– Parece que es en uno de los establos.
Algunos corrían demasiado para gastar el aliento en especular. Otros, resoplaban e iban pasando la palabra que amenazaba con aspirar el aire de Tom a medida que iba corriendo.
¡Establos!
En medio de una niebla de temor y el rugir de su propio pulso, oyó retazos de otras palabras… es un incendio grande… tiene que haber sido el heno…
Lo olió desde tres manzanas antes. Dos antes, supo que no era el establo de Edwin. Desde la esquina de la calle Grinnell vio las llamas que ya estaban devorando los costados de su propio establo.
¡Oh, Jesús, no!
– ¡Saquen los caballos! -gritó, casi cien metros antes de llegar, corriendo como un loco-. ¡Tengo una yegua preñada ahí dentro!
Adelante, vio figuras que parecían hombres de fósforos carbonizados, pasando ante el edificio en llamas llenando baldes, formando una brigada, bombeando agua de la cisterna que estaba en la acera. El rojo carro de incendios, con las tres campanas sonando, se acercó balanceándose sobre los surcos helados delante de Tom, tirado por hombres que corrían, pues hubiese llevado más tiempo enganchar los caballos que llevarlo a pulso desde el cobertizo donde se lo guardaba, a dos manzanas de distancia. Lo pasó y alcanzó el centro del tumulto en el preciso momento en que alguien sacaba a Buck. El potro retrocedió asustado, mientras el sujeto trataba de calmarlo y llevarlo a lugar seguro.
Tom gritó, frenético:
– ¡Mi yegua! ¿Alguien pudo sacar a mi yegua?
– ¡No! ¡No hay ninguna yegua! ¡Hasta ahora, sólo el potro!
Otra voz gritó:
– ¡Accionen las bombas! ¡Extiendan esa manguera!
Doce voluntarios aferraron las manivelas del viejo coche de incendios Unión, pero era una antigua bomba, fabricada en 1853, y no respondía a las normas de la época. Cuando el insignificante chorro de agua cayó del pico de la manguera, Tom gritó:
– ¡Apunten el chorro a la derecha! ¡La hembra está en el tercer pesebre!
Otra voz exclamó:
– ¡Bombeen, muchachos, bombeen!
Los hombres se afanaron furiosamente a ambos lados del coche de incendios, accionando las manivelas de madera. Los caballos relinchaban aterrados. Los hombres daban órdenes a gritos. Los perros ladraban. Las mujeres formaron una brigada de cubos para volver a llenar el tanque de la vieja bomba Unión, mientras las otras mantenían apartados a los chicos, para que observaran desde lejos.
– ¿Quién está sacando mis caballos? ¿Alguien está ocupándose de mis caballos?
– Tranquilo, muchacho… está demasiado…
– ¡Quíteme las manos de encima! -Arrebató una manta a un miembro del contingente del hotel y corrió hacia los de la manguera, vociferando-: ¡Mójenme! ¡Voy a entrar!
La bomba ya había juntado bastante presión y cuando salió el chorro de agua, lo golpeó en el pecho. Un hombre le sujetó el brazo, interponiéndose un momento entre el agua y él. Era Charles.
– ¡No puedes, Tom!
Por una fracción de segundo, en los ojos de Tom brilló el odio.
– ¡Maldito seas, Charles, no tenías por qué hacer esto! ¡Vete al infierno! -Poniendo el hombro, lo apartó con brusquedad y pasó-. ¡Sal de mi camino!
– ¡Tom, espera!
Aparecieron Emily y Edwin en medio de la confusión, agarrando a Tom de los codos, rogándole, advirtiéndole, pero se libró de las manos y corrió al cobertizo en llamas.
Tras él, Charles ordenó:
– ¡Denme una de esas mantas!
– ¡No seas tonto, muchacho…!
– ¡Edwin, usted haga lo que quiera, pero yo no puedo dejar morir a esos animales sin tratar de salvarlos! ¡Tírame un poco de agua, Murphy!
– ¡Papá, déjame ir! -gritó Emily, tratando de librarse de sus manos, forcejeando ella también para conseguir una manta.
– ¡Ve a la bomba! -le ordenó su padre-. ¡Estando muerta no le ayudarás! ¡Ve a la bomba a ayudar a las mujeres!
– ¡Pero Buck está ahí dentro y…!
– ¡Ya ha sacado a Buck!
– ¡… y Patty, papá, está preñada!
– ¡Emily, usa un poco la cabeza! Ve a buscar tu maletín. Si logran sacar algún animal más, lo necesitará. ¡Después, ve a la bomba con Fannie y colabora para que el agua siga corriendo! ¡Mojen más mantas! ¡Yo también entraré!
– ¡Papá! -Le atrapó la mano. En medio del caos, intercambiaron miradas asustadas-. Ten cuidado.
El hombre le apretó la mano y corrió.
Dentro, Tom se acurrucó bajo la manta húmeda, corriendo en medio de un mar de humo. De inmediato, le ardieron y le lagrimearon los ojos, impidiéndole ver. El agua lo salpicaba, siseando al dar contra la madera ardiendo. ¡Dulce Jesús, las vigas ya ardían y comenzaban a caer sobre el suelo del altillo! El olor a cuero quemado, madera y estiércol le escoció en la nariz. Se enjugó los ojos con una punta de la manta empapada y se la aplastó contra la cara. Guiñando, pudo distinguir el contorno de su orgullo y su alegría: un coche Studebaker nuevo que estaba sobre la plataforma, donde lo había dejado. Un puñado de escombros llameantes cayó desde la capota de cuero. Rodeado por los chillidos aterrorizados de los caballos y los golpes sordos de los cascos, se olvidó de todo lo que no fueran seres vivos. Corrió a lo largo de una fila de pesebres abriendo puertas y gritando: "¡Arre! ¡Arre! ¡Vamos!". Luego recorrió el otro costado, sin pensar en un animal en particular. Tras él, algunos de los aterrorizados animales se resistían a salir de los pesebres o merodeaban confundidos, temerosos de avanzar hacia el fuego que rodeaba las salidas. Abrió la última puerta y se precipitó dentro, quedando aplastado contra la pared por Bess, una hembra de ojos salvajes, que intentaba darse la vuelta en ese pequeño espacio. Tiró la manta sobre la cabeza de la yegua y, formando un manojo bajo su mandíbula, la arrastró fuera. Aterrada, Bess clavaba las patas de adelante y relinchaba.
– ¡Maldición, Bess, vendrás, aunque tenga que arrastrarte!
Se elevó un poderoso rugido que le llenó los oídos como un huracán: el heno que se encendía en algún sitio. Estiró una pierna y pateó a Bess con fuerza en la ingle. El animal coleó con violencia y levantó las patas de atrás, haciendo caer a Tom, que tenía aferrada la manta. Golpeó con los tobillos contra la pared pero, cuando aterrizó, sin soltar la lana mojada, Bess se lanzó a trotar, desesperada.
Cuando salió del cobertizo en llamas, ya estaba arrancando la manta de encima del animal.
– ¡Agua! -gritó-. ¡Más agua aquí!
Cuando esa lluvia cayó sobre él, se quitó el sombrero de cuero, se empapó el cabello, se encasquetó de nuevo el sombrero y bajó las manos para que los guantes se llenaran de agua. Se dio la vuelta, protegido otra vez con la manta y se encaminó de nuevo al cobertizo mientras el chorro le azotaba la espalda y corría como un río helado dentro de su vendaje de yeso.
A tres metros en el interior del cobertizo, chocó con Charles que salía.
– ¡Tengo a Hank! -gritó sobre el rugido del incendio, llevando de la traílla a un caballo gris de silla -. ¡Tienes tiempo de sacar a otro, pero nada más!
Tom se abalanzó sobre el muro de calor y luz. Corriendo, respiraba a través de la manta pero, aún así, inhaló y sintió el humo acre y la madera quemada. La quemazón le llegó hasta los pulmones y creyó que iban a explotarle. Con los ojos irritados, llorosos, buscó y encontró a Rex, que lo siguió aliviado, sin resistirse. Pero cuando llegó afuera, se volvió y vio que una viga en la otra punta del edificio se derrumbaba con estrépito en medio de una lluvia de chispas que se convirtió rápidamente en una cortina blanca de llamas. Emily se adelantó corriendo para recibir a Rex.
– ¡No vuelvas, Tom, por favor!
– ¡Patty!
– ¡Déjala! ¡No lo lograrías!
– ¡Un viaje más!
– ¡No!
Lo agarró del brazo, pero se soltó y se encaminó otra vez adentro.
– ¡Agua! -gritó Emily sin pensarlo, al ver que se iba-. ¡Mójenlo!
Inspirando la última bocanada de aire limpio, Tom se puso la manta sobre la cabeza y se agachó, enfilando adentro. A pocos metros de la puerta, alguien le hizo una zancadilla desde atrás. Cayó a la tierra y se levantó de rodillas, indignado, mirando a Charles que estaba ayudándolo a levantarse.
– ¡Bliss, hijo de perra! ¿Qué estás haciendo?
– ¡No entrarás de nuevo!
– ¡Ya lo creo que sí!
– ¡Si lo haces, la harás viuda antes que esposa!
– ¡Entonces, cuídala bien por mí! -gritó, abalanzándose hacia las llamas antes de que Charles pudiese detenerlo.
Emily presenció la discusión conteniendo las lágrimas. Impotente, vio cómo Tom desaparecía en el incendio y luego, para su horror, Charles se dio la vuelta y les gritó a los hombres de la manguera:
– ¡Apúntenla a mi espalda!
El grito la sacó de su estupor.
– ¡Charles! ¡No! -exclamó, tratando de avanzar, pero Andrew Dehart que apareció con su carro de agua para ayudar a combatir el incendio, la arrastró hacia atrás.
– ¡No seas tonta, muchacha!
– ¡Oh, Dios, Charles también no!
Desesperada, se cubrió la boca con las palmas de las manos sucias. Pero Charles se metió de cabeza en el infierno, seguido por un insignificante chorro de agua.
– Hay un caballo que necesita atención -le recordó Dehart.
A desgana, Emily volvió junto a Rex, que tenía un tajo en la cruz y una quemadura en carne viva en la grupa. Cerca, alguien dijo:
– ¡Emily, aquí también hay uno que te necesita!
De pronto pareció que todos la necesitaban al mismo tiempo. Con la garganta agarrotada de temor, se zambulló en el trabajo, sustituyendo las lágrimas por la eficiencia, espolvoreando quemaduras con ácido bórico, aplicando a otros unos ungüentos especiales y hasta colocando un vendaje rápido en un brazo quemado, entre un animal y otro. Apareció la yegua preñada, llevada por Patrick Haberkorn, pero estaba muy quemada, loca de dolor, los ojos salvajes y caminando de costado, aterrada.
– ¡Busquen a Tom! -ordenó Emily, agarrando las bridas de Patty.
Ya sabía que habría que sacrificarla.
– No sé dónde está.
– ¡Pero ha entrado a buscar a Patty!
– Ella ha salido sola.
Patty chilló de dolor, retrocediendo y haciendo perder el equilibrio a Emily. Contempló la cara de Patrick sucia de hollín y sintió que la amenazaba un ataque de histeria. El fuego saltaba y extendía sus lenguas hacia el cielo, elevándose quince metros encima del techo del establo. Iluminaba la noche con su radiante brillo. Parecía quemar el cielo y secar los ojos, y convertía los rostros en caricaturas anaranjadas de bocas abiertas. La yegua relinchó otra vez y le recordó a Emily cuál era su responsabilidad.
– Consíganme una pistola -ordenó, en voz monocorde.
En ese momento, Fannie se acercó a ella, angustiada.
– Tu padre, ¿no lo has visto…?
Emily se volvió hacia Fannie, sintiendo como si una banda le apretara la garganta.
– ¿Papá?
– ¿No ha salido?
– No lo sé.
Patrick le entregaba la pistola y sólo podía concentrarse en una emergencia cada vez. Tomó el arma, la apoyó en la cabeza de la yegua y tiró del gatillo. Cerró los ojos antes de que se oyera el apagado estallido y se alejó para no oír el último aliento de la bestia. Cuando los abrió, vio a Fannie de cara al infierno y se acercó a tomarle la mano y a mirar, ella también. Las llamas atravesaron el techo y una parte de este cayó sobre el altillo donde se guardaba el heno. Se oyó una explosión cuando tomó el fuego otra parte del henil. En un tono que revelaba su impresión y su incredulidad, dijo:
– ¡Oh, Dios, Fannie, Tom también está ahí adentro!
Viendo la tragedia ante sus propios ojos, las dos mujeres permanecieron tomadas de la mano, impotentes. El calor les abrasaba las caras. Las lágrimas y las ondas provocadas en el aire por el calor les distorsionaban la visión del tremendo espectáculo, que bailaba y ondulaba contra el cielo nocturno.
Los hombres formaron un cordón obligando a la muchedumbre a mantener la distancia.
– ¡Retrocedan… atrás!
Emily y Fannie caminaron hacia atrás, aturdidas. En algún momento, durante esa espera, apareció Frankie, con los ojos dilatados de miedo.
– ¿Dónde está papá? -preguntó, vacilante, tomando la mano de la hermana con la suya, más pequeña, y la vista fija en el incendio.
– Oh, Frankie -se desesperó, arrodillándose y abrazándolo.
Apretó la mejilla contra la de su hermano y lo retuvo con fuerza, mientras el incendio les iluminaba las caras. Lo sintió tragar y sintió que se le aflojaba la mandíbula mientras contemplaba el pavoroso espectáculo que tenían delante.
– ¿Pa? -dijo el chico en voz queda, con el cuerpo inmóvil.
A Emily se le contrajo la garganta, le ardieron los ojos y abrazó a Frank con más fuerza. Le brotaban lágrimas calientes, que el intenso calor evaporaba antes de que llegasen a la barbilla. Junto a ella, Fannie miraba las llamas, llorando sin mover un músculo.
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