Entró en la cocina con el sombrero en la mano, encontró a las señoras sentadas en círculo, cosiendo una docena de rosas para completar la impresionante guirnalda de crespón negro, que estaba apoyada sobre los regazos de las mujeres. Emily levantó la vista hacia el rostro serio de Charles y dejó la aguja. Entre murmullos, las señoras levantaron la guirnalda de las rodillas de la muchacha para que pudiese levantarse a recibirlo. Una de ellas estiró la mano hacia atrás y apretó la muñeca de Charles, ofreciéndole consuelo en voz baja, pero el joven no apartó la mirada de Emily que se levantó y dejó al grupo con movimientos lentos y dignos.
– Hola, Charles -dijo.
Era una extraña de aspecto sumiso, con un vestido negro de cuello alto y el cabello tirante dividido en medio y echado atrás.
– Emily, lo siento -dijo con sinceridad.
– Ven -susurró y, sin tocarlo, lo condujo hasta el comedor, pasando junto al grupo de mujeres de negro que seguían moviendo las agujas.
En la habitación vacía, lo miró.
Aunque la tristeza se reflejaba en su rostro, todas las otras emociones estaban ocultas. Charles se inclinó y la atrajo con delicadeza hacia él. Con la mejilla apoyada en la chaqueta del joven, Emily emitió un sonido que era parte sollozo ahogado, parte gratitud. Le dio sensación de solidez y consuelo, y olía a madera y a invierno.
– He traído el ataúd -dijo Charles, con la boca contra el cabello de la muchacha.
– Gracias por hacerlo, Charles. Papá te lo agradece mucho. Yo también.
– Es de cedro. Durará cien años.
Emily se enjugó los ojos, sonrió con tristeza y apoyó las manos en los brazos de él.
– Lamento lo de la boda, Charles.
– La boda… oh, ¿qué importa? -Por el bien de Emily, adoptó un tono de falsa jactancia-. Podremos hacerlo en cualquier momento.
Al sentirse liberada temporalmente, experimentó un fuerte ramalazo de culpa, viendo que a Charles le costaba un esfuerzo evidente disimular su honda decepción. Incapaz de ocultárselo, bajó la vista y jugueteó con el pliegue del Stetson negro. Estaba ataviado como correspondía a un duelo, con un traje negro y un corbatín sobre una camisa blanca almidonada. Con la vista fija en el pecho de Charles, Emily absorbió la noción de que el período acostumbrado de duelo era de un año entero… y sin duda él también lo sabía.
– Charles -murmuró, cubriéndole la muñeca para aquietarle las manos-. Lo siento.
Charles tragó con dificultad, sin quitar la vista del sombrero e hizo un esfuerzo evidente por dejar de lado las preocupaciones menores hasta un momento más apropiado.
– ¿Estás bien, Em? -preguntó, con voz ronca, siempre más preocupado por ella que por sí mismo.
– Sí. ¿Y tú?
– Hoy me he alegrado de tener que trabajar en el ataúd, de tener las manos ocupadas.
Emily le apretó una mano entre las suyas, exhaló un hondo suspiro y enderezó los hombros.
– Y yo me he alegrado de tener que hacer las guirnaldas.
– Bueno. -Charles alzó la mirada, manoseando inútilmente el pliegue del sombrero-. Será mejor que busque a Edwin para que me ayude a entrarlo. Ve a sentarte, Emily. Será una noche larga.
Así fue como Charles ayudó a Edwin a colocar a Josephine en la fragante caja de cedro, movió por última vez los huesos quebrados y los acomodó sobre la muselina blanca, arregló la cabeza sobre la almohada de satén, entregó a Edwin el libro de plegarias y lo acompañó mientras el viudo lo colocaba entre las manos cruzadas de la difunta. Después llevaron juntos el ataúd a la sala, lo colocaron en el mirador sobre dos sillas de madera y apoyaron la tapa sobre el suelo, contra la caja.
En la cocina, las mujeres cosieron la última rosa negra y la unieron a la guirnalda. Emily la colocó con respeto sobre la tapa de la caja y se unió al círculo de los seres queridos, aferrando la mano de Tarsy a la izquierda y la de Charles a la derecha.
– El ataúd es muy bello, Charles.
Lo era. Y por haberlo hecho, por ayudar al padre a colocar en él a la madre y acompañarlos en ese trance doloroso, Charles conquistó aún más el afecto de la familia.
Capítulo 16
En torno del cajón, las sillas de cocina estaban dispuestas en forma de arco. Sentada en una de ellas, a Emily le surgieron ciertos pensamientos profanos en relación con las vigilias. ¿Qué bien podían hacerle al ser amado o a los que pasaban la noche en vela junto al cadáver? Tal vez, consuelo para los vivos y plegarias para el muerto, aunque ella misma no rezaba demasiado ni recibía mucho consuelo. Si bien era amable por parte de los vecinos del pueblo ir a presentar sus últimos respetos, provocaba un esfuerzo tremendo a la familia. ¿Cuántas veces más podía repetir la misma frase trillada?: "Sí, ahora mi madre está mejor; sí, tuvo una vida buena y cristiana; sí, fue una buena mujer". Le pareció que el relato de Fannie sobre el teñido del cabello era una elegía mucho más apropiada que las actitudes pesarosas de los que venían a echar un vistazo dentro del ataúd y derramaban lágrimas.
La culpa la instó a apartar esos pensamientos, pero al mirar a su hermano la irreverencia persistió.
Pobre Frankie. Obediente, estaba sentado entre su padre y Fannie, removiéndose en la silla y cada tanto le tocaban la rodilla si se encorvaba, resbalaba hacia adelante o quedaba en el borde del asiento. Frankie era demasiado joven para estar allí. ¿Por qué había que aplastarlo con un recuerdo tan deprimente? Ya sería suficiente con el funeral, al día siguiente. Se encorvó, jugueteó con un botón del traje varios minutos y se echó atrás, suspirando. Fannie le tocó la rodilla otra vez y se enderezó, sumiso. Emily atrajo su mirada, le tiró un beso y se sintió mejor.
A continuación, miró a su padre. Ese día, cada vez que lo miraba se le hacía un nudo en la garganta y quería arrojarse en sus brazos y derramar sobre él súplicas de perdón, y contarle la última conversación con su madre. ¿Por qué sería que con el que casi no hablaba era al que más deseos tenía de ofrecerle la rama de olivo? Todo el día hubo gente alrededor y no tuvieron oportunidad de hablar a solas. Pero admitió que eso no era más que una excusa. Era más duro dirigirse a él porque era al que más amaba.
Cerró los ojos, oró pidiendo fuerza y prometió aclarar las cosas entre ella y su padre.
Al abrir los ojos, vio que Tarsy abría en silencio la puerta para hacer pasar a otro amigo de la familia. Tarsy resultó una sorpresa por su lealtad, por la delicadeza con que recibía a los que venían a ofrecer condolencias, tomando sus abrigos y agradeciéndoles su visita. Y Charles también se hizo útil saludando a los vecinos como si fuesen miembros de la familia, acercando sillas para las ancianas que querían quedarse más tiempo a rezar y cuidando que las estufas tuviesen bastante carbón.
El reverendo Vasseler entonó una nueva oración fúnebre. Emily trató de atender pero, cuando cerró los ojos, la silla le pareció más dura, la tela negra del vestido, venenosa, y deseó tener reloj.
Dios querido, haz que viva el duelo por mi madre con corrección. Hazme pensar en la pérdida verdadera que representa, en lugar de la casualidad que me salvó de casarme hoy con Charles.
Al acabar la oración, abrió los ojos y vio a Tom Jeffcoat de pie junto a la puerta de la sala, con su chaqueta de piel de oveja, quitándose el sombrero, mirándola. Dentro de ella se debatieron el temor y la gloria. Al verlo, las emociones que había tratado inútilmente de convocar para las lamentaciones se desbordaron.
Has venido.
Quise venir en cuanto me enteré.
No tienes que mirarme así.
Tu boda se ha cancelado.
Mi boda se ha cancelado.
Tarsy se adelantó a saludar a Tom, murmurándole el agradecimiento en nombre de la familia, y recibiendo la chaqueta y el sombrero. Conversaron en voz baja y Tarsy le tocó la mano antes de alejarse. Charles lo acompañó por la habitación iluminada por velas hasta la fila de sillas. El padre fue el único en levantarse.
– Edwin, lo siento -dijo Tom, estrechándole largamente la mano.
– Gracias, Tom. Todos lo sentimos.
– Me siento un extraño aquí. Yo casi no la conocía.
– No es así, Tom, todos estamos contentos de que hayas venido. La señora Walcott te tenía cariño.
– No se preocupe mañana por los caballos. Yo los cuidaré, si quiere.
– Bueno, gracias, Tom. Te lo agradezco.
– Y pongo mis coches a su disposición, para cualquiera que necesite ir al cementerio. Los tendré listos.
Edwin oprimió el brazo de Tom.
Tom se acercó a Frankie y le tendió la mano como si fuese un adulto:
– Frankie, lamento muchísimo lo de tu madre.
– Yo también… creo.
– Si está en el Cielo, ya sabes lo que dicen del Cielo. -Se inclinó hacia el chico, imprimiendo a su tono cierta ligereza, para animarlo-. Tienes que portarte bien, pues ella te ve.
– Sí, señor -respondió Frankie, respetuoso.
La mirada de Tom se suavizó.
– Fannie. -Le tomó una mano entre las suyas y la besó en la mejilla-. Mis condolencias, Fannie. Si hay algo que pueda hacer, lo que sea, no tiene más que decírmelo.
– Gracias, Tom.
Se incorporó y se acercó al último miembro de la familia, guardando silencio unos instantes antes de hablar.
– Emily -dijo con gravedad, tendiéndole las manos.
La muchacha apoyó las suyas y sintió que la calidez del contacto iba directamente a su corazón. Los ojos, sombríos de aflicción y amor, fijos sobre ella, le brindaron una suspensión momentánea de la pena, el deleite del recuerdo del beso reciente. El corazón se le expandió y se sintió curada. Cuánto necesitaba esto, ver tu rostro, tocarte… La presión sobre sus nudillos aumentó tanto que amenazó con deformárselos. Evocó la advertencia de su madre, sancionando los intensos sentimientos que abrigaba hacia él, pero como Charles y Tarsy miraban, contuvo toda manifestación exterior y lo miró con aire formal.
– Tom -dijo en voz baja.
El solo hecho de pronunciar su nombre alivió la necesidad de abrazarlo.
– Lo siento -murmuró con fervor.
Emily entendió que no se refería sólo a la muerte de su madre sino a que no podía abrazarla como hubiese querido, y que en los días por venir abriría una dolorosa brecha entre ella y Charles, que hasta la amistad con Tarsy peligraría. A los dos los esperaban confrontaciones difíciles. Pero, en ese momento, tomándose las manos ante el ataúd de Josephine Walcott, la decisión quedó sellada. Comprendieron que nadie sino ellos podían desviar el curso de sus vidas y lo harían, como si la muerte de Josephine hubiese sido una señal para ellos. Sólo sería cuestión de esperar el momento apropiado.
Durante la noche, los vecinos fueron turnándose, acompañando a cualquier miembro de la familia que estuviese en la sala mientras los otros se tomaban un descanso. Pero Emily no pudo dormir mucho en esas pausas de una o dos horas. Cuando cerraba los ojos, veía a su padre, doliente y herido; o a Charles, sincero y confiado; o a Tarsy, noble y solidaria; o a Tom, ofreciéndole con la mirada lo que no se atrevía a decir con palabras.
Al amanecer, todos estaban ojerosos y fatigados. Se había retirado el último vecino, dejando sólo a los miembros de la familia andando de puntillas por las habitaciones silenciosas, vestidos para el funeral.
En el funeral, Emily y Tom mantuvieron el decoro al encontrarse. Se vieron en el cementerio, separados por una loma cubierta de nieve y ocupada por casi todos los habitantes de Sheridan. Tom le dirigió una reverencia formal, que Emily le devolvió, pero conservó el rostro despojado de expresión. Cuando se dejó caer la palada simbólica de tierra, Emily rompió a llorar y Charles la sostuvo.
De regreso a la casa donde los deudos se reunieron para un refrigerio, se encontraron en la arcada del comedor, él, con un plato en la mano, ella con el abrigo de un invitado.
– Tom -fue lo único que dijo.
Aunque observó las sombras violáceas bajo sus ojos, Tom conservó la actitud formal.
– Emily.
– Gracias por ofrecer tus coches para el funeral.
– Ya sabes que no es necesario darlas.
– Y por cuidar hoy de los animales de mi padre.
Hizo un ademán, restándole importancia.
– ¿Cómo estás? -le preguntó.
– Mal. Aliviada y sintiéndome culpable por eso.
– Conozco la sensación.
– Tom, tengo que irme para seguir recibiendo a la gente.
– Claro, entiendo. ¿Ese es el abrigo de alguien? Lo llevaré, si quieres.
– Oh, gracias. Puedes ponerlo arriba, encima de cualquier cama.
Tom lo recibió y se iba a llevarlo cuando Emily lo llamó:
– ¿Tom?
Se volvió y vio que la expresión doliente se había suavizado en los ojos de ella.
"Promesas" отзывы
Отзывы читателей о книге "Promesas". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Promesas" друзьям в соцсетях.