– Em… -suspiró contra la cara de ella cuando el beso acabó.
La muchacha no soportó un final y reanudó la acción donde él había dejado, reteniendo la boca y las manos de él sobre sus pechos, impidiéndole que las sacara. Tom emitió un gemido ahogado, flexionó las rodillas uniendo las caderas de los dos, moviéndose en un ritmo creciente que la impulsó contra el poste donde se apoyaba. Las caricias se tornaron incesantes, espléndidas, rítmicas.
Cuando el esfuerzo por respirar pareció hacerle estallar el pecho, a desgana llevó las manos a la cintura de Emily y apoyó la frente en el poste. Apoyándose apenas uno en el otro, se restablecieron. Por unos momentos, en la mente de ambos no hubo otra cosa que una verdad gozosa: los dos se amaban con idéntica pasión; no fue algo que imaginaron o fantasearon en las semanas de separación. Lo que habían sentido, lo sentían en este momento con intensidad y era mutuo.
– ¿Em?
Se escuchó amortiguado contra el hombro de Emily.
– ¿Qué, Thomas?
– Por favor, cásate conmigo.
Emily cerró los ojos y dijo con sencillez:
– Sí.
Tom retrocedió y hasta en esa penumbra Emily vio la expresión atónita de su rostro:
– ¿En serio? ¿Lo dices de verdad?
– Claro que lo digo de verdad. No tengo alternativa.
Lo abrazó, embelesada, tomándose un instante para imaginarse a sí misma como esposa, en la cama de Tom, a su mesa, en el establo, con una escalera de media docena de niños de cabello negro, peleándose por quién le alcanzaría al padre el próximo clavo de herradura. Aunque había afirmado que no tenía prisa por tener hijos, no la asombró en lo más mínimo imaginarse engendrando a los hijos de Tom. Gozó de la imagen, inhalando el aroma de su cuello, al tiempo que sus pechos se apretaban contra él.
– Oh, Thomas, es así como tiene que ser, ¿no es verdad? Eso es lo que quiso decir mi madre.
Tom se echó atrás para contemplarle el rostro. A la luz tenue de la fragua, los ojos de Emily parecían charcos de tinta.
– Tengo mucho que contarte -dijo Emily-. ¿Podemos sentarnos? Cerca, donde podamos tenernos de las manos, pero no tan cerca. No puedo pensar con claridad cuando me acaricias así.
Se sentaron lado a lado sobre sendos barriles de clavos, con los dedos entrelazados sobre la rodilla del hombre. Cuando estuvieron cómodos, Emily empezó a hablar en voz tranquila.
– El día antes de morir, mi madre tuvo una notable mejoría. Se sentía fuerte y podía respirar bien, y habló mucho. Todos lo consideramos un buen indicio y estábamos muy contentos. Incluso, mi padre la llevó abajo, a cenar con nosotros a la mesa, aunque hacía meses que no tenía vigor suficiente para sentarse. Desde entonces, pensé mucho en eso y lo que todos creímos que era un cambio drástico en su salud resultó ser todo lo contrario. Hasta pareció que se fortaleció con un buen motivo: para contarme la verdad acerca de ella misma, de papá y de Fannie.
Contemplando las manos unidas de los dos, Emily le contó toda la historia a Tom. Este no hizo otro movimiento que acariciarle la mano con el pulgar. Minutos después, concluyó:
– … por eso, estoy casi segura de que papá y Fannie piensan casarse en cuanto el duelo lo permita. Pero mamá no tenía por qué decírmelo, ¿no? Podría haber dejado que yo siguiera creyendo que su matrimonio fue un lecho de rosas. Cuando murió, eso es difícil de decir porque hasta a mí me resulta absurdo, a veces, dio la impresión de que se moría deliberadamente para evitar que yo me casara con el hombre equivocado.
Los dos fijaron la vista en las manos, pensando en Charles. Cuando se miraron, ambos percibieron la pena subyacente por tener que lastimarlo.
– Si tuviese que apartarte de cualquier otro que no fuese Charles… ¿Por qué tiene que ser él?
– No lo sé. -Evocó a Charles y continuó-: Si fuese engreído o desagradable, sería mucho más fácil, ¿verdad?
– Emily. -Siguieron mirándose, fascinados-. Tenemos que decírselo. Ahora… hoy. No podemos estar escondiéndonos más a sus espaldas.
– Ya lo sé. Lo supe desde el principio, cuando fuiste y me tomaste de las manos.
– ¿Preferirías que yo se lo dijera? -preguntó Tom.
– Siento que tengo que hacerlo yo.
– Es curioso… a mí me pasa lo mismo. -Reflexionaron un instante y luego sugirió-: Podríamos decírselo juntos.
– De cualquiera de las dos maneras, no será más fácil… ni para él ni para nosotros.
De repente, Tom soltó la mano de Emily y se cubrió la cara, lanzando un pesado suspiro. Permaneció unos minutos así, con los codos pegados a las rodillas, la viva imagen de la desdicha. Emily se sintió rechazada por él y deseó que pudiese librarse del sentimiento de traición, aunque no era menor que el que ella misma sentía. Le escocieron los ojos y le tocó el brazo, extendiendo el pulgar sobre el vello negro que cubría más allá de la muñeca, hasta el dorso de la mano.
– No creí que el amor pudiese lastimar tanto -dijo Emily, al fin.
Tom lanzó una carcajada sin alegría, se frotó las mejillas con las manos, apretó los puños contra el labio inferior y fijó la vista en el yunque. Los minutos pasaban y la angustia de los dos no disminuía.
– ¿Quieres saber algo irónico? -dijo, al fin, pensativo-. Desde que lo apartaste de tu lado ha estado pasando más tiempo conmigo. Todas las noches estuve escuchándolo decir lo mucho que te ama y cómo está perdiéndote, aunque no sabe por qué. Cristo, ha sido una tortura. Muchas veces estuve a punto de decírselo.
Emily pensó cómo consolarlo y sólo se le ocurrió una cosa:
– Pero, Thomas -le dijo con sinceridad-, nunca lo amé del modo que te amo a ti. Habría sido un error casarme con él.
– Sí -musitó, no del todo convencido.
Permanecieron sentados en silencio, hasta que se sintieron como si sus traseros formaran parte de los barriles.
Por fin, Emily suspiró y se levantó.
– Tengo que irme, así podrás herrar a Pinky. Mi padre debe de estar preguntándose dónde estoy.
Tom se sacudió la melancolía y se incorporó.
– Lamento haberme puesto tan triste. Lo que pasa es que resulta duro.
– Pero si lo tomaras a la ligera, yo no te querría tanto, ¿no te parece?
Tom le pasó los brazos por los hombros y la meció hacia los lados.
– Tal vez esta sea una de las cosas más difíciles que tengamos que hacer, pero después nos sentiremos mejor. -Dejó de mecerla y preguntó-: ¿Juntos, entonces? ¿Esta noche?
Con la cabeza contra el mentón de él, asintió.
– Emily.
– ¿Qué?
– ¿Puedo ir a buscarte a tu casa?
La quietud de Emily le indicó que ella había mantenido el secreto. Una vez más, se echó atrás para mirarle el rostro.
– Ya ha habido demasiado ocultamiento. Si vamos a hacer esto, hagámoslo bien. Tu padre ha sido sincero contigo; ¿no sería hora de que tú lo seas con él?
– Tienes razón. ¿A las siete en punto?
– Ahí estaré.
Capítulo 17
¿Cómo se viste una mujer para romper un compromiso? Esa noche, en su dormitorio, con la lámpara al lado, Emily se contempló en el espejo. Vio un rostro afligido enmarcado por cabello negro como el carbón, ojos color zafiro de expresión angustiada, una boca tensa y la curva del escote sobre una prenda interior blanca. No tenía mucho que elegir en cuanto al atuendo, al menos por todo un año, y sin embargo el luto parecía apropiado para la misión de esa noche.
El vestido era liso, cortado en la parte de arriba, de mangas amplias, hecho de muselina sin adornos. Cuando abotonó la parte de adelante y vio que su cuerpo le daba forma, curvo aquí, cóncavo allá, hasta que el alto cuello clerical encerró el último centímetro, se examinó a sí misma como mujer. Pocas veces había pensado en ella en el sentido femenino, pero desde que se enamoró de Tom se vio a través de sus ojos: delgada, esbelta, pero sin carecer de agradables curvas. Se tocó las caderas, los pechos, cerró los ojos y recordó la oleada de sensaciones que le había despertado. Un año… Dios querido… un año…
Abrió los ojos sintiéndose culpable, tomó un cepillo y comenzó a castigarse el cabello tironeándolo sin piedad, para luego enroscarlo en forma de ocho y clavarlo, casi, con las hebillas en la parte posterior de la cabeza.
Así. Parezco una mujer llena de remordimiento por lo que tiene que hacer.
Sin embargo, un rato después, esperando en lo alto de la escalera oír la llamada a la puerta de Tom Jeffcoat, se sentía más bien como una escolar ansiosa. Desde abajo, en la sala, más allá de su ángulo de visión, oía a Fannie tocar el piano y sabía que, entretanto, papá leía el periódico. Esa noche, Earl se había quedado a dormir y, seguramente, él y Frankie estaban tendidos boca abajo en el suelo, armando casas con naipes.
Cuando sonó el golpe en la puerta, Frankie exclamó:
– ¡Yo atiendo! ¡Debe ser Charles!
Pasó ante la vista de Emily mientras ella bajaba a la carrera tratando de impedírselo.
– ¡Yo abriré!
– ¡Pero puede ser Charles!
Emily se frenó en la entrada y apartó la mano de su hermano del picaporte.
– ¡He dicho que yo abriré, Frank!
El chico retrocedió, sintiéndose maltratado:
– Bueno, atiende, pues. ¿Qué haces ahí parada?
– Ya lo haré -murmuró, entre dientes-. Vuelve a tus naipes.
En vez de obedecerle, Frankie se sentó en el segundo escalón para fastidiarla. Al espiar a través de las cortinas de encaje, vio la línea de los hombros de Tom y sintió una punzada de desesperación. Fannie dejó de tocar el piano. El periódico crujió cuando el padre lo bajó sobre las rodillas, esperando a ver quién aparecía tras el tabique. Era probable que Earl también estuviera con la boca abierta y sin duda contaría la noticia en cuanto llegara a su casa.
– ¡Bueno, por el amor de Dios -dijo Edwin, exasperado-, a ver si alguno de ustedes abre la puerta!
– Abre la puerta, Emiliiii -canturreó el hermano menor.
La aludida aspiró una bocanada de aire para fortalecerse y atendió la puerta.
– Hola, Emily.
¡Tenía una apariencia increíble! De áspero atractivo con su chaqueta de piel de oveja, las mejillas recién afeitadas, enrojecidas por el frío, el sombrero en la mano y un mechón que le caía sobre la frente. Emily lo contempló, enmudecida.
– Emily, ¿quién es? -preguntó su padre desde la sala.
El recién llegado entró y cerró la puerta.
– Soy Tom, señor.
– ¡Tom! -Dejó caer el periódico y fue al vestíbulo, seguido de Fannie-. ¡Vaya, qué sorpresa! -Le tendió la mano y lo invitó con entusiasmo-: ¡Pasa, pasa!
– Gracias, Edwin, pero he venido a buscar a Emily.
Confundido, el dueño de casa miró a uno y a otro.
– ¿Emily? -repitió, incrédulo.
Fannie esbozó una sonrisa vacua. Frankie pasó de un escalón al siguiente, sobre las nalgas. Transcurrieron varios segundos de silencio hasta que Earl se quejó desde la sala:
– ¡Ay, el viento me ha tirado los naipes!
Fannie fue la primera en recuperarse de la sorpresa:
– Bueno… qué gentil. ¿Irán a pasear?
– Sí, a casa de Charles -se apresuró a responder Emily.
– ¡Ah, a casa de Charles! -dijo el padre, aliviado-. Hace un par de semanas que no lo vemos. Enviadle saludos.
– ¿Puedo ir? -preguntó Frankie, levantándose del escalón.
– Esta noche no -repuso su hermana.
– ¿Por qué no? Mañana no hay clases y Charles dice…
– ¡Frank Alien! -estalló Emily-. ¡Basta!
– A Tom no le molesta, ¿no es cierto, Tom? -Se apropió de la muñeca de Tom y se colgó de ella-. Dile que puedo ir, ¿síiiiii?
– Me temo que no, Frankie. Quizás en otra ocasión.
– Oh, Cristo -protestó y se fue, enfadado, hacia la sala, donde se tiró al suelo.
Fannie aconsejó:
– Es una noche fresca, Emily, llévate una bufanda.
Emily tomó el abrigo del perchero y empezó a ponérselo sola, pero Tom se acercó por atrás y lo sostuvo, mientras los demás observaban y aprobaban el gesto galante con indisimulada fascinación.
– Pienso que no tardaremos más de una hora -dijo Tom, abriendo la puerta para que saliera Emily.
Esta dirigió una sonrisa tensa a Fannie y a su padre.
– Buenas noches a todos.
– Buenas noches -respondió Fannie.
Edwin no dijo nada.
Los peldaños del porche podrían haber sido los de una horca cuando Tom y Emily bajaron, con las miradas hacia adelante. Tom no aflojó la tensión de los hombros hasta llegar a la calle.
– ¡Uf!
– Fannie lo sabe.
– ¿O sea que se lo has contado?
– No, estoy segura de que lo ha adivinado. Sabe que me atraes desde la primera semana que llegaste al pueblo.
– Oh, ¿en serio? -En el tono había un matiz burlón. Miró sobre el hombro, alejándose de la casa, y la tomó de la mano-. Esa es una novedad.
Cuando Emily se volvió con una sonrisa discreta, se encontró con que Tom le dirigía una igual. Caminaron en silencio, con los dedos entrelazados, disfrutando de un ánimo momentáneamente elevado.
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