El caos que los rodeaba era tan grande que ninguno de los tres oyó a Edwin hasta que los llamó desde atrás.
– ¡Fannie! ¡Emily!
Se volvieron a una.
– ¡Papá!
– ¡Papá!
– ¡Edwin!
Frankie se abalanzó a los brazos del padre, llorando a gritos. Emily se aferró a su cuello, al tiempo que Fannie daba dos pasos hacia él, se tapaba la boca y comenzaba a sollozar como no lo había hecho mientras lo creía perdido.
– ¡Papá! Creímos que estabas ahí dentro -gritó Frankie, y tanto él como su hermana se colgaron del cuello sucio del padre.
Edwin soltó una carcajada ahogada, conmovida.
– Saqué a dos caballos por la puerta trasera y los llevé a nuestro corral.
– Oh, papá.
Emily no podía dejar de nombrarlo.
Sin soltar a Frankie, Edwin la rodeó con el otro brazo.
– Estoy bien -murmuró, emocionado-. Estoy muy bien.
Miró por encima de los hijos que se le colgaban, y vio a Fannie, los ojos desbordando lágrimas y la boca tapada.
– ¿Tú también lo creíste? -preguntó, librándose del abrazo de los hijos.
Abrió los brazos y Fannie se refugió en ellos.
– Gracias a Dios -murmuró, cerrando los ojos contra la mejilla ennegrecida-. Oh, Edwin, creí que te había perdido.
El hombre le posó la mano sobre el cabello y la atrajo hacia él, sin preocuparse del círculo de miradas curiosas dirigidas hacia ellos, de los vecinos que eran testigos del abrazo. Fannie fue la primera en apartarse, con la frente surcada por pliegues de preocupación.
– Edwin, ¿has visto a Tom o a Charles salir del otro lado?
Edwin dirigió su atención hacia el edificio que, para entonces había comenzado a derrumbarse sobre sí mismo. Hasta los hombres de la bomba habían desistido en sus esfuerzos por combatir el fuego. Los que se ocupaban de la manguera la sostenían inerte, viendo que del extremo sólo brotaban unas gotas. Junto a la cisterna, las manos de las mujeres estaban quietas sobre la manivela de la bomba, que se había calentado por el intenso calor. A sus pies estaban los baldes llenos, sin usar.
Edwin tragó saliva y murmuró:
– Dios querido.
Emily y Frank se quedaron inmóviles junto a él, teniéndose de las manos, con la vista fija en el fuego.
En ese instante, alguien llamó:
– ¡Emily, ven, rápido! -Era el dueño del hotel, Helstrom, que gesticulaba, desesperado, y luego tomó el brazo de Emily y la arrastró con él-. En la parte de atrás. ¡Esos dos hombres están ahí, en una pila!
Todos corrieron: Emily, Edwin, Fannie y Frank, seguidos por muchos otros, que iban detrás de Helstrom trasponiendo la abertura de la cerca, rodeando el corral hacia la parte de atrás del edificio donde un grupo de hombres se arrodilló junto a un montículo donde yacían los cuerpos inertes de Tom y Charles. Envueltos en mantas húmedas, los dos estaban desparramados sobre el suelo, con los ojos cerrados y las caras manchadas. El doctor Steele ya se arrodillaba junto a Tom y abría el maletín. Emily se arrodilló junto a él.
– ¿Están vivos?
Steele levantó un párpado de Tom, se colocó el estetoscopio en las orejas y escuchó con atención.
– Jeffcoat sí, aunque no respira bien. Debe haber inhalado mucho humo. ¡Traigan nieve! -pidió, al mismo tiempo que iniciaba una revisación superficial.
Revisó el cabello mojado y enredado de Tom, que había quedado protegido por el ancho Stetson de cuero; la cintura, envuelta en el yeso húmedo, eficaz como amianto; el tronco y los muslos, que estaban cubiertos por gruesa piel de oveja, cuyo forro había creado una barrera protectora de agua. Hasta el angosto espacio entre esta y las botas altas de cuero había quedado intacto. Steele se cercioró de ello, a continuación le quitó los guantes, inspeccionó las manos de Tom y anunció:
– Increíble. Ni una quemadura, nada más que las cejas chamuscadas.
Mientras Steele iba a atender a Charles, Emily se inclinó sobre Tom, todavía muy angustiada por su respiración. Incluso sin emplear el estetoscopio, oyó el estridente silbido que acompañaba cada respiración y vio cuánto esfuerzo hacían los pulmones.
No te mueras… no te mueras… sigue respirando… perdón… te amo…
Tras ella, el doctor Steele anunció:
– Bliss no corre peligro grave, aunque tiene las manos quemadas. ¿Dónde está esa nieve que pedí?
¡Charles! ¿Cómo pudo haberse olvidado de él? Se dio la vuelta y lo vio acostado de espaldas contemplando las estrellas, con las manos hundidas en cubos con nieve. Cuando se inclinó sobre él, le sonrió sin fuerzas.
– Hola, Em -susurró.
– Hola, Charles -le respondió, con voz ahogada por la emoción-. ¿Cómo te sientes?
– No lo sé muy bien. -Alzó una mano floja para tocarse la cara, haciendo caer puñados de nieve-. Creo que aún estoy vivo.
La muchacha le bajó con suavidad el brazo.
– Tienes las manos quemadas. Conviene que las dejes metidas en la nieve hasta que el doctor Steele pueda vendártelas. -Le quitó con ternura la nieve de la mejilla y, en voz trémula, a punto de llorar, le regañó con cariño-: Tonto, querido… ¿dónde estaban tus guantes?
– No me paré a pensarlo.
– Vosotros dos empezáis a ser muy problemáticos, ¿sabes? siempre hay que estar curándoos en mitad de la noche.
El herido sonrió lánguidamente y dejó que se le cerraran los ojos.
– Sí, ya lo sé. ¿Cómo está él?
– Todavía respira, no tiene quemaduras, pero está inconsciente. ¿Quién sacó a quién?
Charles abrió otra vez los ojos, fatigado:
– ¿Acaso importa?
De ese modo, supo que había sido Charles el que sacó afuera a Tom. Luchó contra el corazón desbordante de gratitud y perdió la batalla por contener el llanto:
– Gracias, Charles -susurró, inclinándose para besarle la frente.
Cuando se incorporó, el joven le dijo en voz quebrada:
– ¿Em?
Emily tenía un nudo en la garganta y, como no podía hablar, lo miró a través de las lágrimas que deformaban ese rostro querido, ennegrecido, de barba chamuscada y ojos enrojecidos.
– Él cree que yo inicié el fuego. Dile que no lo hice. ¿Se lo dirás…?
– Shhh.
Le tocó los labios.
– Pero tienes que decírselo.
– Lo haré en cuanto vuelva en sí.
– Se recuperará, ¿no, Em? No va a morir. -Por las comisuras de los ojos se deslizaron lágrimas, trazando sendos surcos blancos que descendían por las sienes. De pronto, Charles rodó de costado, se agarró a la manga de la chaqueta de Tom y se arrastró más cerca del hombre inconsciente-. Tom, yo no lo hice, ¿me oyes? ¡No te mueras sin escucharme! ¡Jeffcoat, maldito seas, n-no te at-atrevas a mo-morir!
Se le agotaron las fuerzas y cayó de espaldas, sollozando, cubriéndose los ojos con un brazo. El pecho se alzaba lastimosamente. Le goteaba nieve de los dedos.
El llanto de Emily arreció cuando se inclinó sobre él, protegiéndolo de las miradas curiosas.
Oh, Charles, mi querido, querido Charles. Creo que nunca te quise tanto como en este momento.
Irrumpió la voz del médico.
– Déjeme atender las manos de este hombre y que alguien abrigue a Jeffcoat con mantas.
En pocos minutos, vendaron las manos de Charles, cuyas peores quemaduras estaban en el dorso y los dos hombres eran cargados en carretas. Al ver la que se llevaba a Charles, Emily sintió que se le estrujaba el corazón, pero Tom estaba tendido en la segunda carreta, inconsciente, y su vida aún pendía de un hilo.
Mientras la carreta avanzaba, sus ocupantes guardaron un respetuoso silencio. Sobre el pueblo se cernía el olor del humo y, lentamente, las madres hacían entrar a los hijos en las casas.
Al llegar a la casa de Tom, un grupo de voluntarios lo cargó dentro, lo acostó en la cama y saludó a Emily con la cabeza a medida que salían en fila. Por último, entró su padre.
– Me quedaré -le anunció Emily en voz baja-, lo cuidaré hasta que esté mejor.
El padre posó en su hija la mirada triste y cariñosa.
– Sí, lo sé -dijo, aceptando la decisión sin discutir.
– Y me casaré con él en cuanto tenga fuerza suficiente para ponerse en pie.
– Sí, lo sé.
– Papá…
– Mi cielo…
Se arrojó en sus brazos antes de que terminara de pronunciar la palabra cariñosa. Más lágrimas, calientes y curativas, enturbiaron el mundo que veía más allá de los hombros del padre.
– No sabes cuánto lo lamento -logró decir Edwin en voz quebrada.
– Oh, papá, lo quiero tanto… Tiene que vivir.
– Vivirá.
Se aferró a esa figura familiar. Oh, esos maravillosos brazos tranquilizadores de padre… qué sólidos parecían y cuánto los necesitaba en ese momento… Aunque lo hubiese desafiado, nunca dejó de necesitar su consuelo, su amistad y su aprobación. Sin ellos, se habría sentido desgraciada.
– Pensé que tendría que elegir entre los dos y no sé qué hubiese hecho sin ti.
– No tendrás que afligirte más por eso. Soy un viejo empecinado… Fannie me hizo comprenderlo. Pero no me oirás decir una palabra más. Tienes a un buen hombre. Lo supe desde el principio, pero fui demasiado orgulloso para decirlo. Lamento lo que dije la otra noche.
Lo estrechó con más fuerza, sintiendo como si saliera de la sombra al sol.
– Eres el mejor padre que existió jamás.
La apretó contra su pecho y luego se apartó aclarándose la voz, cohibido, mientras Emily se enjugaba las lágrimas con la manga.
– Bueno… -dijo Edwin.
– Sí… bueno…
Ninguno de los dos sabía cómo cerrar la delicada situación.
Por fin, Emily preguntó:
– ¿Puedes mandar a Frankie con ropa limpia para cambiarme?
– Haré algo mejor que eso. Te la traeré yo mismo, en cuanto me asegure de que Charles está instalado. Lo han llevado a nuestra casa, ¿sabes? Fannie insistió.
– Bien, se merece lo mejor.
Edwin tomó una de las manos sucias y se la llevó a los labios.
– Me temo que lo mejor ya se lo llevó otro.
– Oh, papá.
– Tú ve a ver a tu muchacho -dijo Edwin, peligrosamente cerca de la emoción, otra vez.
Emily le dio un beso en la mejilla, en cariñosa despedida.
– Y tú, ve a darte un baño. Apestas.
Capítulo 20
Cuando salió Edwin, Emily cerró la puerta y se quedó mirándola con fijeza. Le parecía que el dormitorio estaba a kilómetros de distancia. Le dolían los hombros, le ardían los ojos, sentía la garganta reseca e inflamada, pero se obligó a mover los pies. Se detuvo en la entrada del dormitorio de Tom, contemplando la figura inmóvil sobre la cama, conteniendo el aliento para escuchar su respiración. Cuando inhalaba, le silbaba en la garganta un viento invisible. Cuando exhalaba, el aliento salía acompañado por un resuello estrepitoso.
Se acercó al lado de la cama y lo observó, desalentada, con ganas de llorar, pero comprendió que eso no serviría de nada. ¡Si hubiese alguna forma de ayudarlo…! Pero el doctor Steele había dicho:
– No se puede hacer nada por sus pulmones: o se curan o no. Límpielo bien. Manténgalo caliente. Cierre las ventanas, porque el pueblo está lleno de humo. Si se despierta, dele comida ligera. Un cuerpo en reposo no necesita mucho alimento, pues vive de su propia grasa.
Límpielo bien, manténgalo caliente. Parecía hacer muy poco por alguien a quien amaba tanto y al que había rechazado la última vez que hablaron.
Se arrodilló y posó los labios en la mano derecha sucia. No te mueras, Tom Jeffcoat, ¿me oyes? Si mueres, jamás te lo perdonaré.
Después de agotar otra oleada de sentimentalismo, se puso de pie con esfuerzo, fue a la cocina, encendió el fuego y sacó agua caliente del tanque. Con una palangana, volvió al dormitorio a lavar a Tom.
Lo hizo con amor, sin que le pesara la menor sensación de impropiedad. Al contrario, se sentía con derecho, pues lo amaba íntegramente y, si vivía, cuidaría de su bienestar por el resto de sus vidas. Le lavó la cara, con los párpados inmóviles y las pobres facciones magulladas, como catalogándolas, rogando poder ver esa cara en la almohada, junto a ella, todas las mañanas de su vida, poder ver cómo se cargaba de años, de arrugas, de carácter, a medida que envejecían juntos.
Lavó las manos callosas, laxas, de dedos largos, que la conocerían de todas las maneras, que le rozarían la piel a impulsos de la pasión y le frotarían la espalda cuando estuviese fatigada, algún día cargarían a sus hijos y que, con el yunque de los antepasados y los ocho caballos que le quedaban, los proveería en los años futuros.
Le lavó los brazos y el pecho… pecho ancho, brazos vigorosos, sobre el borde del sucio yeso, y detuvo la mano sobre el corazón que latía lento y regular, y lo besó ahí por primera vez.
Le lavó las largas piernas, los pies, que lo llevarían por un corredor hacia ella, a trasponer un umbral, y al interior de ese mismo dormitorio, un día cercano, el venturoso día de la boda.
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