese mismo instante, y si era así, cuan deseosa estaría ella.
Esa semana sólo la vio fugazmente. Eligió los caballos de tiro sin su ayuda y firmó contrato para el suministro de heno con el granjero Claude McKenzie, que aseguró que cosecharía a mediados de julio. Encargó al fabricante de arneses del pueblo, Jason Ess, los que necesitaba. Ess le dijo que la ferretería Munkers y Mathers, de Buffalo, vendía carretas Bain nuevas y Tom hizo el viaje de casi cincuenta kilómetros para hacer el pedido.
Charles le contó que a Emily la habían llamado dos veces en esa semana: para diagnosticar y tratar a una vaca que tenía una burbuja de aire en la barriga, y para extraerle un diente deteriorado a un caballo. En ambos casos, le pagaron en efectivo y estaba eufórica por haber ganado su primer dinero como veterinaria.
Llegó Frankie y contó que su hermana estuvo intentando montar en la bicicleta de Fannie, se cayó y se golpeó, pero se puso tan furiosa que volvió a montarla, se cayó por segunda vez y se arrancó un trozo de piel de la mano y otro de la frente.
– ¡Tendríais que haberla oído maldecir! -exclamó-. ¡No sabía que las chicas eran capaces de maldecir así!
Tom sonrió y pensó en ella el resto de la tarde.
El sábado por la noche, Emily apareció en casa de Ardis Corbeil con un par de cicatrices rojas, una debajo del nacimiento del cabello, la otra en la nariz. Tom estaba cerca de la puerta cuando llegaron. Le ofreció a Charles un saludo amable, pero miró a Emily y cometió el error de reír entre dientes.
– ¿De qué se ríe?
– De sus cicatrices de guerra.
– ¡Bueno, por lo menos intenté montarla! ¡Si le parece tan fácil, pruebe usted!
– Le dije a Fannie que me encantaría.
Intervino Charles:
– En estos momentos, el tema de la bicicleta es un tanto espinoso.
Sonriendo, Tom hizo una pequeña reverencia de disculpa:
– Lamento haberlo mencionado, señorita Walcott.
– ¡Me lo imagino!
Se dio la vuelta y se alejó.
– ¡Por Dios, no acepta bien las bromas!
– En especial, de tu parte.
Esa noche, jugaron un nuevo juego llamado "El gallito ciego adivino", y sucedió lo que Tom temía: cuando le tocó a él, con los ojos vendados, rodeado de un círculo de jugadores sentados, fue a parar al regazo de Emily. Algo le dijo de inmediato que era ella, quizá la reacción de los demás. Oyó a su izquierda unos "¡Oh!" amortiguados, luego "¡Shh!".
Todos los presentes sabían que, desde el momento en que Tom llegó al pueblo, Emily lo consideraba su peor enemigo. En cuanto lo vio, tuvo ganas de hundirlo. Claro que le había ayudado a comprar los caballos, pero lo hizo a desgana, porque Charles se lo pidió. Incluso esa misma noche, en la puerta, lo reprendió en cuanto llegó.
Y ahora estaba sentado sobre sus piernas con los ojos tapados, en medio de las risas ahogadas.
Las reglas del juego eran simples: tenía las manos libres y contaba con tres posibilidades para adivinar quién era.
Las risas cesaron. El silencio se hizo pesado y Tom imaginó a Charles mirando. Los juegos se tornaban cada vez más audaces. Esta vez, no había almohadón de por medio, y si tanteaba en el sitio equivocado, no sabía qué podía estar tocando. Emily estaba inmóvil, como de piedra, casi sin respirar. Alguien rió entre dientes. Otro susurró. Debajo, Tom sentía el contacto de las rodillas esbeltas pero las dejó cargar con todo su peso… haría cualquier cosa para que pareciese que seguía provocándola para divertirse. Tras la venda se imaginaba las mejillas ardiendo de vergüenza, el aliento contenido, los hombros rígidos.
Tanteó… y encontró la mano derecha de Emily aferrada al borde de la silla. Por un momento, se enzarzaron en un forcejeo, pero ganó él y levantó la mano de la muñeca, mucho más pequeña que el círculo formado por sus dedos.
El juego le daba licencia para hacer lo que jamás tendría ocasión de hacer y por Dios que lo haría, y satisfaría su curiosidad, aun con Charles mirando. Los presentes no verían más de lo que ya habían visto: un hombre burlón divirtiéndose con una mujer que casi no lo soportaba.
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