Se le aceleraron los latidos del corazón y sintió los pechos pesados.

– Thomas… -murmuró, en tono de advertencia.

– No te vayas -rogó en voz queda-. Es la primera vez sin que Charles se interponga entre nosotros. No te vayas.

También Emily percibía la desaparición de ese peso sobre sus conciencias desde que había roto formalmente el compromiso. Pero la represión adoptaba otras formas y se apartó a desgana.

– No puedo venir más aquí, a tu casa. Tenemos que esperar casi diez meses y eso es mucho tiempo. Tengo que irme -repitió, alejándose de él.

Vio que retrocedía hasta que sus hombros chocaron con la puerta. Se miraron con el deseo frustrado claramente impreso en sus rostros.

Se acercó lentamente a ella y Emily sintió los latidos del corazón en la garganta. Pero Tom sólo se acercó a tomar el picaporte, abrió la puerta y le dijo con suavidad:

– Hazme saber cómo te ha ido con Tarsy.

– Lo haré.


Esa misma mañana, a las diez, Tarsy en persona atendió la puerta, con un vestido de corpiño adornado, de rayas rosadas, con favorecedoras pinzas que iban de los hombros al ombligo y subrayaban lo diminuto de la cintura, y una falda de generosa amplitud que exageraba la redondez de las caderas.

Emily llevaba la misma ropa con la que había alimentado a los caballos de Tom y limpiado el establo: una chaqueta de lana, pantalones y botas de cuero sucias.

El cabello de Tarsy estaba recién rizado y sujeto en la nuca con una cinta del mismo color que el vestido.

El de Emily estaba embutido dentro de la gorra de lana del hermano.

Tarsy olía a jabón de lavanda.

Emily, a estiércol de caballo.

La amiga desvió la linda nariz.

– ¡Puf!

Con aire de disculpa, Emily dejó las botas fuera y entró en medias. Apareció la señora Fields desde la cocina, con las manos cubiertas de harina.

– Bueno, Emily, por el amor de Dios, qué sorpresa. Últimamente casi no te vemos.

Era una mujer rolliza, de cabello rubio ondulado, peinado en un moño a la francesa, la única que Emily conocía que llevaba las mejillas pintadas en la cocina y se perfumaba a esa hora. El perfume a madreselva de la colonia flotó hasta ella, encubriendo el olor a levadura que tenía en los dedos.

– Hola, señora Fields.

– ¿Cómo está tu padre?

– Bien.

– ¿Y la señorita Cooper?

– También.

– ¿Volverá pronto al Este?

Como detectó cierto matiz de curiosidad, tuvo el placer de replicar:

– No, señora. Se queda.

– Ah.

La señora Fields arqueó la ceja izquierda.

– No tiene ningún pariente allá. ¿Para qué volvería?

La ceja de la señora volvió a su nivel de costumbre y parpadeó dos veces, como asombrada por la inmediata defensa de Fannie que asumió Emily.

– Bueno… como tu madre ya no está, que en paz descanse, pensé que ya no necesitaban los servicios de la señorita Cooper.

– Al contrario, todos la necesitamos mucho y le rogamos que se quedara. Al final, decidí continuar mis estudios de veterinaria y trabajar… en los establos por tiempo indefinido, por eso dejé casi todas las tareas domésticas en manos de Fannie, ¿sabe? Ya no sé qué haríamos sin ella.

La boca de la señora Fields se estiró como si fuese a recoger una moneda con los labios.

– Entiendo. -Lanzó una mirada a Tarsy y agregó-: Bueno, saluda de mi parte a tu familia -y volvió a la cocina.

Cuando se fue, Tarsy tomó a Emily del brazo y la hizo girar hacia la escalera.

– Ven arriba y te mostraré la última pieza de organdí que mamá usará para hacerme un vestido de primavera. Se llama pistacho… ¡quién sabe lo que significa!, y nos decidimos por un modelo impactante de la última edición de Graham's. Mamá aceptó dejarme hacer una soirée aquí… ¿no te encanta esa palabra?… soirée… -Al llegar arriba, se alzó la falda con dos dedos y ejecutó un giro hacia la puerta de su dormitorio. Entró como una exhalación, tomó una pieza de tela verde de un taburete tapizado que estaba junto al tocador. La palpó y se la arrojó a Emily-. ¿No es deliciosa?

Obediente, Emily tocó el organdí con un nudillo que no había lavado desde que estuvo manejando la horquilla de heno, contemplándolo con una expresión que la amiga interpretó como anhelo.

– Oh, pobre Emily, no sé cómo puedes tolerar vestirte de negro un año entero. Creo que yo, en tu lugar, me marchitaría y moriría. ¡Quizás un día de estos puedas escabullirte aquí y probarte mi vestido pistacho, después que esté hecho!

Emily permaneció seria.

– Es muy bonito, Tarsy, pero tengo que hablarte de algo importante.

– ¿Importante?

Frunció el entrecejo: ¿qué podía ser más importante que un vestido nuevo de organdí color pistacho para una soirée?

– Sí.

– De acuerdo.

Obediente, Tarsy dejó la tela y se sentó a los pies de la cama, en medio de un revuelo de faldas rosadas, las manos perdidas entre los pliegues.

Emily se sentó en el taburete tapizado, frente a su amiga, y pensó por dónde empezar.

– He decidido no casarme con Charles.

– Que no… -Tarsy abrió la boca y se le dilataron los ojos-. ¡Pero, Emily, tú y Charles sois… bueno, caramba! ¡Vosotros vais juntos… como el jamón y los huevos! ¡Los melocotones y la crema!

– En realidad, no.

– Querrá morirse cuando se lo digas.

– Ya lo sabe.

– ¿Sí?

– Sí.

– ¿Qué dijo?

– Estaba muy enfadado… y dolido.

– Me lo imagino. -Manoseó los pliegues de la falda-. Caramba, os conocéis de toda la vida. ¿Qué motivo le diste?

– El único verdadero: que lo amo más como a un hermano que como a un marido.

Tarsy lo pensó y luego dijo en un murmullo conspirativo:

– Pero, Emily, ¿cómo lo sabes si tú nunca…? Es decir… -Se encogió de hombros y le dirigió una mirada ingenua-. Tú nunca… -Proyectó la cabeza hacia adelante-. ¿Lo hiciste…?

Emily se ruborizó, pero respondió:

– No.

– Bueno, pues en ese caso te sentirías de otro modo. -Se apresuró a añadir-: Después de casarte, quiero decir.

– No, estoy segura de que no.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque… -Metió las manos entre las rodillas y prosiguió-: Porque sé cómo es cuando en verdad amas a alguien.

El rostro de Tarsy se iluminó como una lámpara de gas. Alzó las cejas con expresión ávida y se echó hacia adelante.

– Oh, Emily… ¿quién?

Era irónico enfrentarse a una mujer de la pulcritud de Tarsy: el patito feo diciéndole al cisne que había conquistado al macho. Irónico y atemorizante. Emily se sintió como si el corazón se le saliera del pecho cuando respondió sin rodeos:

– Tom.

– ¿Tom? -repitió Tarsy en voz desmayada.

Se le apagó el semblante y se irguió cautelosamente, como con renuencia a asimilar la verdad.

– Sí, Tom.

– ¿Tom Jeffcoat?

La hermosa boca se contorsionó.

– Sí.

– Pero él es…

Se interrumpió antes de concluir: mío. Con todo, la palabra flotó en el aire, entre las dos mujeres. De repente, la tensión hormigueó dentro de Emily al presenciar la lucha de Tarsy para entender. Por su rostro pasó toda una gama de emociones: incredulidad, duda y, por último, diversión. Alzando los brazos, se tiró de espaldas en la cama, con lo que los pechos se descubrieron: esta mujer no creía que una veterinaria de pecho plano, tan poco femenina, que no sabía nada de encantos, provocación ni coquetería, no era competencia para ella. ¿Qué hombre elegiría a una mujer que admitía detestar el trabajo doméstico y desdeñaba la maternidad? No era que Tarsy estuviese demasiado ansiosa por encarar ninguna de las dos cosas, pero Tom jamás lo sabría hasta que ella estuviese confortablemente instalada en su cama por las noches.

– ¿Tú? Oh, Emily… -Tarsy rió, de cara al techo, hasta que el colchón comenzó a sacudirse. Se apoyó en un codo y el mentón en el hombro. La melena rubia se derramaba sobre un brazo y los ojos hechiceros adquirieron un brillo confiado-. Emily, si quieres que un hombre como Tom Jeffcoat se fije en ti, tendrás que cambiar esas botas malolientes por zapatos abotonados, y aprender a rizarte el cabello y a usar vestidos en lugar de esos malhadados pantalones. -Se apoyó en ambos codos y los pechos volvieron a sobresalir. Balanceando las piernas, decidió ser generosa con los consejos-. Y no te vendría nada mal usar un corsé que… bueno, ya sabes… ayudaría a darte un poco de forma aquí. En lo que se refiere a confesar que no te gustan las tareas domésticas y que no quieres tener…

– Voy a casarme con él, Tarsy.

Las piernas dejaron de balancearse. Cerró los labios con fuerza y palideció. En el cuarto se hizo un silencio confuso, hasta que Emily continuó con la mayor suavidad posible.

– Quería ser yo quien te lo dijera, antes de que te enterases por otra persona, seguramente ibas a saberlo en cuanto salieras de tu casa.

– ¡Tú… casarte con Tom! -Se incorporó de golpe, pálida-. ¡No seas absurda! ¡Si vosotros dos no podríais ni recitar el Juramento de Lealtad sin discutir!

– Me lo pidió y acepté. Se lo dijimos juntos a Charles, anoche, y ellos dos tuvieron una terrible pelea a puñetazos, de lo que también vas a enterarte. En realidad, lo siento, Tarsy. No quisimos…

– ¡Tú, perra traicionera de dos caras! -chilló Tarsy, saltando de la cama-. ¡Cómo te atreves! -Con todas sus fuerzas, le dio a Emily un bofetón tan fuerte que la hizo ladearse, bamboleando el taburete del tocador.

El corazón de Emily se contrajo de impresión y miedo. Perpleja, se enderezó y vio que el rostro de Tarsy adquiría un desagradable rubor.

– ¡Yo lo quería y tú lo sabías! ¡Sabías que pensaba casarme con él y te propusiste apartarlo de mí todo el tiempo! ¡Me sonsacaste información personal privilegiada! -Rabiosa, empezó a pasearse por el cuarto, mientras Emily, que nunca había sido testigo de una ira femenina de semejante magnitud, se sentía demasiado atónita para moverse-. ¡Aaaah! ¡Vil… astuta…! -Giró abruptamente, y se enfrentó a Emily, haciéndola echarse atrás-. Dejaste que te contara cosas quejamos le habría contado a nadie. ¡Jamás! -De pronto, retrocedió, emitió un resoplido malévolo y puso los brazos en jarras-. ¡Bueno, veamos qué te parece esto como información privilegiada, señorita Judas Walcott! Lo que te hice creer hace unos meses es mentira. ¡Tal vez seas virgen, pero yo no! ¡Lo hice! ¡Con tu precioso Tom Jeffcoat, que no pudo aceptar una negativa! ¡Llévate eso a tu lecho nupcial y duerme con ello! -Disfrutando de su malevolencia, echó la cabeza atrás y lanzó una carcajada desdeñosa-. ¡Adelante, cásate con él, por lo que me importa! Si Tom Jeffcoat quiere a un monstruo que se viste de hombre y huele a estiércol de caballo, puede quedarse contigo. ¡Eres exactamente lo que él merece! ¡Ja! ¡Quizá no tengas, siquiera, el equipo apto para engendrar niños! -La expresión fue de odio-. ¡Y ahora, vete!… ¡Vete!

Aferró a Emily de la chaqueta, la hizo poner violentamente de pie y la arrojó por la puerta.

– ¡Niñas, niñas, niñas! -La señora Fields llegó resoplando a lo alto de la escalera-. ¿Qué son esos gritos?

– ¡Fuera! -vociferó Tarsy, empujando a Emily más allá de la madre, haciéndola chocar contra la baranda y bajar dos peldaños.

Emily se agarró de la baranda para no caer hasta abajo.

– Tarsy, no eres justa. Quería que lo habláramos y…

– ¡No vuelvas a hablarme nunca más! ¡Y puedes decirle a ese cerdo repelente de Tom Jeffcoat que no le arrojaré ni un mendrugo aunque se muera de hambre sentado a tu mesa, cosa que le sucederá muy pronto, pues no sabes un comino de cocina! ¡Pero pronto lo descubrirá, además del hecho que lo único que te importa son esos estúpidos animales! ¡Bueno, vete! Qué esperas, parada ahí como una retrasada, con la boca abierta. ¡Sal de mi casa!

Emily huyó, desmoralizada. Mientras corría por el patio de Tarsy, se tragaba las lágrimas masticando réplicas tardías, conteniendo el dolor hasta que pudiese encontrar un sitio privado donde llorar a solas. Pero, ¿dónde? Fannie estaba en la casa. Su padre, en el establo.

Fue al establo de Tom y entró en el edificio en cuya puerta colgaba un cartel que decía: "Hoy, cerrado". La recibieron los olores familiares a heno y a caballos, a linimento y cuero. Subió al altillo y se derrumbó sobre el heno. Al principio, estoica como una india, se sentó flexionando las rodillas contra el pecho y abrazándoselas con fuerza, intentando aliviar esa especie de banda de desdicha que le oprimía las costillas como si fuese a rompérselas. Se balanceó con impulsos cortos y suaves, los ojos secos, sintiendo que el dolor le tironeaba de las cuerdas vocales y le hacía arder la nariz y la garganta. Muy adentro, le sacudieron las entrañas unos temblores diminutos y los muslos se le pusieron tensos. Los apretó más contra el pecho y, cuando la avalancha de pena cedió, apoyó la frente en las rodillas.