Lloró amargamente, dolida, degradada, desmoralizada.

Creí que eras mi amiga, Tarsy. Pero las amigas no se lastiman entre sí de esta forma, adrede.

Mientras sus sollozos desgarrados resonaban en el altillo y sacudían los hombros de la muchacha, volvía a oír una y otra vez las ofensas de Tarsy. Un monstruo de pecho plano que se viste como un hombre y huele a estiércol de caballo y que tal vez no tenga el equipo apto para engendrar hijos. Una retrasada.

A medida que las ofensas se amontonaban, comprendió que la amistad de Tarsy siempre había sido falsa. Ese día reveló sus auténticos sentimientos, pero, ¿cuántas veces se habría reído a sus espaldas, la habría ridiculizado, rebajado, hasta entre el grupo de amigos comunes?

Y como si esas afirmaciones vengativas no fuesen suficientes, le arrojó la última flecha envenenada y esta fue directo al corazón de Emily.

A fin de cuentas, ella y Tom habían sido amantes.

Lloró hasta que le dolió todo el cuerpo, hasta caer de lado y se enroscó en una bola apretada. Tarsy y Tom juntos. ¿Por qué dolería tanto saberlo? Pero dolía. ¡Cuánto dolía! Saber no era lo mismo que suponer. "Oh, Tarsy, ¿por qué me lo dijiste?"

Lloró hasta quedar aterida de dolor, hasta quedar con la cara hinchada, la mejilla irritada de frotarla contra el heno y los músculos del estómago le dolían con sólo tocarlos. Cuando pasó lo peor de la crisis, quedó apática, sacudida por los últimos sollozos, contemplando su propia mano laxa que estaba palma arriba sobre el heno. Cerró los ojos y los abrió de nuevo porque así le dolían menos. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? El suficiente para que la echaran de menos. Pero se quedó, aplastada por la apatía más grande que había sentido hasta entonces, contemplándose la mano, abriendo y cerrando los dedos sin motivo aparente.

Llegó el momento en que se le aclararon los pensamientos.

Quizás el método de los hombres fuese más civilizado. Una inmediata y limpia pelea a puñetazos sería preferible a este veneno insidioso y persistente que le había inoculado Tarsy con sus palabras. Ahora entendía por qué habían peleado los hombres. Si fuese posible, ella también lo haría; volvería a casa de Tarsy, recibiría diez golpes en la barbilla, una fractura de costillas y se iría a su propia casa a lamerse las heridas como ellos lo hacían en ese momento. En cambio, ella pasaría años sufriendo por sus deficiencias como mujer y porque Tom hubiese preferido a otra en lo que a sexo se refería. Suspiró, cerró los ojos y se puso de espaldas, con las manos sobre los oídos.

Tarsy y Tom fueron amantes.

Olvídalo.

¿Cómo?

No lo sé, pero si no lo logras, Tarsy habrá ganado.

Ya ha ganado, y ambos lo sabremos en mi noche de bodas.


Acudió con su angustia a Fannie, que estaba en la cocina preparando sopa de pollo con fideos.

– F-fannie, ¿puedo hablar contigo?

Fannie, que estaba echando fideos en una olla de caldo hirviendo, se dio la vuelta.

Por mucho que se esforzó, no pudo contener las lágrimas, que empezaron a brotarle, mientras se le crispaba el rostro.

– Querida, ¿qué te pasa?

Se limpió las manos y corrió hacia ella.

– Oh, Fannie… -Agradecida, Emily se precipitó en los brazos de la mujer-. Se trata de Tarsy. -Pasaron unos momentos antes de que pudiese continuar-. Vengo de su casa. Le conté que iba a casarme con Tom y… y se llenó de odio. Oh, Fannie, me ab-abofeteó y me dijo las cosas más espantosas. Creí que era mi a-amiga.

– Lo era. Lo es.

Emily sacudió la cabeza.

– No, ya no. Me dijo cosas terribles, a propósito para herirme.

El corazón de Fannie se oprimió de compasión. Abrazándola, la amó con maternal intensidad simplemente porque era de la sangre de Edwin. Se sintió privilegiada por compartir los hijos de Edwin, incluso en una situación dolorosa como esa.

– ¿Qué te dijo?

Emily descargó su corazón, sin reservarse nada. Cuando terminó, tenía otra vez la cara y los ojos hinchados de llorar.

– No entiendo cómo pudo haberse vuelto contra mí de ese modo. Sé que ama a Tom, lo sé, y lamenté tener que… lastimarla, pero lo que ella me dijo fueron cosas malévolas, con intención de infligir todo el daño posible.

– Ah, querida, es duro crecer, ¿verdad? -Fannie acunó y meció a la muchacha que, en otras circunstancias, habría sido su propia hija-. Ya pagaste un precio por tu amor y te preguntas si él lo vale. -La echó atrás con suavidad para mirarla a los ojos desbordantes de lágrimas-. ¿Lo vale?

– Así pensaba… hasta hoy.

– Querida, lo que tienes que hacer es pesar el hecho de haberlo ganado con la pérdida de Tarsy. Tú sabías que iba a dolerle, aun antes de decírselo.

– Sí, pero había cambiado tanto. Pensé que había madurado y se había convertido… se convirtió en… -Le resultaba difícil definir los cambios de Tarsy-. Cómo ayudó en el funeral, cómo dejó de dramatizar todo. Me gustaba la nueva Tarsy. Creí que tenía una amiga para toda la vida.

Fannie encontró un pañuelo y le secó las mejillas.

– Es una mujer rechazada. Las mujeres rechazadas son criaturas peligrosas. Por extraño que te parezca, aunque pensaste que había cambiado, a mí su reacción me parece muy de acuerdo con su carácter. Descargó su ira sobre ti, te insultó y te lastimó con insinuaciones referidas a ella misma y al hombre que amas. La cuestión es qué piensas hacer al respecto.

– ¿Qué hacer?

– Puedes creerle y dejar que te carcoma por dentro como un gusano en una manzana. O puedes razonarlo y aceptar el hecho de que, aunque a Tom le haya gustado, incluso la haya amado, si en verdad ahora te ama a ti, no te despoja de nada de ese amor. Nada.

Las miradas de ambas se encontraron y esas palabras resonaron en el corazón de Emily. ¿Quién sabría más que Fannie con respecto a un hombre que hubiese amado verdaderamente a dos mujeres?

– Quiero pedirte un favor -dijo Fannie, tomándole la mano-. Quiero que me prometas que, la próxima vez que veas a Tom no le espetarás esto, que te darás tiempo, quizás un día o dos para decidir, incluso, si se lo dices. ¿Me harás ese favor?

Casi en un susurro, Emily aceptó:

– Sí.

– Y quiero que hagas otra cosa.

– ¿Qué cosa?

– Ensilla un caballo y vete a cabalgar. En este momento, necesitas mucho más eso que la sopa de pollo con fideos.


Como quería evitar a su padre y las preguntas que, sin duda, provocarían sus ojos enrojecidos, fue otra vez al establo Jeffcoat y ensilló a Buck, el bayo claro de Tom. Lo sacó afuera, en ese mediodía que no se decidía entre ser soleado y nublado. Se abotonó la chaqueta hasta arriba, metió el pelo en la gorra de Frankie, se puso los manchados guantes de cuero y montó. Se encaminó en dirección opuesta al establo de Edwin, rodeó todo el pueblo y se dirigió hacia las tierras altas al paso de Buck.

Piensa en otras cosas. Mira alrededor… la vida sigue.

En el cielo, los cuervos giraban, graznaban y parecían regañar al caballo y al jinete mientras los acompañaban montaña arriba. Un par de armiños incautos salieron reptando de una trampa y luego salieron corriendo hacia abajo. Sobre un charco congelado, silbaban dos paros carboneros de cabeza negra, ladeando las cabezas. El ruido de los cascos de Buck que quebraban la capa de nieve resonaba como disparos de pistola en el día frío y quieto. El aire invernal refrescaba las mejillas ardientes de Emily y el sol le entibiaba los hombros. Unas matas de salvia se acurrucaban pegadas a la tierra, como encaje negro contra la nieve muy blanca. Debajo, un ciervo había apartado la nieve dejando grandes retazos de hierba al descubierto. Emergían en espiral las puntas de los tallos, conectados por la red de las huellas de ratones que parecían jeroglíficos sobre la nieve. Los cuervos se tornaron audaces y aletearon cerca, con las alas tan negras como el cabello de Tom.

Seguramente, Tarsy había pasado los dedos por él más de una vez.

¿Te acuerdas cuando se frotaba contra su pantalón, cuando jugaron a Pobre Gatita? ¿Cómo se besaron al pagar la prenda y las manos de él le acariciaron la espalda? ¿Cuánto tiempo fueron amantes? ¿Con qué frecuencia? Si yo no soy tan buena como ella… y no es posible que lo sea, ¿él se decepcionará y la buscará otra vez a ella?

Emily cabalgó con la cabeza colgando hasta que el tañido del viento la sacó de su abstracción.

¿El viento tañe?

Levantó la cabeza en el mismo momento en que Buck se detuvo y vio que estaba a la orilla de un prado, y que ante ella pastaban los restos de una manada de búfalos. Quedaban pocas de esas grandes bestias y se consideraba a los supervivientes como preciosas reliquias. Nunca las había visto de cerca y se quedó quieta, temerosa de ahuyentarlas. Pateando la nieve, saqueando lo que había debajo, estaban de grupa hasta que un macho viejo volvió la cabeza y la miró con un ojo negro de expresión cautelosa y advirtió a los otros. Como si fuesen uno solo, se lanzaron a correr, feos, peludos, gibosos, de caras desagradables, pelambre apelotonada e hirsuta. Pero, de pronto, se movieron concertadamente alejándose, levantando cientos de astillas de hielo chispeantes que les colgaban de los costados y tintineaban como una orquesta de tubos de carillón. El sol reverberó sobre ellos como si fuesen prismas y el sonido flotó sobre el prado nevado en un dulce eco.

Emily lo oyó y, por un momento, sus pesares se aliviaron al encontrarse con un cuadro de inesperada belleza en un sitio como ese.

Se quedó contemplando a los búfalos hasta que el tintineo se perdió a lo lejos y todo quedó en silencio.

Dejando escapar un pesado suspiro, sin saber a qué se enfrentaría la próxima vez que viera a Tom, taloneó los flancos tibios y dijo:

– Vamos, Buck, volvamos a casa.

Capítulo 19

Todo el día, Tom esperó tener noticias de Emily, pero no supo nada. A las tres de la tarde, rodó fuera de la cama con la velocidad y la agilidad de un iceberg. Ohhh, Santo Cielo, cómo dolía. Se sentó en el borde del colchón con los ojos cerrados, respirando agitado, reuniendo coraje para levantarse.

La próxima vez, pelea con un hombre más pequeño que Charles Bliss.

Con cautela, se puso de pie, con las rodillas flexionadas, aferrándose al rodapié y esperando que la picadora de carne dejara de martirizarle los pectorales.

Maldito seas, Bliss, espero que te duela tanto como a mí.

Una camisa. Despacio, metió un brazo… el otro… ¡Señor Todopoderoso, algo se está desgarrando aquí!

Por fin, logró ponerse la camisa y descubrió que le dolían las manos al abotonársela. Se miró: qué nudillos tan lamentables, negros y morados, hinchados como pasteles de fruta. Cuando se puso los pantalones y las botas, juró que nunca más pelearía, pero cuando estaba a medio camino del establo, empezó a moverse con más facilidad.

En la puerta estaba clavada la nota de Emily: "Hoy, cerrado". Miró atrás, al frente del local de Edwin y allí vio a Charles inmóvil, observándolo. El día anterior, Tom lo habría saludado con la mano; ese día, se contuvo con esfuerzo. Pasaron los segundos y los dos hombres se midieron con la vista, hasta que Tom se dio la vuelta y entró.

– ¿Emily? -llamó.

Sólo le respondió el silencio.

¿Estaría en el establo del padre? ¿Estuvo Charles con ella minutos antes? Y si estuvo, ¿qué? Si vivían en el mismo pueblo, tenía que suceder.

Echó una mirada a la plataforma, a la puerta del pesebre que abrieron durante la pelea, el sitio donde Charles estuvo sentado, apoyado en la pared, y lo inundó una oleada de arrepentimiento. Los amigos eran una mercancía preciosa y perder uno dolía como todos los diablos.

Realizó todas las tareas menudas que pudo para pasar el tiempo hasta el anochecer, pero Emily siguió ausente. Dio la cena a los caballos y, como tenía que moverse con lentitud, le llevó el doble de tiempo y dio vueltas hasta bien pasado el anochecer, pero ella aún no aparecía. Pensó en ir al hotel a cenar pero desistió, imaginando las preguntas que, sin duda, provocaría su cara hinchada y amoratada. Por fin, se fue a casa, comió un poco de pan y salchichas, y se acostó.

Esperaba que Emily apareciera al día siguiente, pero se decepcionó otra vez. Al anochecer, camino a la casa desde el trabajo, pasó por la casa de los Walcott, vio luz en las ventanas y maldijo por lo bajo, sin saber por qué. Aunque, pensándolo mejor, los motivos resultaron muy claros: había perdido a su mejor amigo, la muchacha que amaba daba señales de retraerse y el padre de ella estaba francamente disgustado con respecto al casamiento de ambos.

"Bueno, Edwin, tendrás que acostumbrarte", pensó Tom, desafiante, al subir los peldaños del porche y llamar a la puerta.