Sin soltarle la muñeca, exploró con la mano libre cada uno de los dedos largos y delgados, las uñas cortadas al ras; callosas (cosa sorprendente) en la base de la palma, luego la palma misma, como un mortero y su almirez. Y ahí estaba la cicatriz, sin duda causada por la caída de la bicicleta. Sintió una agitación furtiva.

– Ah, manos ásperas. ¿Será Charles Bliss?

Todos rieron a carcajadas mientras Tom ocultaba su propia perturbación bajo una máscara de burla. Levantó la mano derecha y encontró la mejilla. La muchacha se tensó y se echó atrás. La mano la persiguió y palpó todo y las dos cicatrices que conocía estaba ahí; una ceja sedosa; un ojo, al que obligó a cerrarse; una sien suave donde el pulso latía redoblado; un lóbulo aterciopelado.

Se inclinó y olió: limón y verbena… otra sorpresa.

– Mmm… no hueles como Charles.

Más risas, mientras seguía examinando el cabello vaporoso y los rizos que enmarcaban el rostro.

– Charles, si eres tú, le has hecho algo a tu pelo.

Las carcajadas aumentaron; tocó la mejilla de Emily… caliente… caliente, ardiendo por la vergüenza y, por fin, la boca, que se abrió y emitió un tenso jadeo. Se echó atrás con tanta vivacidad, que Tom la imaginó arqueada sobre el respaldo de la silla. Cuando la incomodó lo bastante para que todos los presentes supieran que lo hacía adrede, tocó la nariz lastimada y la frente.

– ¿Eres tú, marimacho? -preguntó, en voz fuerte y clara, y luego vociferó-: ¡Emily Walcott! -al tiempo que saltaba del regazo y se quitaba la venda de los ojos.

Estaba roja como un tomate en pleno verano y se miraba la falda como tratando de ocultar las lágrimas de mortificación.

Tom giró hacia Charles.

– No quería ofender, Charles.

– Claro que no, es un juego -repuso Charles.

La expresión de Emily se tornó furiosa y Tom comprendió que tendría que hacer algo para aliviar la tensión. Entonces, ante todos los amigos, se inclinó y le dio un beso en la mejilla.

– Eres una buena perdedora, Walcott.

Emily se levantó de un salto y le clavó una mirada feroz, se puso las manos en las caderas y se acercó a él con intención amenazadora mientras, alrededor, los amigos reían de su conducta. Tom retrocedió tras la silla de Charles y extendió las palmas como para detenerla.

– ¡Ayúdame, Charles! ¡Dile a tu mujer que retroceda!

El amigo se sumó a la parodia, fingiendo que calmaba a Emily que trataba de atacar a Jeffcoat, advirtiendo:

– ¡La próxima vez te arrojaré al suelo, mozo de cuadra!

Si bien Emily fingió enfurecerse para que no se detectaran sus sentimientos nacientes hacia Tom, el incidente la enervó. Pero no tanto como lo que sucedió más tarde.

Tendría que ocurrir tarde o temprano. Tarsy insistió en jugar al cartero francés. Las reglas del juego no necesitaban explicación para que Emily supiera que, como resultado, habría besos. Ella se escapó de recibir una "carta", pero antes de que terminara, Tarsy le envió una a Tom, y cuando fue entregada, observó fascinada cómo los dos que estaban en el centro del círculo se besaban de un modo que no había visto jamás: las manos de Tom acariciando la espalda de Tarsy, las bocas abiertas… ¡del todo! ¡Durante medio minuto! A Emily se le formó un nudo en la garganta. Unos tentáculos calientes de celos y de indudables escrúpulos le provocaron manchas rojas en el cuello. Antes aún de que el juego acabara, se juró que no volvería a asistir a ninguna de esas fiestas.


Para Tom, besar a Tarsy no fue más que una exhibición falsa, una oportunidad conveniente para apartar del recuerdo lo que había hecho con Emily.

Ese fue el encuentro que lo sacudió.

Para algunos fue sólo un juego, pero para él fue el primer contacto con su piel, la primera ráfaga del perfume de su pelo y el jadeo revelador que no pudo controlar cuando le tocó los labios. Cualquiera fuese la apariencia exterior de Emily, estaba lejos de ser indiferente a él y saberlo le causó una tensión en el pecho que no se disipaba.

En los días que siguieron, trabajando junto a Charles, Tom fingía indiferencia o diversión cada vez que se mencionaba a la muchacha. Pero en la cama caía sobre la almohada mirando al techo y pensaba en su dilema: estaba enamorándose de Emily Walcott.

Inventó una excusa para no asistir a la fiesta siguiente y, en cambio, pasó una noche desgraciada en el Mint Saloon, escuchando veladas calumnias de parte de su competidor, Walter Pinnick, que estaba sentado con un grupo de secuaces borrachos y farfullaba acerca del fracaso de su negocio. Después fue al Silver Spur, donde jugó unas manos de póquer con un puñado de curtidos peones. Pero, como compañía, eran un pobre sustituto de los amigos que estaban reunidos en el otro extremo del pueblo.

La semana siguiente, Charles y él terminaron el trabajo en el establo y su amigo le sugirió:

– Tendrías que dar una fiesta en el almacén, antes de que McKenzie te entregue el heno.

– ¿Yo?

– ¿Por qué tú no? Es el lugar perfecto. Hay mucho espacio.

Tom sacudió la cabeza.

– No, creo que no.

– Podría ser un baile, invitarías a los comerciantes locales con sus esposas… una gran inauguración, si prefieres. Sabes que le vendría bien al negocio.

Más allá de otras consideraciones, la idea tenía sentido. Un baile. ¿En qué dificultades podría meterse con un baile, en especial si estaba presente la vieja generación? Diablos, ni siquiera tendría que bailar con Emily y Charles tenía razón: sería un maravilloso gesto de buena voluntad por parte del comerciante más nuevo del pueblo. Necesitaría una orquesta, vituallas, unas lámparas y no mucho más.

Encontró a un violinista que a veces tocaba en el Mint; este conocía a un tipo que tocaba la armónica, que a su vez conocía a un guitarrista, y en menos que canta un gallo, Tom tenía orquesta. Dijeron que tocarían por la cerveza, de modo que un sábado por la noche, a mediados de julio, todo el pueblo acudió al bautismo del Establo Jeffcoat.


Josephine insistió en que Edwin llevara a Fannie.

– Ha estado demasiado tiempo en la casa. Necesita salir y tú también.

– Pero…

– Edwin, no aceptaré una negativa, y sabes que a ella le encanta bailar.

– No puedo llevarla a…

– Puedes y lo harás -afirmó Josephine, con tranquila autoridad.

Fueron caminando juntos Charles y Emily, Edwin y Fannie, bajo el oro fundido del crepúsculo veraniego, en un anochecer violeta, sin viento, la pareja mayor sin tocarse, salvo que la falda de Fannie rozaba el tobillo de Edwin con un susurro íntimo. Edwin se sintió joven otra vez, liberado, paseando junto a la mujer vital y saludable a la que deseaba pese al transcurso de los años. Ese deseo más bien se había incrementado. Lo admitió para sí, mientras mantenía la mirada fija en la espalda de su hija. Si las cosas hubiesen sido diferentes, Emily podría haber sido de los dos… de él y de Fannie.

– Oh, Edwin -exclamó Fannie a mitad de camino-. Soy increíblemente feliz.

¿Quién, sino Fannie, estaría feliz en una situación imposible?

– Siempre lo estás.

Las miradas se encontraron y la de la mujer preguntaba: "¿Debo sentirme culpable porque Josephine te compartió conmigo por esta noche o tengo que aprovecharlo?"

Lo aprovecharon. Bailaron el vals y la varsoviana, la danza turca y escocesa. Las manos conocieron el contacto mutuo… la de él en la cintura de ella, la de ella en el hombro. Aceptaron esos contactos como un regalo.

Sintieron calor y bebieron cerveza para refrescarse. Rieron. Charlaron. Conversaron y bailaron con otros, tomando distancia para admirarse a escondidas, de un extremo a otro del salón. Supieron que podían ser felices nada más que con eso.


Tom no pensaba sacar a bailar a Emily. Había ido con Tarsy, que bastaba para agotar a cualquier hombre en la pista de baile. También bailó con otras integrantes del nuevo círculo de amigos: Ardis, Tilda, Mary Ess, Lybee Ryker. La lista había crecido. Y con muchas de las madres y, por supuesto, con Fannie, que era buscada como compañera por todos los hombres, cualquiera fuese su edad.

Fannie provocó lo que Tom trataba de evitar. Estaba bailando el vals con él, parloteando acerca de la capacidad de Frankie para comer bizcochos de melaza, cuando pasó Edwin bailando con su hija.

– Oh, Edwin, ¿podría hablar contigo? -dijo Fannie, soltándose de los brazos de Tom-. Pensaba si uno de nosotros no tendría que ir a casa a ver cómo está Joey.

Mientras sostenían una breve conversación, Emily y Tom estaban cerca, tratando de no mirarse. Por fin, Fannie les tocó los brazos y dijo:

– Discúlpame, Tom, ¿no te molesta terminar este baile con Emily, verdad?

Y así fue. Tom y Emily quedaron cara a cara sobre la pista de baile llena de gente. Ella no lo miró. Él no pudo evitar mirarla. Vio el revelador rosado que le trepaba por las mejillas y decidió que era mejor mantener una buena convivencia.

– Creo que estamos destinados a tropezamos. -Sonrió y le abrió los brazos-. Si tú puedes soportarlo, yo también.

Se acercaron con presteza y comenzaron a danzar, cuidando de mantener la distancia pero enlazados por los recuerdos de la última noche que compartieron.

Los dedos de Tom conocieron la textura del rostro de Emily.

Sus manos y su lengua, a Tarsy.

– No estaba seguro de que vinieras -dijo, encontrándose con la mirada de Charles que los observaba desde el borde de la pista.

– Papá, Fannie y Charles no querían perdérselo.

– Entonces, estabas obligada.

– Se podría decir que sí.

– Todavía estás enfadada por ese juego estúpido. -Se colocó de espaldas a Charles y miró los labios apretados de la muchacha que, a su vez, miraba sobre el hombro de él-. Lamento haberte incomodado.

Fue bajando la mirada al pecho, coloreado por un retazo de piel tostado por el sol, encantador aunque poco femenino, que tenía la forma del cuello abierto de la camisa de Frankie. Ahí detectó otra vez el rubor, bajo una salpicadura de pecas.

– Por favor, ¿podríamos hablar de otra cosa?

– Claro. De lo que quieras.

– Tienes un buen cobertizo -dijo, cortés.

– Elegí el resto de los caballos la semana pasada. Puedo tenerlos cuando quiera.

Con el tema de los caballos se sentía cómoda y se arriesgó a mirarlo a los ojos:

– ¿En Liberty?

– Sí. Una de las yeguas está preñada. -A medida que Tom continuaba con su tema favorito, la joven se relajó más-. Y fui a Buffalo a encargar carros y carretas en Munkers y Mathers. Iré a buscarlas en cuanto me entreguen el heno.

– ¿A Bains?

– Sí.

– Son buenos vehículos, fuertes. Buenos ejes. Te durarán. ¿Qué marca son?

– Studebaker.

– Studebaker… son buenos.

– Con esos malditos caminos ondulados de aquí, pensé que necesitaba los mejores… y eso cuando hay caminos. También encargué el heno a McKenzie. En cuanto llegue, abriré el negocio.

Tras la charla impersonal, siguieron bailando en cómodo silencio, todavía cuidando de no acercarse demasiado.

– ¿Qué has estado haciendo? -le preguntó, fingiendo poco interés cuando en realidad tenía avidez por saber todo lo que afectaba la vida de Emily desde que se conocieron.

– No mucho.

– Charles me contó que sacaste una bola de pelos y un diente podrido. Y que te pagaron por eso.

– Extraje el diente, no la bola de pelos. De eso se encargaron las sales digestivas y un poco de aceite de lino. Feo sabor, pero eficaz.

– Pero te pagaron.

Buscó en el rostro señales de satisfacción y las halló cuando la chica le respondió:

– Sí.

– Supongo que eso te convierte en una verdadera veterinaria, ¿eh?

– En realidad, no. Hasta la primavera, no.

Hicieron silencio una vez más, moviéndose con la música, aún separados por un cuerpo de ancho, pensando en una nueva distracción. Al fin, Emily comentó:

– Charles me dijo que has elegido los planos para tu nueva casa.

– En efecto.

– Dos plantas y una galería en L.

– Según parece, es la moda. Tarsy dice que hoy en día todos tienen una galería.

Las miradas chocaron y se movieron en una maraña de sentimientos confusos.

¿Estás construyéndola para ella?

La tensión entre ambos se hizo palpable.

Con la esperanza de que los dos recordaran sus obligaciones, Emily dijo:

– Charles hará un buen trabajo. Hace todo bien.

– Sí, me imagino que sí.

En algún sitio gemía una armónica y sonaba un violín, pero ninguno de los dos los oyó. Seguían arrastrando los pies, perdidos uno en los ojos del otro.

Deja de mirarme así.

Tú deja de mirarme así.

Esto era imposible, peligroso.

La tensión aumentó, hasta que Emily sintió un dolor agudo entre los omóplatos y perdió la voluntad de continuar con la conversación impersonal.