Atendió Frankie, con la boca manchada de grasa.

– ¿Está Emily?

– Está cenando.

– ¿Puedes llamarla, por favor?

– ¡Emiliiiii, aquí está Tom! -vociferó, y después le preguntó-: ¿En serio vas a casarte con ella, en lugar de Charles?

– Así es.

– Y entonces, ¿con quién va a casarse Charles?

Tom sonrió a desgana ante la ingenua pregunta: como si ese fuera todo el problema.

– No lo sé, Frankie. Espero que encuentre a una chica tan agradable como tu hermana.

– ¿Te parece que es agradable?

Levantó la nariz.

– Espera dos o tres años más y descubrirás que no es la única chica agradable que hay en el pueblo. Es probable que te cruces con una docena que te harán volver la cabeza.

– Hola, Tom -lo saludó Emily en voz baja.

Había aparecido en silencio y estaba de pie, con las manos cruzadas a la espalda. Llevaba un sencillo vestido negro de cuello alto, sin adornos, que acentuaba la palidez del rostro y el contraste con las cejas y las pestañas negras. El cabello era más hermoso de lo que él recordaba, recogido hacia atrás con peinetas, como rizos de medianoche cayendo sobre el sencillo cuello redondo. Parecía la quinta esencia de la mujer de duelo, pues no sonreía ni hacía gestos, sino que miraba a Tom con cortés reticencia.

– Hola, Emily. -Se contemplaron y Tom sintió en las entrañas que algo malo pasaba, pero no supo qué-. Lamento interrumpirte la cena.

– Está bien. -Miró al hermano-. Frankie, diles a papá y a Fannie que vuelvo en un minuto.

– ¿Es cierto que vas a casarte con él en lugar de Charles?

– ¡Frankie, puedes retirarte!

El chico desapareció y Emily lo invitó a entrar:

– Pasa -pero ni la voz ni la expresión eran cordiales.

Tom entró y cerró la puerta con más cuidado de lo necesario, dándose tiempo para recuperar el equilibrio emocional. En cuanto Emily dobló la esquina Tom comprendió que estaba realmente disgustada con él. Cuando la miró otra vez, supo que, fuese lo que fuera lo que pasaba, era hondo e intenso en ella. Sintió un ramalazo de aprensión que, de inmediato, se transformó en un presagio al verla recatada, lejana, sombría, con las manos unidas a la espalda.

– ¿Cómo estás? -preguntó la joven, cortés.

– ¿Por qué no fuiste a casa después de hablar con Tarsy?

– Estuve ocupada.

– ¿Todo el día de ayer y hoy?

– Estuve estudiando. Tenía que hacer una prueba sobre enfermedades del sistema nervioso en los caballos y es difícil recordar todos los términos.

Los ojos de Tom, preocupados, le buscaron y le sostuvieron la mirada:

– Emily, ¿qué pasa?

– Nada.

Pero bajó la vista y las comisuras de los labios se proyectaron hacia abajo.

– ¿Qué dijo Tarsy?

Emily rozó el borde del friso de madera que revestía la pared, junto a la puerta y habló mirándose la yema de los dedos.

– Lo que esperabas. Estaba furiosa.

Tom le tomó la mano.

– ¿Qué dijo?

– Me echó.

– Lo siento.

Emily retiró la mano, todavía sin mirarlo.

– Supongo que tendría que haberlo esperado. No es la chica con más tacto ni mejores modales del mundo.

– Emily, no me has contestado. Quiero saber qué dijo. Cuando te fuiste ayer, por la mañana, estabas razonablemente feliz y dijiste que irías después de hablar con ella. Ahora, dos días después, llamo a tu puerta y me preguntas "cómo estás", con la misma cortesía con que tratarías al reverendo Vasseler. Y no me miras ni me tomas de la mano. Tarsy te dijo algo, yo lo sé. ¿Qué fue?

Cuando Emily alzó los ojos hacia él, tenían una expresión de hondo desencanto.

– ¿Qué crees que dijo, Tom?

La miró ceñudo, confundido, unos segundos, hasta que comprendió que lo que había pasado entre las dos, fuera lo que fuese, no lo sabría por Emily. Se enderezó y afirmó, terco:

– Está bien, se lo preguntaré yo mismo.

– Como quieras -repuso con frialdad.

El temor lo atenazó. ¿Qué había hecho? ¿Qué fue lo que hizo cambiar a Emily de manera tan drástica, en menos de cuarenta y ocho horas? Aturdido, le tomó la mano y se acercó, pero Emily no alzó la vista.

– Emily, no seas así. Háblame, dime qué es lo que está molestándote.

– Será mejor que vuelva a cenar.

Se soltó de nuevo y puso distancia entre los dos.

– ¿Te veré mañana?

– Es probable.

– ¿Cuándo? ¿Dónde?

– Bueno, no sé, yo…

– ¿Puedo venir después de la cena? Podríamos ir a caminar o a cabalgar.

– Está bien -aceptó, sin entusiasmo.

– Emily…

Pero se sintió perdido, abandonado, sin claves acerca de cuál pudo ser su error. Se le acercó una vez más y la tomó de los hombros como para besarla, pero en ese momento habló Edwin desde el otro extremo de la sala.

– Emily, se te enfría la cena.

Tom suspiró, sintiéndose maltratado, y la soltó. Apretó los dientes, observó a su novia con creciente insatisfacción y se adelantó para que Edwin pudiese verlo.

– Buenas noches, señor -dijo con formalidad.

– Tom.

– Sólo pasé para saludar a Emily.

– Sí, bueno, es la hora de la cena. -Señalando con una servilleta blanca hacia el comedor, reconvino a la hija-: Emily, no tardes.

Cuando se fue, Emily murmuró:

– Será mejor que te vayas, Tom.

De repente, se le agotó la paciencia y no se esforzó por disimularlo. Retrocedió, dio un tirón irritado al ala del sombrero y dijo:

– ¡Está bien, maldición, me voy!

Abrió la puerta con fuerza suficiente para levantar bolas de polvo y la cerró tras él con la misma fuerza. Cuando se iba, sin un beso de despedida, sin haber recibido la bienvenida, echado como un perro y muy asustado, sus pasos resonaron con violencia sobre el suelo del porche.

¿Qué habría pasado? ¿Qué demonios habría pasado? A zancadas por el sendero cubierto de nieve, Tom sintió que su irritación crecía de punto. ¡Mujeres! Jamás habría esperado que Emily se comportase como una chica enfurruñada, sin explicar por qué. Dos días atrás, había peleado por ella y creyó que la había conquistado y sin embargo lo trataba con la tibieza del agua del baño en segunda vuelta. Algo había pasado para hacerla cambiar así, y si no fue Tarsy, ¿entonces, qué?

¡Maldita Tarsy! Tom dio un giro decisivo a su actitud. ¡Esa chica había dicho algo y se proponía averiguar de qué se trataba!

Unos minutos después, cuando llamó a la puerta, los golpes resonaron en toda la pared. Le abrió la misma Tarsy, pero no bien abrió unos centímetros y vio quién estaba de pie en el porche, trató de cerrarla otra vez. Tom metió el pie dentro y la aferró de la muñeca.

– Quiero hablar contigo -le dijo en voz áspera y monocorde, sin preámbulos-. Toma un abrigo y sal.

– ¡Puedes irte al infierno en bote!

– ¡He dicho que tomes un abrigo!

– ¡Suéltame la muñeca, estás lastimándome!

– ¡Que Dios me ayude, pero si no sales te la romperé!

– ¡Suéltame!

Le dio un tirón tan fuerte que se le sacudió la cabeza.

– ¡Está bien, congélate!

Sin esfuerzo, la hizo girar hacia el porche oscuro, cerró la puerta de un golpe y se plantó delante.

– Ahora, habla -le ordenó, amenazador.

– ¡Canalla! -Lo abofeteó con tal violencia que la cabeza le golpeó contra el marco de la puerta y le resonaron los oídos-. ¡Tú, come basura, traidor, pobretón!

Le pateó la espinilla.

Cuando se recuperó de la sorpresa, la sujetó por los antebrazos y se los cruzó sobre el pecho, arrojándola contra la pared.

– ¡Eres toda una dama, Tarsy! -pronunció con desdén, la nariz pegada a la de ella.

– ¡Tú sabes que no quieres una dama, Jeffcoat! ¡Quieres algo que se viste como un arriero de mulas y huele a mierda de caballo! ¡Bueno, la conseguiste y puedes quedarte con ella! ¡Es el más triste remedo de mujer que haya visto este pueblo y espero que los dos os marchitéis juntos!

– ¡Ten cuidado, Tarsy, porque estoy a un paso de darte una muestra de lo que le di a Charles la otra noche! Ahora, cuéntame: ¿qué le dijiste a Emily?

Tarsy le dirigió la parodia de una sonrisa. Levantó la barbilla y los ojos le brillaron con una luz vengadora:

– ¿Qué pasa, amorcito, ya no está tan ansiosa por dejar que la manosees? ¿No quiere desabrocharse los calzones, o acaso usa la misma ropa interior enteriza que los muchachos?

Le apretó los brazos con tanta fuerza que las costuras de las mangas se rompieron.

– Estás hablando de la mujer con la que voy a casarme y harías bien en recordar que los hombres no nos casamos con las que se dejan manosear.

Tarsy dilató las fosas nasales.

– Y tú quizá descubras que las mujeres no se casan con hombres que prueban a otras.

– ¡Le dijiste eso!

– ¿Por qué no? Podría haber sido verdad. En muchas ocasiones lo deseaste.

– ¡Perra mentirosa! -le dijo entre dientes.

– Lo quisiste, Jeffcoat -se jactó, con maliciosa satisfacción-. Docenas de veces me tocaste como jamás permití que lo hiciera otro hombre y te encantó. Te ponías tan caliente que me parecía ver brotar vapor de tus pantalones… ¡cuál es la diferencia, pues! Conoces mi cuerpo mejor que el suyo y no pienso dejar que lo olvide, porque me clavó un cuchillo en la espalda. ¡Quería casarme contigo, mujeriego! ¡Casarme contigo!, ¿me oyes? -gritó, con los ojos desbordantes de furia-. Si yo no puedo tenerte, nadie más podrá. ¡Espera y verás qué sacas de ella la noche de bodas!

Tom nunca había odiado a ningún ser viviente con semejante intensidad. Creció dentro de él como lava, ascendiendo hacia la superficie, provocándole un abrumador deseo de castigar. Pero esa chica era sucia… no valía la pena que se ensuciara las manos. Las dejó caer, incapaz de soportar el contacto un instante más.

– ¿Sabes? -le comentó en voz baja-. Compadezco al pobre pelele que consigas atrapar. Eso no será un matrimonio: será una condena a cadena perpetua.

– ¡Ja! -ladró-. ¡Por lo menos sabrá que está en la cama con una mujer!

– ¡Cállate!

La actitud de Tom cambió de repente, pasó de la hostilidad a la vigilancia, inclinando un oído hacia el pueblo.

– ¿No puedes aceptar…?

– ¡Silencio! -La pelea con Tarsy terminó tan rápido como empezó-. ¡Escucha! -Se volvió hacia los peldaños del porche y escudriñó en la oscuridad-. ¿Oíste eso?

– ¿Qué cosa?

Los ruidos llegaron flotando desde el pueblo, que estaba más abajo: una campana que tañía clamorosamente y el acompañamiento lejano de gritos inquietantes. Tom subió los escalones y aguardó, tenso, observando el cielo que se cernía sobre el pueblo.

– Oh, Dios mío -murmuró-. Fuego.

– ¿Fuego?

Dando un salto, traspuso los cinco escalones y cayó en el patio, lanzándose a correr.

– ¡Avísale a tu padre! ¡Rápido!

No esperó ni le importó si Tarsy lo seguía. Lo dominó el instinto y corrió atropelladamente atravesando el patio hacia la calle, y por ella hasta la zona comercial del pueblo, donde ya un resplandor anaranjado iluminaba el cielo. ¿El local de quién? ¿El local de quién? Si no era en la calle Grinnell, estaba muy cerca. Corrió, impulsado por la adrenalina, sin hacer caso del dolor que le traspasaba las costillas a cada choque de los talones con el suelo helado. El corazón le martilleaba. Le ardía la garganta. Casi se dejó caer en plomada colina abajo, sintiendo que la calle caía debajo de él, hasta que las casas le cortaron la línea del horizonte y perdió de vista la cúpula dorada que florecía en el cielo nocturno.

Más adelante, se oían chillidos de pánico. ¡Fuego! ¡Fuego! El tañido frenético de una segunda campana se unió al primero. Alrededor de Tom se abrían las puertas de las casas y la gente salía a los patios delanteros y corría como embrujada, sin molestarse en buscar un abrigo. "¿De quién es el local?", preguntaban todos, con voces agitadas de correr colina abajo.

No lo sé. Tom no supo si contestó en voz alta o sólo para sus adentros. Sus piernas se movían como engranajes de acero. Se le resecaron los ojos. Le quemaban los pulmones.

El hombre que corría detrás de él se puso a abrir puertas en la calle Burkitt, gritando dentro de las casas. En algún sitio, el lejano tintineo de un triángulo, de esos que se usaban para llamar a comer, se unió al tañido de las campanas de la iglesia, pero Tom casi no los oyó. Cerca del principio de la calle Burkitt, se unió a una masa de personas que se habían puesto en movimiento tan súbitamente como él. Se oyeron más fuertes las pisadas, que crecían en número a medida que la muchedumbre se acercaba a la calle Main, donde los que corrían se concentraron chocando entre sí como un rebaño en estampida.

¿De quién es el local? ¿De quién es?

La multitud pasó ante el hotel Windsor y se le unieron cinco hombres que salían corriendo de ahí con los brazos cargados de mantas, y un contingente de mujeres con cubos.