Por supuesto que Fannie tenía razón, pero la firmeza con que se atenía a las formalidades no hacía mucho por aliviar la sobrecarga de contención sexual que Edwin tuvo que practicar en adelante. Abandonó la costumbre de ir a tomar un café a la casa y cuidó de estar en ella únicamente cuando también estaba presente alguno de sus hijos. Mantuvo con esmero la vigilancia y una distancia adecuada y, para su inmenso alivio, Fannie no habló más de marcharse.
Entre tanto, también Emily contuvo la ansiedad de ver a Tom Jeffcoat hasta que hubiese llegado el momento apropiado para romper con Charles. Como resolvió no decírselo a la familia hasta que el hecho estuviese consumado, cuando le preguntaron qué pasaba con su novio últimamente dijo que estaba atareado fabricando muebles para venderlos a los primeros colonos que llegaran en primavera.
Las dos primeras semanas después del funeral, sólo vio a Tom de lejos, separados por la manzana de distancia que había entre ambos establos. La primera vez, se miraron. La segunda, él levantó la mano en saludo silencioso, la muchacha le respondió y se quedaron mirándose otra vez, nostálgicos de amor, atados por las mismas reglas que mantenían separados a Fannie y a Edwin.
Sólo un mes después del funeral se encontraron de forma accidental. Fue cuando Emily salía del almacén de Loucks, donde había ido a comprar unas cosas para Fannie. Tom entraba en ese mismo momento y casi se chocaron en la acera.
Como una buena excusa para tocarla, la sostuvo de los brazos para que no se cayese y los dos sintieron correr la sangre y se miraron a los ojos con un anhelo contenido que les arrasaba todo el cuerpo.
Por fin la soltó y se tocó el ala del sombrero:
– Señorita Walcott.
Qué obvio. No la llamaba así desde la primera semana en que llegó al pueblo.
– Hola, Tom.
– ¿Cómo está?
– Mejor. En casa, todo está volviendo a la normalidad.
La manzana de Adán subió y bajó como la boya de una caña de pescar y la voz descendió al nivel de un susurro:
– Emily… oh, Dios… cómo quisiera estar…
El tono expresaba su desdicha.
– ¿Pasa algo malo?
– ¡Malo! -Miró de soslayo hacia ambos lados de la acera y, aunque no había nadie, apretó los puños para no tocarla-. Lo que me dijiste el día del funeral fue algo tremendo. No puedes decir algo así y después alejarte.
De pronto, al comprender que él también se sentía tan solo y rechazado como ella, Emily se sintió reanimada y optimista.
– Una vez, tú me hiciste lo mismo a mí en la calle. ¿Recuerdas?
Los dos recordaron, sonrieron y se caldearon en la presencia del otro aprovechando el momento.
– Charles me cuenta que últimamente no se te ve mucho.
– Le pedí un poco de tiempo para mí. Estoy intentando separarme de él.
– Quiero verte. ¿Cuánto tiempo tengo que esperar?
– No ha pasado más que un mes.
– Estoy volviéndome loco.
– Yo también.
– Emily, si yo…
– ¡Hola!
El viejo Abner Winstad salió del negocio en ese momento y se paró entre los dos, sin molestarse en pedir disculpas por interrumpirlos.
– Hola, señor Winstad -dijo Emily.
– Bueno, déle mis saludos a su familia -improvisó Tom, levantando el sombrero, para luego añadir-: ¿Cómo está usted, señor Winstad?
– Bien, a decir verdad, hijito, los últimos tiempos el lumbago está fastidiándome y fui a ver al doctor Steele, pero te juro que ese hombre tiene tanta compasión como un…
Abner se quedó hablando solo mientras Tom se marchaba por la acera, olvidando para qué había ido al almacén de Loucks.
Abner lo miró frunciendo el entrecejo y se quejó:
– Estos jóvenes mequetrefes… ya no tienen respeto por los mayores.
Pasaron dos semanas más, en las cuales Emily no vio a Tom más que de lejos, al otro extremo de la calle. Era a fines del invierno, afuera hacía frío y la nieve estaba sucia, echaba tanto de menos a Tom que casi no podía soportarlo. Decidió que esperaría dos días más y, si no se tropezaba con él, haría una escapada clandestina a su casa, por la noche, ¡y al diablo con las consecuencias!
A fin de cuentas, ¿quién había inventado esas malditas reglas?
Puso más aceite en el trapo y empezó a trabajar en otra pieza del arnés. Edwin estaba en cuclillas debajo de Pinky. Dejó que la pata trasera golpease con ruido el suelo y se irguió, diciendo:
– Pinky ha perdido una herradura. ¿Puedes llevarla a la herrería?
De repente, el corazón de la muchacha comenzó a acelerarse y fijó la vista en la espalda de su padre. ¿Sabía? ¿O no? ¿Le habría dado a sabiendas la ocasión de estar juntos a solas, o ignoraba que estaba respondiendo a sus plegarias? Contemplando los tirantes cruzados, contuvo las ganas de apoyar la mejilla en la espalda de su padre, rodearle el tórax con los brazos y exclamar: "¡Oh, gracias, papá, gracias!".
Dejó caer el trapo, se limpió las palmas en los muslos y respondió, con moderación:
– Bueno.
Date la vuelta papá, así puedo verte la expresión. Pero dejó a Pinky atado en el pasillo y siguió hasta el próximo pesebre sin darle un indicio que le permitiese saber si sospechaba o no.
Con el corazón agitado, Emily tomó del perchero una vieja y deformada chaqueta de lana y salió llevando a Pinky. En la calle, mientras caminaba hacia el establo de Tom, la asaltó una oleada de preocupaciones femeninas.
¡Olvidé mirar cómo estaba mi cabello, ojala tuviese puesto un vestido, debo de oler a aceite para arneses!
Pero había salido del establo pensando en una sola cosa: ir a ver a Tom sin perder un segundo, hallar alivio al nudo de anhelos que llevaba dentro día y noche desde la última vez que estuvo en sus brazos.
Entró a Pinky al establo de Tom por la "puerta del tiempo", una abertura pequeña que estaba instalada en medio de la puerta corredera grande. Al entrar oyó su voz y se quedó escuchando, extasiada con cada inflexión, con cada tono, sólo porque eran de él. No importaba mucho que estuviese hablando a cierta distancia con un desconocido acerca del seguro contra incendios. Esa voz, con su cadencia particular y su lirismo era suya, diferente a todas, y la gozaba como gozaba cada visión, cada caricia robada.
Cerró la portezuela y esperó, sintiendo que la expectativa se le agolpaba en la garganta. Tom apareció en la entrada de la oficina y la muchacha sintió la embriagadora alegría de contemplar la grata sorpresa que se reflejaba en su rostro y le coloreaba las mejillas.
– ¡Emily… hola!
– Pinky necesita una herradura. Me ha enviado papá.
Vio que contenía el deseo de abalanzarse hacia ella, que se ponía tenso de impaciencia por el asunto inconcluso que aún lo esperaba en la oficina.
– Llévala al otro extremo. Estaré ahí en un minuto.
Emily se sintió como si hubiese entrado en el cuerpo de otra persona, pues las sensaciones que la invadieron eran desconocidas para ella. Impaciencia que crecía con rapidez, desmentida por la falta de prisa que le daba ahora el hecho de estar en su reino, donde todo era suyo, donde todo había sido hecho por él, tocado, cuidado por Tom. Tómate tiempo en reunirte conmigo. Déjame disfrutar de la certeza de que vendrás. Déjame empaparme del aire de este lugar tuyo, donde duermes, trabajas y piensas en mí.
Llevando a Pinky de la traílla a la herrería, en la otra punta del cobertizo, la dejó en la puerta y entró en ese ámbito cálido, que olía a metal caliente, a carbón y al sudor de Tom Jeffcoat… ¿o era su imaginación? Se desabotonó la gruesa chaqueta, metió los guantes en los bolsillos y fue hasta la mesa de herramientas, tocando los gastados mangos de los martillos, suaves al tacto, impregnados del aceite de las manos de Tom y, quizá también, de las del padre y el abuelo. Madera… sólo madera, pero era preciosa porque estaba más cerca de él que la propia Emily. Acarició el yunque, gastado en la parte roma y brillante por el uso como una bala de plata en la punta; junto a él había estado de niño, viendo trabajar al abuelo. Encima de ese yunque, había aprendido ya como hombre. Acero… no era más que acero… pero el yunque formaba parte de él casi tanto como sus músculos y sus huesos.
Pinky relinchó porque la había dejado atada con una traílla corta y Emily se acercó a ella echando una mirada por el pasillo, viendo que Tom y el vendedor estaban ahora cerca de la portezuela, intercambiando las frases finales de la conversación.
– Entonces, quizás en primavera, señor Barstow, después de que vengan las primeras tandas de ganado y empiecen a aparecer otra vez los colonos.
– Muy bien, señor Jeffcoat, en ese momento le haré una visita. Entre tanto, si quiere comunicarse conmigo, puede escribirme a la dirección que le di en Cheyenne. -Se estrecharon las manos-. Tiene un buen establecimiento aquí. Bueno, será mejor que lo deje atender a su cliente.
– Aprecio su visita, señor Barstow.
Tom le abrió la puerta y lo despidió.
Al cerrarla, se volvió y vio a Emily mirándolo desde el otro extremo del corredor. Por unos momentos, ninguno de los dos se movió; traspasados, se contemplaron, percibiendo el ritmo de sus corazones, experimentando el mismo reflujo y la misma urgencia de anhelos demorados que antes había sentido Emily. Tom empezó a acercarse, despacio al principio… y contenido. Pero no había dado cuatro pasos cuando ella comenzó a moverse también, con mucha menos contención, con pasos largos y decididos.
Corrieron.
Se besaron, estrechamente abrazados, las bocas abiertas, anhelantes después de semanas de privación, sintiendo que donde acababa una agonía comenzaba otra. Se besaron como si estuviesen hambrientos, como si quisieran tragarse, con toda la boca, sin límites, a la posesión mutua.
Arrancando su boca de la de ella, Tom exigió, sin aliento:
– Dímelo ahora… dímelo otra vez.
– Te amo.
Sujetándole la cabeza, la llenó de besos duros, impacientes, de celebración.
– Es cierto. ¡Oh, Emily, en verdad me amas! -La apretó, posesivo, y giraron los dos en un círculo, Tom con la cabeza sobre el hombro de ella-. Te eché de menos. Te amo… -Al comprender cuánto había tardado en decirlo, se reprendió a sí mismo-. Oh, maldito sea, tendría que habértelo dicho antes. Te amo. Han sido las seis semanas más largas de mi vida. -La besó de nuevo, intentando inútilmente recuperar el tiempo perdido… con besos anchos, mojados, mientras se acariciaban las espaldas, los torsos, las cinturas, los hombros.
– Quédate quieta un minuto -exhaló, apretándola contra sí-… y déjame sentirte… solamente sentirte.
Se apretaron uno a otro como las hojas de un libro, la erección de Tom contra el vientre de Emily, los dos trémulos, deseando mucho más de lo que se permitían.
– Es tan hermoso sentirte… -murmuró la joven-. Pienso en ti todo el tiempo y me imagino así, como estamos ahora.
– Yo también pienso en ti. A veces, durante el día, miro por la ventana al establo de tu padre, a la ventana de la oficina, sé que estás allí estudiando y tengo que contenerme para no correr allá y traerte en brazos para aquí.
– Lo sé. Yo hago lo mismo. Me paro ante la ventana, leo el cartel que está encima de tu puerta y me digo que no falta mucho. No falta mucho. Pero sí. Los días se me hacen interminables. Cuando nos encontramos en la puerta de Loucks, fue terrible. Estaba desesperada por seguirte hasta aquí.
– Tendrías que haberlo hecho.
– Después, fui a casa, me acurruqué en la cama y me quedé mirando a la pared.
Tom rió con un sonido cargado de deseos contenidos.
– Me alegro.
– A veces me asusta. Nunca había estado así, pero últimamente estoy inquieta, no puedo concentrarme en nada y te echo tanto de menos que me siento enferma.
– Yo también. En ocasiones, me descubro golpeando un trozo de metal que ya está demasiado frío para darle forma.
Se rieron, tensos, se callaron al mismo tiempo, abrumados al enterarse de que sufrían por lo mismo. Se abrazaron de nuevo, apretándose, meciéndose de un lado a otro mientras las manos de Tom le acariciaban el torso, eludiendo los pechos por poco. Con los brazos sobre los hombros de él, conteniendo el aliento, Emily esperaba la caricia que no tenía intenciones de evitar.
Por favor, pensó, tócame una vez. Dame algo para sobrevivir.
Como si la hubiese oído, le tocó los pechos y, al hacerlo, se dio cuenta de que estaban en el pasillo principal, donde cualquiera podía verlos.
– Ven aquí… -susurró y la hizo cruzar la puerta de la herrería.
Dentro, estaba tibio y oscuro, y la hizo apoyarse de espaldas contra un áspero tablón de madera. Metió las manos dentro del abrigo, capturó los pechos sin preámbulos, ahuecando las manos sobre ellos, acariciándolos, apartando los tirantes, posando su boca abierta sobre la de ella, alzada hacia él. De la garganta de Emily brotó un sonido ahogado de aceptación y le apoyó los brazos en los hombros.
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