En el asiento de adelante, Fannie Cooper, vestida de marfil, llevaba un enorme sombrero con redecilla y, junto a ella, Edwin Walcott se erguía orgulloso, sacando el pecho, resplandeciente, con sombrero de copa de castor, chaqué de color canela y sujetaba un látigo de coche de paseo adornado con otra roseta de papel con cintas.

Tras ellos iban Emily Walcott, con el elegante vestido de bodas gris plateado de su madre, un ramillete de florecillas en el pelo y, a su lado, Thomas Jeffcoat, deslumbrante con su atuendo gris paloma: sombrero de copa, guantes, levita de doble abotonadura y pantalones a rayas. Acuclillado entre las rodillas de ellos, luciendo un traje marrón nuevo y su primer cuello de puntas vueltas, corbata a la inglesa, radiante de alegría, Frankie se puso de pie mucho antes de que su padre tirase de las riendas y vociferó a todo pulmón:

– ¡Eh, Earl, mira esto! ¡Qué te parece!

Cuando Edwin frenó a Jet frente a la Iglesia Episcopal, los invitados estaban riendo. Frankie se encaramó a las piernas de Tom y bajó de un salto para mostrarle a Earl el nuevo traje e instarlo a admirar el decorado landó. Edwin metió el látigo en su soporte, saltó del vehículo como si tuviese veinte años, incapaz de atenuar la sonrisa mientras ayudaba a Fannie a apearse. Tom bajó con menos agilidad, pues bajo las elegantes prendas de boda ocultaba el vendaje de yeso, pero cuando levantó la mano para ayudar a su futura esposa, la ansiedad de su expresión era inconfundible. Tomó la mano desnuda de Emily con la suya, enguantada de gris, y la oprimió con mucha más fuerza de la necesaria, transmitiéndole un mensaje de regocijo.

– Están sonriendo -murmuró, de espaldas a la iglesia.

– Ya lo veo -respondió con disimulo mientras bajaba-. ¿No es maravilloso?

En efecto, sonreían: todos los presentes, contagiados por la felicidad inocultable que resplandecía en los rostros de los contrayentes que bajaban del carruaje, sin una sola prenda de luto a la vista.

Emily y Tom dieron la cara a la muchedumbre y vieron cómo Edwin, que aferraba con gesto posesivo el codo de la mujer, y Fannie avanzaban delante sobre las planchas de madera que hizo colocar el reverendo Vasseler para cruzar la zanja desbordante. Tom también sujetó a Emily del codo y siguieron a la pareja mayor, que recibía felicitaciones de izquierda y derecha, antes aún de que se pronunciaran los votos.

El reverendo Vasseler los esperaba en la escalinata de la iglesia, Biblia en mano, sonriendo a los recién llegados; cuando se detuvieron en el peldaño inferior, estrechó la mano de cada uno.

– Buenos días Edwin, Fannie, Thomas, Emily… y señorito Frank.

– Es un hermoso día, ¿verdad? -dijo Edwin, en nombre de todos ellos.

– Sí, lo es. -El sacerdote escudriñó el cielo sin nubes, y el viento le levantó el cabello que comenzaba a escasear y luego se lo aplastó de nuevo-. Se podría pensar que el Señor envía un mensaje, ¿no?

Tras el benévolo comentario del religioso, entraron en la iglesia en procesión, Vasseler a la cabeza, seguido por las dos resplandecientes parejas, Frankie, y después, toda la multitud.

Sonó el órgano y sopló el viento por las ventanas abiertas. La iglesia estaba decorada con más varillas de sauce y había escarapelas blancas en cada banco. Frankie se sentó adelante entre Earl y los padres de este, y cuando acabó el barullo de las personas acomodándose, el reverendo Vasseler levantó la barbilla y alzó la voz, clara y fuerte.

– Mis bienamados… hoy estamos aquí reunidos, a la vista de Dios, para unir a este hombre y a esta mujer… -Hizo una pausa y posó la mirada sobre una pareja y sobre la otra-…y a este hombre y a esta mujer… en sagrado matrimonio.

Las sonrisas brotaron por todos lados, hasta en el hombre que oficiaba.

Pero desaparecieron cuando se pronunciaron los votos, pues cuando Edwin tomó las manos de Fannie y la miró a los ojos, el amor que irradiaba entre los dos brilló con tanta claridad como la plata que les veteaba el cabello.

– Yo, Edwin, te tomo a ti, Fannie…

– Yo, Fannie, te tomo a ti, Edwin…

La pareja mayor emitía una luz especial que hacía brillar lágrimas en los ojos de muchos de los presentes y los mantuvo embelesados mientras Edwin, tras las últimas palabras, ponía la mano derecha de Fannie sobre su propio corazón y la cubría con la suya, para que todos lo vieran.

Después, Tom y Emily se pusieron cara a cara y los corazones volaron otra vez hacia ellos cuando unieron las manos e intercambiaron promesas con los ojos, antes aún de hacerlo con los labios. Ante Dios y ante los hombres, sólo conscientes el uno del otro, emanaba de ellos una serenidad superior a la de sus años cuando pronunciaron los votos en voces que se oyeron hasta en el último banco.

– Yo, Thomas, te tomo a ti, Emily…

– Yo, Emily, te tomo a ti, Thomas…

Pronunciadas las últimas palabras y las bendiciones, el reverendo Vasseler abrió los brazos como impartiendo una bendición personal y dijo:

– Ahora, pueden besar a las novias.

Cuando los contrayentes se dieron sus primeros besos de casados, las mujeres presentes sacaron pañuelos de las mangas, y los hombres se pusieron rígidos y miraron hacia adelante, para disimular que ellos también tenían un brillo húmedo en los ojos. Y cuando los recién casados, tras los primeros besos, se separaron e intercambiaron compañeros, las emociones se hicieron más intensas todavía. Edwin besó a su hija y Tom a su flamante suegra, a continuación de lo cual las dos mujeres se dieron un sentido abrazo y los dos hombres un sincero apretón de manos. El órgano arrancó con la música final del servicio y cuatro caras sonrientes se volvieron hacia las puertas abiertas, deteniéndose un momento todos del brazo, como para decirle al mundo que, entre ellos, el amor, el honor y el respeto se manifestaba de cuatro modos.

Tomados del brazo, Emily y Tom encabezaron la marcha hacia la salida, seguidos por Edwin y Fannie que, al pasar por el primer banco, recogieron a un Frankie sonriente y salieron de la iglesia tomados de la mano.

Afuera, llovió el arroz y las novias corrieron por la tambaleante pasarela de madera, abordaron el landó cubierto de cintas y apartaron las faldas para que dos esposos felices subieran tras ellas. Frankie se agachó en el asiento de adelante y pidió las riendas, resplandeciente como una luna llena cuando Edwin accedió y le entregó el látigo con cintas colgando del mango.

Atravesaron el pueblo, las novias acurrucadas en brazos de los esposos, protegidos por un arco de varas de sauce y rosas blancas, seguidos por el repiqueteo de zapatos y teteras que chapoteaban en las calles mojadas, detrás del Studebaker.

El banquete de bodas, provisto por amigos, clientes y feligreses, se realizó en Coffeen Hall. La celebración duró hasta últimas horas de la tarde y, cuando terminó, el viento se había llevado lo que quedaba de nieve, dejando el valle desnudo, listo para recibir sus galas primaverales.

Una hora antes del atardecer, dos novias con sus novios abordaron una vez más el landó. Frankie se quedó, saludándolos con la mano con su traje nuevo arrugado y manchado de comida. Pasaría la noche en casa de Earl y, al día siguiente, como le prometió al padre, él y su amigo lavarían el coche, como regalo de bodas.

Pero en ese momento, fue rodando sobre el barro del deshielo, tan salpicado y manchado como la apariencia de los dos chicos, con las cintas sucias y las rosetas aplastadas. No importaba. El proceso de ensuciarlo fue dichoso y memorable.

El anochecer era tibio, las ruedas susurraban. Edwin guiaba, con la mejilla de Fannie apretada contra la manga. En el asiento de atrás, las manos de Emily y Tom se unían sobre la falda gris perla. Pero la mejilla de la muchacha no estaba apoyada en la manga del esposo sino expuesta al viento, caliente de expectativa, mientras Tom le oprimía la mano con vehemencia y los pulgares de los dos jugaban a perseguirse.

Al llegar a la casa de Tom, Edwin frenó a Jet. Se volvió, apoyó un brazo en el respaldo del asiento, y miró a su hija y a su flamante marido.

– Bueno… -Dirigió una sonrisa cariñosa a ambos-. Feliz día de boda -dijo, en tono suave y sincero-. Sé que lo ha sido para nosotros.

Tomó la mano de Fannie y, por un momento, volvió la sonrisa hacia ella.

– Para nosotros, también -respondió Emily-. Gracias, papá. -Lo besó sobre el respaldo del asiento y luego a Fannie-. Gracias a los dos. Ha sido un día maravilloso y el landó resultó una sorpresa estupenda.

– Eso pensamos -dijo Fannie-. Y fue divertido juntar varillas de sauce, ¿no es cierto, Edwin?

Rieron, aliviada por un momento la angustia que acompañaba el instante del adiós en que la hija se marchaba para siempre de la morada del padre. Tom se bajó, ayudó a Emily y se quedaron los dos junto al coche, mirando a la pareja que estaba en él. Tom se acercó, tomó una mano de Edwin y otra de Fannie, y las estrechó con franqueza:

– No os preocupéis por ella. Me encargaré de que sea tan feliz como lo seréis vosotros, el resto de su vida.

Edwin asintió, sin atreverse a hablar. Tom le soltó la mano y se inclinó para besar a Fannie.

– Sed felices -murmuró esta, apretándole las mejillas-. La felicidad lo es todo.

– Lo somos -repuso, dando un paso atrás.

– Fannie…

También Emily aceptó un beso y las emociones se agitaron otra vez.

Como siempre, Fannie supo cómo terminar ese delicado momento con la mezcla apropiada de afecto y decisión:

– Nos veremos mañana. Felicidades, querida.

– A ti también, Fannie.

– Adiós, papá. Hasta mañana.

– Adiós, preciosa.

El landó se alejó, arrastrando las cintas manchadas. Una pareja de novios lo vio irse, pero antes de que hubiese llegado a la esquina, se dieron la vuelta para mirarse entre sí.

El novio sonrió.

La novia sonrió.

Él le tomó la mano.

Ella se la dio sin reservas.

Caminaron juntos hasta la casa. En la escalinata del porche, Tom dijo:

– Lamento no poder entrarla en brazos, señora Jeffcoat.

– Podrás hacerlo en nuestras bodas de plata -respondió, mientras subían los escalones hombro con hombro.

Tom abrió la puerta y entraron en la cocina, donde todo estaba silencioso, sereno, bañado en la luz del sol. Juntaron las palmas, los pies tocándose, sin pensar en veinticinco años, sino en una sola noche.

– Ha sido un día de bodas maravilloso, ¿no? -preguntó Tom.

– Sí, lo ha sido. Lo es.

– ¿Estás cansada?

– No, pero tengo los pies mojados.

– ¿Los pies?

– De cruzar el patio.

– Ahora estás en casa. Puedes quitarte los zapatos cuando quieras.

La sonrisa no llegó a los labios, sólo fue una insinuación en los ojos.

– Está bien, lo haré, pero, ¿puedes besarme, primero? Lleva mucho tiempo quitarse los zapatos.

La sonrisa del hombre fue amplia, desbordante de alegría por esa falta de pudor.

– Oh, Emily… no hay nadie como tú. Me encantará ser tu esposo.

Estaban tan cerca que sólo tuvo que curvar los brazos para atraerla hacia él. La besó, ladeando la cara para encontrarse con la de ella levantada, estrechándola contra la curva del hombro, los dos casi inmóviles pegados uno al otro, apenas inclinados por la cintura. Fue un comienzo dulce, donde se saborearon con calma, sin prisa, dejando que las bocas cambiaran de forma, se ajustaran y se regodearan, manteniendo el resto del cuerpo casi inmóvil.

Cuando las bocas se separaron, aunque sólo el ancho de un cabello, Emily ya había olvidado cómo moverse.

– Los zapatos -murmuró el hombre, rozándole los labios con el aliento.

– Ah… mis zapatos -dijo, soñadora-. ¿Qué zapatos?

Tom sonrió y le besó con delicadeza el labio superior… el de abajo… la comisura de la boca, donde sondeó, inquisitivo con la punta de la lengua, para luego recorrerla como si estuviese cruzando el arco iris, hasta la otra comisura.

– Ibas a quitarte los zapatos -le recordó, con voz aterciopelada.

– Ah, sí… ¿dónde están?

– Por algún lado, ahí abajo.

– ¿Abajo, dónde?

– En alguna parte, en tus pies mojados.

– Ahh…

Tom inclinó la cabeza un poco más y su boca se acopló a la de ella con increíble perfección. Mientras las lenguas se hundían a fondo probando por segunda vez, la mano de Tom jugueteó al azar en la parte baja de la espalda de Emily. Todavía apoyados uno en otro, manteniendo un contacto mínimo, los dedos del hombre trazaron dibujos circulares en la cintura de la mujer, donde sobresalían ganchos y lazos en el vestido plateado. En un momento dado, la muchacha apartó los labios y murmuró, con la boca en la barbilla de él:

– ¿Thomas?

– ¿Eh?

– Mis zapatos.

– Ah, sí.

Se aclaró la voz, la llevó de la mano hasta un banco de la cocina, Emily se sentó y lo miró, con las mejillas teñidas de un adorable rubor. Tom se apoyó en una rodilla ante ella, buscó bajo la falda y encontró uno de los delicados tobillos, que atrajo hacia sí y examinó en silencio. Llevaba zapatos altos abotonados, de cuero gris perla con forro de seda, que encerraban el pie hasta más arriba del tobillo.