– Iré a buscar un poco de agua para limpiarte.
En uno de los pesebres encontró una palangana con el esmalte saltado, la llenó de agua y volvió, se arrodilló y sacó gasa del maletín veterinario. Cuando tocó el primer corte, Tom hizo una mueca.
– Te lo mereces -le dijo, sin compasión.
– Eres una mujer dura, marimacho, ya veo. Tendré que esforzarme para suavizarte… ¡ay!
– Quédate quieto. Esto hará que deje de sangrar.
– ¿Qué es?
– Ungüento de una hierba… es un viejo remedio indio un tanto modernizado.
– ¡Uf!
Irrumpió Fannie, sin sombrero, cargando un bolso de lona rayado, con asas.
– ¿A quién tengo que atender primero?
Emily respondió:
– Quítale la camisa a Tom mientras yo le curo los cortes a Charles.
Mientras Edwin y Fannie se instalaban a los pies de Tom, Emily cruzó el pasillo y se arrodilló, vacilante, junto a Charles. Qué incómoda se sintió al contemplar la cara magullada, la mirada doliente, cargada de reproche.
– Tengo que limpiar un poco la sangre, para ver bien la gravedad de las heridas.
Siguió mirándola con silencioso reproche hasta que, al fin, le preguntó en un susurro dolido:
– ¿Por qué, Emily?
– Oh, Charles…
Alzó la vista, tratando de no llorar más.
– ¿Por qué? -insistió-. ¿Qué es lo que hice mal? ¿O no hice bien?
– Hiciste todo bien -le respondió, abatida-, lo que sucede es que te conozco desde hace demasiado tiempo.
– Entonces tendrías que saber lo bueno que sería contigo.
A medida que hablaba los ojos ya contusos, se volvían más tristes.
– Lo sé… lo sé… pero faltaba… algo. Algo…
Mientras buscaba la palabra que no hiriese, se miraba los pulgares, que alisaban sin necesidad una gasa húmeda.
– ¿Qué cosa?
Alzó la mirada con expresión descorazonada y murmuró con sencillez:
– Te había conocido durante demasiado tiempo, Charles. Cuando nos besábamos, sentía como si besara a un hermano.
Por encima de la barba, apareció un sonrojo en las mejillas heridas. Guardó silencio mientras digería las palabras para luego responder, como quien acepta una idea por la fuerza:
– Bueno, eso es difícil de rebatir.
– Por favor, ¿podríamos discutirlo en otro momento?
Volvió a guardar silencio, cada vez más triste, hasta que aceptó, sin convicción:
– Sí, en otro momento…
Mientras ella le lavaba la cara y los nudillos se mostró estoico, con la vista clavada en el cubo de la rueda de una carreta. Le pasó una gasa húmeda por las heridas, le aplicó el ungüento, tocándole la cara, las cejas, la barba, los labios, por última vez. En un rincón oculto del corazón, descubrió un innegable dolor por ser la última vez, porque lo había herido tanto y porque lo quería mucho. Le vendó los nudillos, hizo el último nudo y se sentó, con las manos sobre el regazo en actitud decorosa.
– ¿Hay algo más? -preguntó.
– No.
Obstinado, siguió mirando el cubo de rueda para no mirarla aunque, en ese momento, por extraño que pareciera, Emily necesitaba que la mirase.
– ¿No sientes nada roto?
– No. Ve. Ve a vendarlo a él -le ordenó en tono áspero.
Emily se quedó arrodillada contemplándolo, esperando alguna señal de perdón, pero no hubo ninguna. Ni una mirada, ni un contacto, ni una palabra. Antes de levantarse, le tocó con ligereza la muñeca y murmuró:
– Lo siento, Charles.
En la mandíbula del joven se contrajo un músculo, pero permaneció taciturno y distante.
Emily atravesó el pasillo para atender a Thomas, sin dejar de sentir que, por fin, había atraído la atención de Charles. La mirada dura de este no perdía uno solo de sus movimientos y la sentía clavada en su espalda como un punzón.
Edwin y Fannie habían recogido la parte de arriba de la ropa interior de Tom y lo revisaron con manos inexpertas.
– A Fannie y a mí nos parece que tiene algo roto.
Como Emily había tocado a Tom muy pocas veces hasta ese momento, era natural que sintiera escrúpulos de hacerlo ante esos tres pares de ojos vigilantes. Se tragó las dudas y palpó las costillas, haciendo a un lado sus sentimientos personales y observando las reacciones en el rostro del hombre. La mueca de dolor apareció al tocar la cuarta costilla.
– Es probable que esté fracturada.
– ¿Que es probable, dices? -preguntó Tom.
– Así es. Diría que es una fractura tipo rama verde.
– ¿Qué es una fractura de rama verde?
– Se rompe como una rama verde, curvada en las puntas, ¿sabes? En ocasiones, son más difíciles de curar que las fracturas limpias. Hay dos alternativas: o te enyeso yo, o puedes esperar hasta el fin de semana, a que vuelva el doctor Steele.
Tom miró a Edwin y a Fannie y luego preguntó, dubitativo:
– ¿Sabes lo que estás haciendo?
– Lo sabría si fueses un caballo o una vaca… incluso un perro. Pero como eres un hombre, tendrás que arriesgarte conmigo.
Suspiró y se decidió:
– Está bien, adelante.
– Cuando enyeso a un animal, afeito la zona para que no duela tanto cuando se quita el yeso. Primero te vendaremos con sábanas, pero a veces el yeso se filtra.
Tom se miró la cuña de vello negro que tenía en el pecho, mientras Emily, pudorosa y sintiendo la vigilancia atenta de Charles, y también de Fannie y de su padre, apartó la vista.
– Oh, diablos… está bien. Pero no quites más de lo necesario.
Emily afeitó la punta de flecha desde la cintura hasta la mitad del arco pectoral… una zona demasiado personal, que Tom hacía más enervante aún, pues no dejaba de saltar y encogerse por efecto del jabón frío y la navaja. Había que tener en cuenta que era la barriga desnuda del hombre con el que iba a casarse.
En una ocasión, se retorció y se quejó, irritado:
– Date prisa, estoy congelándome.
Emily contuvo una sonrisa: así que, como marido, tendría sus rachas de malhumor. Quizá, como esposa, encontraría el modo de suavizarlo en esas ocasiones.
Mientras Fannie lo vendaba con tiras de tela de algodón, Emily medía, cortaba y mojaba las cintas adhesivas de yeso. Indicó a Tom que bajase las manos a los lados y que exhalara, y así lo envolvió desde la espalda hasta el esternón con trozos superpuestos, hasta que el torso se asemejó a la armadura de un monstruoso lagarto.
– Listo. No es elegante, pero servirá.
Tom se miró, murmuró un juramento, disgustado consigo mismo y preguntó:
– ¿Cuánto tiempo crees que tengo que dejármelo puesto?
– Yo diría que unas cuatro semanas, ¿qué opinas, papá?
– ¡A mí no me preguntes! Todavía no sé para qué viniste a buscarme. Lo único que he hecho ha sido mirar.
Era cierto. Bajo presión, Emily se comportó con calma y eficiencia, como aquel día en la granja Jagush. Tom la admiró, pero ella le quitó importancia diciéndole al padre:
– Has sido mi apoyo moral. Además, no sé si hubiese podido levantarlos. Gracias por venir, papá. A ti también, Fannie.
– Bueno -dijo Edwin-, creo que será mejor que enganche un coche y lleve a estos dos a sus casas. -Primero se acercó a Charles-. ¿Cómo estás, hijo?
Hacía tanto tiempo que le decía hijo que se había convertido en algo automático, pero cuando lo ayudó a levantarse, la palabra dejó un eco molesto. Hasta ese momento, hubo, muchas distracciones que ocultaron gran parte de la tensión entre los dos pretendientes. Pero cuando se enfrentaron desde extremos opuestos del corredor, la hostilidad entre ellos volvió a brotar, con un sesgo a la vez repelente y atractivo. Compromisos rotos, huesos rotos y corazones rotos. Todos fueron testigos del silencioso intercambio de miradas.
Charles se encaminó hacia la puerta arrastrando los pies.
– Iré caminando a casa -dijo, torvo-. Necesito aire fresco.
– No digas tonterías, Charles… -empezó a decir Edwin, pero Charles lo empujó y pasó de largo sin echar una mirada atrás.
Edwin lanzó un suspiro pesado:
– No se le puede pedir que esté muy contento, ¿verdad?
Tom dijo:
– Señor, sé que Charles significa mucho para usted. Pensaba decirle lo de Emily y yo en mejor momento. Pensaba pedirle la mano como debe ser. Lamento que lo haya sabido de esta manera.
– Sí, bueno… -Buscó las palabras que disimularan su decepción por perder a Charles como yerno. Mientras actuó con su parte humanitaria, Edwin dejó de lado su propia consternación ante el giro que habían tomado los acontecimientos, pero en ese momento resurgió, en una explosión carente de todo tacto-. Ahora lo sé, y mi hija me dice que te ama, pero quiero advertirte, joven… -Lo apuntó con un dedo-. El período de luto es de un año ¡de modo que, si se te ocurre alguna otra cosa, será mejor que te la quites de la cabeza!
Capítulo 18
Cuando llevaron a Tom a la casa en un coche de cuatro asientos, Emily viajó detrás de su padre, ardiendo de mortificación. ¡No podía creer en su torpeza!
En cuanto a Edwin, guiaba mientras repasaba los hechos para sus adentros, atravesado por sentimientos ambivalentes, hasta un poco amilanado al recordar su propio estallido. Al llegar a casa de Tom lanzó a Emily una mirada de reproche, al ver que observaba, ansiosa, cómo se apeaba el herido. Tom se movía con cuidado, sosteniéndose las costillas cuando pisó el estribo del coche y se bajó. Cuando llegó al suelo, Emily se levantó como para seguirlo, pero Edwin le ordenó:
– Quédate donde estás. Vendrás a casa con nosotros.
– Pero papá, Tom necesita…
– Se las arreglará bien.
Emily se puso furiosa y le replicó:
– ¡Puedo decidir por mí misma, papá!
Puso los brazos en jarras y lo miró, enfadada.
Tom levantó la vista y creyó conveniente aconsejarle:
– Tiene razón, Emily. Vete a tu casa. Yo estaré bien. Gracias por su ayuda, Edwin… y a ti, Fannie.
– Sí -dijo Edwin, desganado, para ocultar el fastidio que sentía consigo mismo por su falta de discreción-. ¡Arre!
Hizo chasquear las riendas con tal brusquedad que Emily cayó sobre el asiento.
– ¡Papá! -protestó, furiosa, sujetándose al borde del asiento.
Siguió guiando sin volverse.
– ¡Nada de papá! ¡Yo sé lo que es mejor para ti!
– ¡Has sido increíblemente grosero! ¡Jamás imaginé que llegaría a ver el día en que te mostraras autoritario!
– Estás de luto -le respondió, terco.
– ¡Ah, claro, como estoy de duelo, tengo que tolerar tu aspereza durante un año!
– ¡Emily, soy tu padre! ¡Y no soy áspero!
– ¡Lo eres! ¿No es rudo, Fannie? ¡Díselo!
Fannie tenía sus propias opiniones, pero prefirió reservarlas para cuando estuviese a solas con Edwin. No tenía intención de hacer el papel de abogado del diablo ante la hija de Edwin. Con un ademán indicó claramente: A mí no me metáis en esto.
– ¡No sólo se ha comportado con rudeza sino que ha sido grosero con mi novio!
– ¡Tu novio, ja!
Ceñudo, clavó la vista en las grupas de los caballos que trotaban adelante.
– Esta noche, cuando fue a casa a buscarme, te pareció de lo más agradable. ¡Si se te iluminó la cara cuando viste que era él!
– ¡Tienes todo un año de noviazgo por delante, jovencita, y no aceptaré que vayas a arroparlo en la cama!
– ¡Arroparlo… oh, papá!
Avergonzada, Emily intentó contener las lágrimas.
– Edwin -lo recriminó Fannie, rompiendo la promesa de guardar silencio-. Eso ha sido innecesario.
– ¡Bueno, Fannie, maldita sea! -explotó-. ¡Charles es como un hijo para mí!
– Lo sabemos, Edwin, y sería conveniente que no lo repitieses tan a menudo. Ahora hay que considerar a otro novio, que también tiene sentimientos.
Hicieron el resto del camino en medio de un incómodo silencio. Edwin tiró de las riendas con la vista fija adelante, mientras que Emily se apeaba de un salto y entraba en la casa, colérica. Fannie apretó en silencio el brazo de Edwin antes de entrar.
Emily se paseaba, turbulenta, y giró con brusquedad hacia Fannie en cuanto esta entró.
– ¡Cómo ha podido hacer semejante cosa!
Sin alterarse, Fannie encendió una lámpara y se sacó el abrigo.
– Dale un par de días para que se haga a la idea de que estés con Tom. Terminará aceptándolo.
– ¡Pero, mira que apuntarle con el dedo y darle órdenes, como si fuese… como si no fuese un caballero! ¡Me sentí muy mortificada! ¡Y ese comentario acerca de arroparlo en la cama ha sido imperdonable! ¡Quería morirme! -Le brotaron lágrimas de indignación-. ¡Fannie, no hemos hecho nada de lo que tengamos que avergonzarnos, nada!
– Yo lo sé, querida, lo sé. -Tomó a Emily en los brazos y la abrazó-. Pero debes recordar que no es una época fácil para tu padre. Todo su universo está cambiando. Perdió a tu madre y ahora siente que también pierde a Charles. Tú planeas casarte y abandonar el nido. Es natural que esté perturbado, y si a veces lo manifiesta con poco tacto, debes tener paciencia con él.
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