– Pero no lo entiendo, Fannie. -Se apartó, demasiado agitada para quedarse quieta-. Siempre estuvo de mi lado y siempre sostuvo que lo más importante en la vida es ser feliz. Y ahora que yo… que voy a ser feliz, cuando Tom y yo nos casemos… Supuse que papá pensaría en eso, querría eso para mí y no que me case con alguien a quien no amo. Los comentarios que ha hecho son completamente impropios de él. Habría esperado que mi madre dijese algo así, pero no papá. Jamás papá.
Fannie observó a la joven y sonrió con benevolencia. Por unos segundos, sopesó si sería prudente o no decirle lo que pensaba. ¿Sería justo para con Edwin que ella especulase con los motivos reales de su estallido? Quizá no, pero por lo menos ayudaría a Emily a entender parte de la presión que estaba soportando el padre.
– Ven aquí, siéntate. -La tomó de las manos, la llevó hasta una silla de la cocina, tomó otra para sí y sostuvo las manos de la muchacha encima de la mesa-. Emily, ya tienes diecinueve años, eres toda una mujer. -Hablaba con placidez, con una voz que la comprensión y la sabiduría hacían elocuente-. Sin duda, tienes edad suficiente para haber estado expuesta a las tentaciones que acarrea enamorarse. Son naturales. Nos enamoramos y deseamos consumar ese amor. Bueno, lo que sucede con tu padre y conmigo no es muy diferente. Tal vez ahora entiendas que la advertencia que Edwin le hizo a Tom, sin que lo advirtiese en realidad, estaba dirigida hacia sí mismo.
Emily se despojó de la ira como de un vestido y ese sentimiento fue reemplazado por una incredulidad que le hizo abrir mucho los ojos.
– Oh, quieres decir que… -farfulló, interrumpiéndose, con expresión perpleja. Repitió en tono más sereno-: Oh.
– ¿Te he escandalizado, querida? No quise hacerlo. -Sin dejar de sonreír, Fannie le soltó las manos-. Pero somos dos mujeres, las dos estamos enamoradas y atrapadas en esta convención execrable, estúpida, que llaman duelo. Quizá nosotras podamos tolerarla un poco mejor que los hombres. Tal vez esa sea nuestra fortaleza.
Emily miró fijo a Fannie, demasiado asombrada para hablar.
– Y ahora, querida, es tarde -observó Fannie, concluyendo la sorprendente revelación con su gracia habitual-. ¿No convendría que te fueras a la cama?
Dos horas después, acostada, Emily estaba completamente despierta pensando en la sorprendente revelación que Fannie le había hecho en la cocina. ¡Incluso a su edad, a Papá y a Fannie aún los conmovía la carnalidad! Comprenderlo, alivió buena parte del rencor hacia su padre.
Aunque era algo que se preguntaba a menudo, no era un tema acerca del cual se le pregunta a un padre. ¡Al menos no a sus padres! Acostada al lado de Fannie dormida, oyendo su respiración regular, Emily absorbió esa verdad que le había revelado con tanta franqueza y sobre la cual toda novia inminente se preguntaría: lo que ella y Tom sentían uno por el otro podía durar y era casi seguro que duraría mucho más tiempo del que habría imaginado.
El último tiempo, desde que recibió los primeros besos y las primeras caricias de Tom, Emily dedicó muchas horas de insomnio a reflexionar sobre ese mismo tema. La sensualidad. Era maravillosa, desbordante, intimidatoria. Y antes del matrimonio, era responsabilidad de la mujer combatirla tanto en ella como en el hombre.
Evocó la imagen de Tom, sus lánguidos ojos azules, su sonrisa, sus labios, sus besos, sus manos. Con las mantas apretadas fuertemente bajo los brazos y las manos apoyadas sobre la pelvis, percibió un latido que palpitaba ahí, muy adentro. Con él, una calidez, imágenes evanescentes, provocadas por las pocas veces que Tom la había abrazado y acariciado.
La hizo reflexionar sobre el acto marital. Había varias palabras que lo nombraban: cópula, conjunción, consumación, acoplamiento, relación sexual, correría juvenil (esta la hizo sonreír)… hacer el amor (se puso seria).
Sí, hacer el amor. Esa era la expresión que más le gustaba.
¿Cómo sería? ¿Cómo empezaría? ¿A oscuras? ¿Con luz? ¿Entre sábanas o sobre las mantas, como aquella noche, en la casa de Tom? ¿Sería incierto o espontáneo? ¿Qué diría él? ¿Qué haría? Y ella, ¿cómo tenía que reaccionar? Y después, ¿se sentirían incómodos, avergonzados? ¿O acaso el matrimonio crearía una intimidad mágica y perdurable?
El acto marital. Otra frase, que a veces no era verdadera. A veces ocurría fuera del matrimonio: Tarsy se lo había enseñado. Era probable que Tom ya lo hubiese hecho con alguna otra, alguien que conoció antes, más experimentada en las maneras apropiadas de hacerlo. ¿La novia anterior? ¿Tarsy?
Emily abrió los ojos y contempló un rayo de luna que adoptaba la forma de un rincón del cuarto. Supongamos que, a fin de cuentas, lo hubiese hecho con Tarsy. Se esforzaba por creer que no era así, pero en ocasiones dudaba.
Tarsy, que le contaba cuan íntimos se habían vuelto.
Que, además, admitió que a veces pensaba en "atraparlo" para que se casara con ella.
Que había cambiado tanto en los últimos meses porque amaba a Tom Jeffcoat.
Mañana tengo que decírselo a Tarsy. Mañana, antes de que se entere por cualquier otra vía.
A las cinco y media de la mañana siguiente, Emily dejó una nota sobre la mesa de la cocina: Voy a dar de comer a los caballos de Tom. Vuelvo en una hora. Emily.
Primero, fue a la casa de Tom. Como estaba todo oscuro, dio la vuelta y golpeó en la ventana del dormitorio, retrocedió y esperó, pero no hubo respuesta. Golpeó otra vez, más fuerte, y se lo imaginó rodando de la cama, gimiendo, enyesado. Pasó un minuto completo hasta que se abrió la persiana y apareció la cara como un manchón blanco en la penumbra, distorsionado por el cristal de la ventana.
– ¿Tom? -Se puso de puntillas y acercó la boca a la ventana-. Soy Emily.
– ¿Em? -La voz llegó amortiguada a través de la pared-. ¿Qué pasa?
– Nada. Quédate en la cama. Voy a atender a tus animales. Tú descansa.
– No, tú… yo me…
– ¡Vuelve a la cama!
– ¡No, Emily, espera! -Apoyó una mano contra la ventana-. ¡Acércate a la puerta!
Dejó caer la persiana y Emily se quedó mirándola, y volvió a escuchar la regañina del padre acerca de arroparlo en la cama. Antes de que pudiese ejercitar la prudencia y alejarse, la luz de la lámpara doró la persiana desde adentro y luego se extinguió cuando el dueño de casa la llevó desde el cuarto hacia el frente de la casa.
Cinco y media de la mañana. La hora en sí tenía un aura de intimidad, el hecho mismo de que hubiese estado durmiendo. Con la vista fija en la persiana, Emily se creyó completamente decidida a irse sin posar un pie en el porche.
Desde la otra parte de la casa, escuchó llamar:
– ¿Em?
En voz queda, casi un susurro.
Afirmó su resolución, rodeó la casa hacia la fachada, subió dos escalones del porche y luego se quedó inmóvil.
Por la puerta asomaron la cabeza y un hombro desnudo de Tom.
– ¡Entra, que hace frío!
El aliento formó una nubécula blanca en el aire helado previo al amanecer.
– Mejor, no.
– ¡Maldición, Emily, ven aquí! ¡Hace mucho frío!
Terminó de subir los peldaños y entró, sin sacar las manos de los bolsillos ni quitar la vista del suelo. Tom cerró la puerta y se frotó los brazos para calentárselos. Sin mirarlo, sabía que estaba descalzo, que tenía el pecho descubierto y que no tenía puestos más que los pantalones y las vendas blancas en el torso. Se preguntó una vez más qué diría su padre.
– Lamento haberte despertado.
– No importa.
– No quería que te levantaras de la cama. Sólo pensaba golpearte la ventana, decirte lo que haría y marcharme.
Miró por encima de sus hombros y se apresuró a bajar la vista.
– ¿Qué hora es?
– Cinco y media.
– ¿Nada más? -Gimió y se flexionó con vivacidad-. Dios mío, anoche no pude dormir. Me dolían las costillas.
– ¿Cómo te sientes esta mañana?
– Como si me hubiesen hecho pasar por el ojo de la cerradura. -Posó una mano sobre los vendajes, luego se tocó los incisivos y agregó-: Creo que se me han aflojado algunos dientes.
– Por no hablar de tus huesos. No tienes por qué acarrear heno con las costillas fracturadas. Hoy, yo me encargaré de tu establo.
– Preferiría decirte que no, pero tal como me siento es más prudente agradecértelo. En verdad lo aprecio, Emily.
La muchacha se encogió de hombros.
– No me molesta hacerlo y además conozco a tus caballos por su nombre.
Tom recorrió afectuosamente con la mirada el rostro y el atuendo de muchachito.
– Además -comentó con ternura-, algún día también serán tuyos.
Emily tragó saliva y sintió que se ruborizaba, volviendo a tomar conciencia de que estaban en la casa, en la más absoluta intimidad, y que el atuendo de Tom no tenía nada de decente. Para recordárselo, abordó el tema que no podían seguir eludiendo.
– Lamento lo que dijo mi padre anoche.
Sintió que los ojos de Tom la sondeaban, le miró los pies desnudos y los imaginó pegados a los suyos, los dos acurrucados juntos bajo las sábanas.
– Emily, ¿por eso tienes miedo de mirarme, por lo que dijo tu padre?
Sintió que se sonrojaba y tragó saliva.
– Sí.
– Te aseguro que me agradaría que lo hicieras.
– Tengo puesta mi ropa de trabajo.
– Y yo no me quejo.
Emily alzó lentamente la cabeza, abrió la boca y en sus ojos apareció una expresión de horror:
– Oh, Thomas…
Tenía el rostro hinchado y descolorido. El cabello erizado en mechones como los de un viejo búfalo después de un invierno riguroso. El ojo izquierdo no se abría más que unos milímetros y el derecho guiñaba, involuntariamente. Debajo, la piel hinchada se había tornado morada y azul. La hermosa boca y la mandíbula eran los de un extraño mutilado.
– Mírate -dijo, acongojada.
– Debo de tener un aspecto espantoso.
– Cuánto debe de dolerte…
– Tanto como para no besarte como me gustaría -admitió, tomándola de los codos y haciéndole perder el equilibrio.
Emily se resistió un poco y dijo:
– Tom, tengo que hablar contigo.
Había temas sobre los que necesitaban hablar y era preferible hacerlo con un mínimo de intimidad.
– Parece grave -bromeó.
– Sí, lo es.
Tom se puso serio.
– De acuerdo… hablemos.
Aspiró una honda bocanada y comenzó:
– Detesté verte pelear por mí. Me sentí impotente… y furiosa.
La sondeó con la mirada, con cierto matiz rebelde en la curva de las cejas, pero tras un momento de silencio, dijo:
– Lo siento.
– Odio verte así, desfigurado.
– Ya lo sé.
– No imaginé que fueses agresivo.
– Nunca lo fui… antes.
– No me gustaría que lo hicieras después de que nos casemos.
Los dos reconocieron que ese momento no era un simple ajuste de cuentas sino un modo de definir el futuro de ambos. La respuesta de Tom, la única que Emily esperaba, indicaba con cuánta deferencia consideraría sus deseos cuando fuesen marido y mujer.
– No lo haré, te lo prometo. Yo no quería pelear con él, tú lo sabes.
– Sí, lo sé.
Con la mirada fija en esos ojos amoratados, se sintió invadida por una extraña mezcla de emociones: pesar por haber tenido que decírselo, compasión por ese cuerpo maltratado, deseo por ese mismo cuerpo, a pesar del aspecto que tenía. Ansiaba acercarse, acariciar, apoyar la cara en el cuello desnudo, tocarle los hombros. Una idea súbita la sobresaltó: Lo quiero tanto que papá tiene razón. No tengo nada que hacer aquí en su casa, aunque esté con ropa de trabajo.
Guiada por el instinto, hizo ademán de irse pero, al llegar a la puerta, se volvió.
– Esta mañana se lo diré a Tarsy. No bien haya dado de comer a tus caballos, iré a su casa y terminaré con esto. Quería que lo supieras.
– ¿Quieres que te acompañe?
– No, creo que es preferible que vaya sola. Lo más probable es que no sea más comprensiva que Charles. Una vez que esté enterada, tú y ella querréis hablar a solas. Lo entiendo y prometo que no me pondré celosa.
– Emily…
Se le acercó.
– Tengo que irme.
Se apresuró a abrir la puerta.
– Espera.
– Ya sabes lo que dijo papá.
– Sí, lo sé, pero ahora papá no está aquí.
Avanzó, cerró de golpe y se interpuso entre la puerta y Emily. Le rodeó el cuello con el brazo y la acercó con suavidad a él, apoyando la mejilla magullada sobre la blanda gorra de lana. Dijo en voz ronca:
– Creo que es muy conveniente que yo esté tan golpeado pues, de lo contrario, nos meteríamos en un montón de problemas.
Oh, el olor de él. Un poco almizclado, un poco desaliñado, un poco a varón, la fragancia natural de la piel añejada durante la noche. Para sus adentros, dio gracias a Dios por los guantes, uno de los cuales apoyaba sobre las vendas blancas, a milímetros del pecho desnudo. No deseaba otra cosa que tocar toda la piel descubierta de Tom, conocer su textura con las yemas de los dedos. Al tiempo que se contenía con firmeza, Tom metía la mano dentro de la chaqueta, por la espalda, y la atraía un poco más hacia sí, acariciándole lánguidamente la zona de la columna vertebral sobre la áspera camisa de franela. La exploró con lentitud, subiendo la mano como si contara cada vértebra, atrayéndola con suavidad. Una mano cálida, dura, una mano viril… qué fácil sería sucumbir a ella.
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