Hablar dolía casi tanto como los golpes, pero aguantaron enfrentados, próximos al agotamiento total.

– ¿Quieres… darlo por terminado? -barbotó Tom, balanceándose.

– Ni lo… sueñes.

– Está bien, entonces…

No tenía fuerza para asestar un golpe y se abalanzó sobre Charles con todo el cuerpo. Se fueron hacia atrás tambaleándose, dentro del pesebre abierto, contra la cruz del asustado animal, aplastándolo contra la pared del establo cuando cayeron enredados, ya sin fuerzas.

Arrodillada cerca de la plataforma, Emily sollozaba cubriéndose la boca con las manos, temerosa de volver a intervenir.

– Por favor… por favor… -rogaba, con los dedos ateridos, inclinándose adelante sin levantarse.

Los dos hombres se precipitaron fuera del pesebre, se separaron, lograron ponerse de pie inclinándose como beodos, intentando ver con los ojos hinchados. A juzgar por el aspecto que tenían sus chaquetas, parecían haber sido usadas en una carnicería.

– ¿Ya… has tenido… suficiente? -exhaló Tom, a través de los labios lastimados.

– Que Dios me ayude…

Charles no pudo terminar y se cayó de rodillas, doblándose en la cintura.

Lo siguió Tom, que cayó a gatas, con la cabeza balanceándose como si sólo pendiera de un hilo. Por unos segundos, lo único que se oyó en el establo fue la respiración entrecortada de los dos, hasta que al fin se oyó la voz de Tom, conmovida, próxima al llanto.

– ¡M-maldito seas…! ¿Por qué tenías que llevarla a mi casa cuando hicieron esa cencerrada?

Charles se tambaleó sobre las rodillas, casi erguido y trató de señalar con un dedo ensangrentado al rival, pero el brazo no se le sostenía.

– ¡Fuiste tú el que la besó en ese maldito armario!

Asintió sin resuello, incapaz de levantar la cabeza.

Con las articulaciones flojas, Charles se cayó de costado y se apoyó en un codo.

– Qué… estúpido fui… te hice los muebles…

– Sí… estúpido hijo de perra… Voy a tomar un hacha y… y a reducir esa cosa… a astillas.

– ¡Hazlo!… vamos… hazlo. -Dejó caer la cabeza contra el hombro-. Me importa un comino.

Emily los miró, pasmada, llorando, con las manos apretadas sobre la boca.

Los dos hombres respiraban como locomotoras a las que se les acababa el vapor y la enemistad se había evaporado tan súbitamente como apareció. Ahora que la verdad se abría paso en ellos, tenían un aspecto lamentable. Tras unos instantes, Charles cayó de espaldas con los ojos cerrados y gimió:

– ¡Cristo, me duele!

La rodilla derecha, levantada, se balanceó hacia los lados.

– Creo que… tengo las costillas rotas.

Tom seguía a gatas, con la frente colgando a escasos centímetros del suelo, como si no pudiese levantarse.

– Me alegro. Así tengo yo el corazón.

Arrastrándose sobre las manos y las rodillas, Tom recorrió penosamente el pasillo hasta que llegó junto al amigo y lo miró con ojos inyectados en sangre. Con el aliento entrecortado, al fin pudo pronunciar, en un susurro ronco:

– Lo siento, amigo.

Charles trató de asir un lastimoso puñado de heno y arrojárselo, pero falló y dejó caer la mano sobre el suelo, con la palma hacia arriba.

– Sí, bueno, vete al diablo, canalla.

Permaneció tendido, exhausto, con los ojos cerrados.

Emily contempló el colapso de los dos a través de una niebla de lágrimas. En todos los años que conocía a Charles, nunca lo había oído maldecir así ni pegarle a nadie. Tampoco había imaginado que Tom pudiese hacerse eco de la violencia. Los últimos cinco minutos, había presenciado la escena horrorizada y temerosa y se le partió el corazón por los dos. Era evidente que el dolor verdadero no lo habían causado los puños. Esas heridas sanarían.

Pero ahora que había terminado, le tembló el estómago y la razón se apoderó de ella, trayendo consigo una furia comprensible. Qué espantoso que dos seres humanos se lastimaran así mutuamente.

– Estáis locos los dos -susurró, con los ojos dilatados-. ¿Qué habéis logrado con esto?

– Díselo, Jeffcoat.

– Lo haría, pero no puedo. Me siento como un trozo de carne pasada por la picadora… para un lado y otro.

Tom metió la barriga hacia adentro y se palpó con delicadeza.

– Bien.

– Creo que necesito vomitar.

– Bien.

Sin dejar de mirar el suelo, Tom escupió una bocanada de sangre y la náusea se le pasó.

– ¡Ohhh, Dioooos! -gimió, pasando el peso a los talones-. Oh, por todos… los diablos.

Cerró los ojos y se cubrió las costillas con las manos.

Charles abrió los ojos y giró la cabeza.

– ¿Están rotas?

El dolor se hizo tan intenso que no pudo hacer otra cosa que sacudir la cabeza y formar con los labios la frase:

– No lo sé.

– ¿Emily? -llamó Charles con voz gangosa, la palabra distorsionada por los magullones de los labios mientras la buscaba.

La muchacha se sentó detrás de él y asomó encima.

– ¿Qué?

Torció la cabeza y miró hacia atrás.

– Tal vez sea mejor que vayas a buscar al médico. Creo que le he roto las costillas.

Pero Emily se quedó donde estaba, consternada por lo que se habían hecho.

– Oh, miraos la cara, pedazo de tontos, miraos -lloró, lastimera.

Lo hicieron. Sorprendidos por la vehemencia de Emily, Tom y Charles contemplaron la carnicería que habían perpetrado y se ablandaron más aún. Al parecer, el estallido de Emily les devolvió tardíamente el sentido común y les hizo comprender que habían peleado sin discutir primero… se limitaron a aporrearse a puñetazos, como si de ese modo pudiesen arreglar algo. Pero no fue así. Tendrían que hablar, y mientras descansaban, tan agotados física como emocionalmente, comenzó a surgir la comprensión y, con ella, el patetismo, aumentado por la primera pregunta de Charles:

– Está bien… ¿cómo sucedió?

Tom movió la cabeza y se miró, desalentado, las rodillas sucias.

– Demonios, no lo sé. ¿Cómo sucedió, Emily? Atendiendo juntos a los caballos, jugando esos estúpidos juegos de salón, no sé. ¿Cómo sucede siempre? Sucede, eso es todo.

– Emily, ¿está diciendo las cosas como fueron? ¿Ya le has dicho que te casarías con él?

– Sí, Charles -respondió, mirando la coronilla de Charles, que seguía de espaldas en el suelo.

– Es un idiota, ¿sabes? -En la voz temblorosa vibraba una nota de afecto-. ¿Quieres casarte con un idiota que le robó la novia a su mejor amigo?

Emily tragó saliva y sintió que le saltaban otra vez las lágrimas, viendo a esos dos hombres que se observaban.

La voz de Tom se suavizó y se tornó tan conmovida como la del amigo.

– Hubiese querido que fuese otra mujer. Lo intenté con Tarsy. Quería con toda mi alma que fuese Tarsy. Pero ella fue como… como demasiado divina… ¿entiendes lo que quiero decir? -Bajó la voz hasta convertirla en un susurro-. Lo intenté, Charles, pero no resultó. -Tras una larga pausa, le tocó la mano-. Lo siento -murmuró.

Charles le apartó la mano y se cubrió los ojos con un brazo.

– Oh, sal de aquí. ¡Vamos, sal de aquí y llévatela!

Emily observó con espanto cómo se movía la nuez de Adán, pues comprendió que, bajo la manga ensangrentada, se esforzaba por no llorar.

Se puso de pie con dificultad, con la falda arrugada y llena de paja.

– Vamos, Tom… -Lo tomó del brazo-. A ver si puedes levantarte.

Tom apartó de Charles la mirada triste y se irguió como un anciano artrítico, aceptando la ayuda de la muchacha. Cojeó hasta la puerta abierta del pesebre y se colgó de ella para sostenerse, recuperó el aliento y entonces se acordó:

– ¿Tú estás bien, Em?

– Sí.

– Pero yo vi que recibías un codazo.

– No estoy herida. Vamos -murmuró-. Creo que Charles está bien. Pienso que tendríamos que buscar al doctor Steele para que te revise.

– El doctor Steele es un matasanos y, para colmo, lunático. Todos lo dicen.

– Pero es el único médico que tenemos.

– No necesito ningún médico.

No obstante, fue demasiado para él recorrer la mitad del establo.

– Detente -rogó, cerrando los ojos-. Tal vez tengas razón. Quizá sea mejor que vayas a buscar al doctor Steele y lo traigas aquí. Así, podrá revisarnos a los dos.

Ayudó a Tom a tenderse donde estaba y lo dejó sentado, apoyado contra la puerta de madera, sobre el suelo de ladrillos fríos.

Tres minutos después, llamaba a la puerta de la casa del doctor Steele y la atendía Hilda Steele, envuelta en una bata, con el cabello trenzado.

– ¿Sí?

– Soy Emily Walcott, señora Steele. ¿Está el doctor?

– No, no está. Está fuera hasta el fin de semana.

– ¿Hasta el fin de semana?

– ¿De qué se trata? ¿Es algo grave?

– ¿Podría…? Yo… no… no estoy segura. Iré a buscar a mi padre.

Por instinto, corrió hacia la casa con la mente vacía de todo lo que no fuese la preocupación por Tom y Charles. Cuando irrumpió por la puerta principal, Edwin y Fannie estaban sentados juntos en el sofá. Earl se había ido a su casa y Frankie no estaba a la vista.

– ¡Papá, necesito tu ayuda! -exclamó, con los ojos dilatados y agitada de correr.

– ¿Qué pasa?

Le salió al encuentro a mitad del vestíbulo, tomándole las manos heladas.

– Se trata de Tom y Charles. Se han peleado y creo que Tom tiene unas costillas rotas. Con respecto a Charles, no estoy segura. Está tendido de espaldas en el establo de Tom.

– ¿Inconsciente?

– No. Pero tiene la cara destrozada y yo no puedo mover a ninguno de los dos. Los dejé ahí y corrí a buscar al doctor Steele, pero no está y Tom no puede caminar y… oh, por favor, ayúdame, papá, no sé qué hacer. -Se le crispó el rostro-. Estoy muy asustada.

– ¡Fannie, dame mi chaqueta! -Se sentó y empezó a calzarse las botas. Fannie, un manojo de eficiencia, se acercó corriendo con la chaqueta pedida y ya se adelantaba a los hechos-. Emily, ¿qué tienes en tu maletín de medicinas para arreglar huesos rotos?

– Vendas enyesadas adhesivas.

– ¿Algo para detener la hemorragia?

– Sí, ungüento de ranúnculo.

– Necesitaremos unas sábanas para hacer vendas. Edwin, ve tú mientras yo las busco. Iré en cuanto pueda.

Corriendo por las calles nevadas, Edwin preguntó:

– ¿Por qué se han peleado?

– Por mí.

– Eso imaginaba. Fannie y yo hemos estado todo este tiempo tratando de imaginar qué estaría pasando. ¿Quieres contármelo?

– Papá, sé que no va a gustarte, pero voy a casarme con Tom. Le quiero, papá. Eso es lo que fuimos a decirle a Charles.

Agitado por la carrera, Edwin dijo:

– Es terrible hacerle eso a un amigo.

– Ya lo sé. -Con los ojos llenos de lágrimas, añadió-: Pero tú debes entenderlo, papá.

Siguió corriendo.

– Sí… maldito si lo sé.

– ¿Estás enfadado?

– Tal vez mañana, pero ahora estoy más preocupado por esos dos que has dejado sangrando allá.

Al pasar por el establo Walcott, Emily entró, recogió el maletín y volvió junto al padre a la carrera. Entraron en el establo de Tom como un tren de dos vagones, la nariz de la hija chocando con la espalda del padre. La escena que vieron dentro era irónicamente apacible. La luz mísera de la única lámpara de queroseno iluminaba el extremo más cercano del corredor, donde estaba sentado Tom, apoyado contra la pared de la derecha; más lejos, Charles estaba sentado del lado izquierdo. El capón bayo había salido del pesebre y escudriñaba dentro de la herrería oscura, en la otra punta del edificio.

Edwin corrió primero hacia Tom y se apoyó en una rodilla, junto a él.

– Así que tienes una o dos costillas rotas -comentó.

– Eso creo… duele como el demonio.

– Fannie traerá algo para vendarte.

Emily le explicó:

– El doctor Steele no estaba. Tuve que ir a buscar a papá.

Edwin se acercó a Charles.

– Me alegra que estés sentado. Me dijo que te dejó tendido de espaldas, inmóvil. Nos asustamos muchísimo.

Con los labios hinchados que le deformaban el habla, Charles dijo:

– Por desgracia, no estoy muerto ni a punto de morirme, Edwin.

– Pero tienes la cara hecha un desastre. ¿Te duele algo más?

Mirando melancólico a Emily y a Tom al otro lado de la plataforma, reflexionó en voz alta:

– ¿El orgullo también cuenta, Edwin?

Luego apartó la vista.

Emily, que estaba arrodillada al lado de Tom, gimió:

– Oh, Thomas, mira lo que te has hecho. ¿Quién te pidió que pelearas por mí?

– Tengo la impresión de que no estás muy complacida.

– Tendría que hacerte otro chichón en la cabeza, eso es lo que tendría que hacerte. -Le tocó la mejilla con ternura y murmuró-: ¿No sabes, acaso, que yo amo esta cara? ¿Cómo te atreves a hacértela destrozar?

Por unos instantes, se sumergieron el uno en la mirada del otro, los de Emily, afligidos, los ojos de Tom, hinchados y enrojecidos, hasta que al fin ella se levantó y dijo: