– No, señor, cuando uno vive con una mujer toda la vida, sabe si es o no feliz, y Josie no lo era. No muy a menudo. -Sacó un pañuelo del bolsillo, se limpió la nariz y admitió, contra el pañuelo-: No hice esto delante de las mujeres, Charles. Perdóname.
– Oh, Edwin, no sea tonto.
– Eres como un hijo para mí, lo sabes, ¿verdad, muchacho?
Charles tragó, luchando con sus propias emociones.
– Sí, lo sé, y usted es como un padre para mí. Lo siento… lo siento muchísimo.
Edwin suspiró y se sintió mejor después de haber llorado.
– Y yo siento mucho que tengáis que postergar la boda… sin que pronuncies una palabra de queja, aunque tendrías derecho. -Oprimió con cariño el hombro del joven-. Ve a hacer el ataúd y gracias.
– Tengo un poco de cedro fino. Ella tendrá el mejor, Edwin.
El hombre asintió y se dispuso a marcharse. Cuando llegó a la puerta, Charles preguntó:
– ¿Cómo lo ha tomado Emily?
– Tan bien como era de esperar, pero sabes lo bien que se sentía Josie ayer… ha sido un golpe para todos nosotros.
Charles asintió y fue a buscar su chaqueta.
– Bueno, será mejor que vaya a ver al reverendo Vasseler a decirle que hoy no lo necesitaremos.
Pero cuando Edwin salió, buscó una excusa para quedarse atrás. Una vez solo, se derrumbó en una rígida silla de la cocina, inerte, con los hombros caídos, desalentado. Un único pensamiento daba vueltas por su cabeza sin cesar: Que Dios bendiga su alma, Señor, pero, ¿cuándo me casaré con la mujer que amo?
Cuando Emily regresó de acompañar a Frankie a la casa de Earl, Fannie había extendido por completo la mesa de la cocina, y la cubrió con una tela encerada y limpia. Horrorizada, Emily fijó en ella la vista mientras se quitaba el abrigo lentamente. Al alzar la mirada, vio a Fannie con el cabello muy ordenado, un delantal limpio, todo almidonado formando picos y planos, con expresión grave y respetuosa.
– En verdad, puedo hacerlo sola, pero tendrás que ayudarme a traerla abajo.
– No, Fannie, será más fácil si lo hacemos juntas. Todo.
Cargaron a Josephine escaleras abajo, compartiendo el indecible horror que les provocaba la indignidad que debía soportar esta mujer que había vivido siempre con inflexible decoro: ser transportada como un mueble en desuso. Cómo hubiesen deseado que apareciera un grupo de ángeles y la depositara con gracia sobre la mesa de la cocina…
Pero los únicos ángeles presentes eran Fannie y Emily.
Tendieron el cuerpo flexionado sobre la mesa y Fannie ordenó:
– Ve al otro lado. Tenemos que enderezarla. Aprieta aquí y aquí.
Pero Josephine había muerto como vivió los últimos meses, sentada, con las caderas flexionadas. En las horas pasadas, el cuerpo se enfrió y se puso rígido, haciendo inútiles los esfuerzos de ambas por enderezarlo.
– ¡Vete! -ordenó Fannie, de pronto.
– ¿Que me vaya? Pero, ¿qué vas a hacer?
– ¡Que te vayas, digo! ¡Afuera, donde no puedas oír!
– ¿Oír? Pero yo…
– ¡Maldición, muchacha! ¿Por qué crees que a esto se le dice amortajar? -La voz de Fannie sonó como un látigo-. ¡Y ahora, vete! ¡Y no vuelvas hasta que te llame!
Cuando Emily se dio cuenta de lo que Fannie debía hacer, palideció, tragó saliva y salió corriendo afuera, donde estaba la dulce nieve limpia, bajo el inmenso tazón del cielo bañado por el sol, al aire puro como rocío. La amenazó una náusea y se dobló hacia adelante, apoyándose en las rodillas, tragando aire. El estómago le dio un vuelco y le brotaron lágrimas. ¡Está quebrando los huesos de mi madre!
Se tapó los oídos, como si el ruido pudiese llegarle atravesando las paredes, se arrodilló en la nieve y lloró, abandonando una parte de la juventud en el instante de comprensión más cruel que una vida podía deparar. Mi madre, la que me dio la vida, me amamantó y me alimentó, me peinó y me bañó, me acompañó a la escuela y me enseñó a comer la comida que no me gustaba. ¡A mi madre están quebrándole los huesos!
Pronto, Fannie se acercó y le tocó con dulzura el hombro:
– Ven, Emily. El resto no será tan duro.
Apuntalando a la mujer más joven, la mayor caminó con ella hasta la casa, hasta la mesa donde ahora el cuerpo de Josephine estaba extendido y había recuperado cierto grado de dignidad.
Qué fue lo que Fannie usó para romperle los huesos, quedó en el misterio, pues Emily no tuvo valor de preguntar ni la prima se lo dijo.
Trabajando juntas, lavaron el cuerpo pálido, de piel marchita, lo vistieron con el mejor vestido de seda negra de Josephine, con cuello blanco de organdí calado. El vestido quedaba holgado sobre el cuerpo consumido, y Fannie le puso relleno en la ropa interior. Le colocó en el cuello su camafeo preferido.
Entre tanto, Emily lavó la sangre del cabello de la madre y lo peinó, tratando de cubrir la zona casi calva de la coronilla.
– Su cabello siempre fue su orgullo -recordó con tristeza.
– Cuánto envidiaba el pelo de Joey -comentó Fannie-. El día de la boda, lo llevaba recogido en un peinado Pompadour, sujeto con peinetas adornadas con perlas. ¡Era impresionante!
– ¿Tú estabas allí el día que se casó con papá?
– Oh, sí. Oh, claro que estaba. Formaban una hermosa pareja.
– Yo vi el daguerrotipo.
– Sí, desde luego. Por eso sabes que tenía una melena envidiable. Cuando éramos niñas, hacíamos guirnaldas de trébol. Contra el cabello de tu madre lucían espléndidas, en el mío, horribles. Entonces, un día, a tu madre se le ocurrió teñirme el pelo de negro, como el suyo. -Fannie rió, nostálgica-. Qué maravillosos días, en qué problemas nos metíamos… Yo dije: "¿Cómo vamos a teñir mi cabello, Joey, qué vamos a usar"? Y me contestó: "Podríamos usar lo mismo que usa mi madre para teñir algodón". Nos escabullimos en la despensa de mi madre, encontramos la receta para teñir de negro, conseguimos los ingredientes… parte de ellos los robamos.
– ¿Mi madre… robando?
A Emily se le dilataron los ojos de asombro.
Fannie rió otra vez.
– Sí, tu madre robando. Si no recuerdo mal, cal y potasa, que sacó del almacén de uno de nuestros padres.
– Pero fue siempre tan… tan…
– ¿Tan obediente?
– Sí.
– Hizo sus travesuras, como todos.
El relato de Fannie, que le revelaba un aspecto inesperado del rígido y estricto que conocía de su madre, arrebató a Emily.
– Háblame del tinte -la instó, mientras encendía la lámpara y calentaba las tenacillas para rizar el cabello de su madre.
– Bueno, pelamos corteza de zumaque y la hervimos junto con potasa. Y algo más… ¿qué era? Creo que caparrosa. Sí, caparrosa. No recuerdo dónde la conseguimos pero era un licor negro asqueroso. Y cuando hirvió, apestaba tanto que no sé cómo tuve el coraje de meter mi cabeza en él. Recuerdo que tu madre me insistió cuando yo sugerí que, después de todo, el cabello rojizo no era tan malo. Me preguntó si quería pasarme la vida con la apariencia de una rata rosada, y, por supuesto, dije que no. Entonces, teñimos mi cabello de negro como un crespón y fijamos el color con agua de cal. ¡Oh, fue un éxito tremendo! Entonces, lo vieron nuestras madres -concluyó, en tono ominoso.
– ¿Qué sucedió?
– Según recuerdo, ninguna de las dos pudo sentarse durante días y yo pasé semanas con un pañuelo atado a la cabeza, bajado hasta las cejas, ¡porque no sólo teñimos el cabello sino también mi frente y mis orejas, y yo parecía una leprosa! -Sacudió la cabeza con expresión nostálgica-. Cielos, lo había olvidado.
La evocación cumplió su propósito: hacerlas olvidar la aversión por la tarea que tenían que realizar. Emily rizó el cabello de Josephine y Fannie le limó las uñas con el mismo esmero que si fuesen doncellas atendiendo a una novia.
– Está muy pálida -observó Fannie, casi como si estuviese viva-. ¿Crees que le gustaría que le pusiéramos un poco de color en las mejillas?
Emily estudió la cara inmóvil de su madre.
– Sí, creo que sí.
Fannie abrió un frasco de salsa de moras y pintó las mejillas de Josie con el jugo. Cuando la mancha se secó, la limpió otra vez y le dijo a la muerta:
– Eso es, querida, así estás mucho, mucho mejor. Yo sé lo discreta que eras siempre con tu apariencia. -Le dijo a Emily-. No demasiado rizado. Siempre odió el cabello encrespado.
– Sólo lo suficiente para mantenerlo apartado del rostro, como lo llevaba siempre.
– Exacto.
Una vez peinada, las manos manicuradas a los costados, los zapatos atados, la ropa rellena, la contemplaron cada una a un lado de la mesa, con cierto alivio en los corazones.
– Eso es, madre -dijo Emily en voz baja-. Así estás bien.
– Creo que Edwin estará satisfecho.
El tono triste de Fannie hizo levantar la vista a la muchacha. Nunca se había tomado la molestia de pensar lo duro que fue ese último medio año para Fannie, con lo mucho que amaba a su madre y a su padre. Y era evidente que había amado a su madre, esa mañana lo demostró sin lugar a dudas. Observando a Fannie, no vio a la mujer que amaba al esposo de otra sino a la que, despojada de todo egoísmo, había aliviado la carga de la familia durante los últimos seis meses. Fannie se comportó como la persona que era: fuerte, alegre, buena. Fue a ese hogar sobrecargado de pesares y alivió esos pesares todos los días, no sólo con buenas acciones sino con un espíritu infatigable. ¿Y quién estuvo cerca para aliviar su espíritu cuando lo necesitaba? Sólo papá. Y ahora, la propia Emily.
– Mi madre me habló de mi padre y de ti -admitió Emily con suavidad-. Quería que yo lo supiera antes de morirse.
Fannie contempló las mejillas pintadas de Josie largo rato, hasta que dijo:
– Si yo hubiese podido amarlo menos, lo habría hecho. Para ella fue una pesada cruz que la tuvo que cargar toda la vida.
– Fannie… -Emily tragó con dificultad-. ¿Me perdonas?
Fannie levantó la vista y en sus ojos había una tristeza tan honda como su amor de toda la vida por Edwin.
– No hay nada que perdonar, querida. Tú eres su hija. ¿Qué podías pensar?
A la chica le ardieron los ojos.
– Quiero que sepas que el último deseo de mi madre fue que te casaras con papá y que yo os diese mi bendición. Eso pienso hacer.
Fannie no respondió. Contempló largo rato a la chica, hasta que al fin se inclinó para recoger el paño de lavar y la toalla que estaban sobre la mesa.
– Tenemos que hacer una almohada de satén para el ataúd, preparar la sala, hacer festones negros y bandas, planchar nuestros vestidos negros y…
– Fannie…
Dio la vuelta a la mesa y tocó el brazo a la mujer. Las dos se miraron a través de las lágrimas, se acercaron y se abrazaron.
– No sé qué habría hecho sin ti esta mañana -murmuró la muchacha-. Lo que todos nosotros habríamos hecho sin ti.
Fannie levantó la vista mientras las lágrimas seguían brotándole.
– Sí, lo sabes. Habrías salido adelante, porque eres muy parecida a mí.
Edwin regresó a la casa con el reverendo Vasseler, y encontró a Fannie y a Emily en la cocina, junto a Josie, fabricando rosas de crespón negro: recortaban pequeños círculos, los estiraban sobre los pulgares y cosían los pétalos diminutos para formar las flores.
Parado cerca de la mesa, el reverendo Vasseler dijo una plegaria por la difunta y otra por los vivos, apoyando las manos sobre las cabezas de Emily y de Fannie, ofreciéndole condolencias especiales a la muchacha cuya boda debió celebrar ese día. Edwin se extasió en la contemplación de su esposa, ya arreglada, agradecido de que le hubiesen ahorrado las tareas funerarias. Bendita seas Fannie, querida Fannie. Mantuvo los ojos secos y fijos, y olvidó la presencia del religioso hasta que este habló en voz queda y le tocó el brazo en gesto de consuelo:
– Ahora ella está en las manos del Señor, Edwin, y El es todo bondad.
El día se desarrolló como una sucesión de cuadros: unas buenas cristianas que fueron a ayudar a fabricar rosas de crespón, se llevaron las sábanas sucias, trajeron flanes, pasteles de chocolate y guisados; Edwin, que acarreaba a la planta alta una bañera de cobre y salía del baño con el traje negro de los domingos, aunque fuese jueves; Frankie, que volvía de la casa de Earl para darse un baño; luego, las mujeres tomando su turno para bañarse; Tarsy, que llegaba con ojos muy abiertos y desusadamente silenciosa, ofreciéndose a planchar el vestido negro de Emily y permaneciendo luego junto a ella toda la tarde; los miembros de la familia inmóviles, mientras Fannie les cosía las bandas de duelo en las mangas; el repique de las campanas de la iglesia tocando a muerto las horas; más tarde, la llegada de Charles en una calesa, trayendo un ataúd de fragante cedro, hecho con tanto amor y cuidado como el aparador que fabricó para Tom Jeffcoat.
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