– Por supuesto que seré amable con ella, lo sabes. Es que…
Los ojos de ambos se encontraron e intercambiaron un mensaje silencioso. La llegada de Fannie representaba mucho más que la llegada de una ayuda. Representaba el primero de una serie de pasos finales. Hasta ese momento habían vivido con la ilusión de que un día Josephine se levantaría, otra vez recuperada, y se haría cargo de sus tareas. Que la vida volvería a la normalidad. A partir de la llegada de Fannie, esa idea quedaría sepultada con la misma fatalidad oscura con que sabían que esta mujer, la esposa y madre, yacería en su descanso eterno, en un futuro cercano.
Edwin sintió un nudo en la garganta y escozor en los ojos. Se inclinó hacia adelante cubriendo el frágil torso de Josephine con el suyo, robusto, y deslizó las manos entre ella y la pila de almohadas. Apoyó la mejilla sobre la sien de su mujer, sin atreverse a descansar todo su peso en ella. La sintió extraña, huesuda y devastada. Era curioso que sintiera una pena tan honda al percibir la diferencia entre ese cuerpo consumido del que había obtenido tan poco placer cuando era rollizo y saludable. Quizá fuese justamente eso lo que lamentaba.
Querida Josie, te prometo fidelidad hasta el fin… es lo menos que puedo ofrecerte.
Josie lo estrechó y cerró con fuerza los ojos, defendiéndose del dolor de perderlo a manos de Fannie, preguntándose por qué nunca pudo recibir deseosa el abrazo en los años que estuvo sana.
Mi queridísimo Edwin, ella te dará la clase de amor que yo nunca pude darte… estoy segura.
Capítulo 3
Al día siguiente, Emily estaba en la oficina del establo, cuando Tarsy Fields entró volando, como una cometa con el hilo roto.
– ¡Emily!, ¿todavía no lo has visto? ¡Es magnífico!
Tarsy tendía a gesticular en exceso, a exagerar y a mostrar un entusiasmo desbordante hacia todo lo que le gustaba.
– ¿Si he visto a quién?
– ¡Al señor Jeffcoat! Tom Jeffcoat… ¡no me digas que no has oído hablar de él!
– Ah, ese.
Emily compuso un semblante de disgusto, se volvió y siguió preparando la cataplasma de semilla de lino para la pata de Sergeant.
– ¿Trajo a su caballo aquí?
– Somos el único establo del pueblo para alojar caballos, ¿no?
– ¡De modo que lo viste! Y, seguramente, lo conociste. Oh, Emily, qué afortunada eres. Yo sólo pasé junto a él en la acera cuando salía del hotel y no tuve oportunidad de hablarle o presentarme, pero entré y le pregunté el nombre al señor Helstrom. Tom Jeffcoat… ¡qué nombre! ¿No es deslumbrante?
Tarsy unió las manos, estiró los brazos y alzó la mirada hacia las vigas, en un arranque de éxtasis.
¿Deslumbrante? ¿Tom Jeffcoat? ¿El hombre que carecía de mangas y de buenos modales? ¿El sabelotodo vulgar, que se proponía arruinar el negocio de su padre?
– No me fijé -repuso Emily, con acritud, al tiempo que esparcía la espesa pasta amarilla sobre un trapo blanco.
– ¡Que no te fijaste…! -chilló Tarsy, tirándose sobre el banco que estaba junto a Emily, inclinándose por la cintura y echándole el aliento-. ¡No te fijaste en esos brazos musculosos! ¡Y esa cara! ¡Esos ojos! Emily, mi abuela, que tiene cataratas, lo habría notado. Por Dios, esas pestañas… esos límpidos estanques… los párpados caídos… ¡pero si me miró y casi me desmayé!
Fingió un desmayo y cayó sobre el banco de trabajo como una bailarina de ballet que representara una muerte, volcando una botella de ácido fénico con la mano.
– Tarsy, ¿te molestaría desmayarte en algún otro sitio? -Enderezó la botella-. ¿Cómo pudiste fijarte en todas esas cosas, si sólo pasaste junto a él en la acera?
– Una chica tiene que fijarse si no quiere terminar su vida soltera. Francamente, Emily, no me digas que no advertiste lo apuesto que es.
Emily tomó el linimento y se digirió a la parte principal del establo, mientras Tarsy la seguía y continuaba con las alabanzas.
– Apuesto a que tiene cincuenta pestañas por cada una de las de Jerome. Y cuando sonríe, se le forma un hoyuelo en la mejilla izquierda. Y los labios… oh, Emily. -Parecía que iba a fingir otro desmayo, pero se irguió para exigir-: Dime todo lo que sepas de él. ¡Todo! ¿Cuál es su caballo? ¿Qué está haciendo aquí? ¿De dónde vino? ¿Se quedará? -Cruzó las manos sobre el pecho, cerró los ojos y alzó el rostro-. ¡Oh, por favor, Dios, que se quede!
Al entrar al pesebre de Sergeant, Emily dijo:
– Estás perdiendo el tiempo, Tarsy. Está comprometido.
– ¡Comprometido! -gimió-. ¿Estás segura?
Se puso en cuclillas para sujetar el ungüento a la pata de Sergeant y continuó:
– Habló de una novia.
– ¡Oh, maldición! -se enfurruñó, dando una breve patada-. ¡Ahora, me quedaré solterona!
Aunque Tarsy era la mejor amiga de Emily, había ocasiones en que le parecía que no tenía cerebro. Era una coqueta sin remedio y no cesaba de hablar de su miedo a quedarse soltera cuando en realidad era tan poco probable como que Sergeant se pusiera solo el ungüento. Pero le gustaba fingir que sufría ante semejante perspectiva sentada en el porche de la casa de Emily, o ahí en el establo y haciendo gestos como si estuviese al borde de la desesperación, en una representación melodramática donde expresaba lo sola que se sentiría a los cincuenta, cuando fuese una solterona sin hijos, de cabello gris, que viviera cosiendo guantes. Tarsy no tenía la culpa de haber nacido con una necesidad constante de recibir halagos para sentirse feliz, ni de tener inclinación por el melodrama. Esas características para Emily eran sucesivamente divertidas e irritantes, en particular teniendo en cuenta las dotes de Tarsy para seducir a los hombres. Pues ella también tenía cincuenta pestañas por cada una de las de Jerome Berryman y el pobre Jerome estaba prendado de cada una de ellas, igual que otros varones de la vecindad. Tenía abundante cabello rubio, un bello rostro en forma de corazón, realzado por unos ojos castaños, huesos pequeños y una cintura diminuta que atraía las miradas como un campo de trigo sarraceno en sazón atrae a las abejas.
Pero, como de costumbre, quería una abeja más.
– De todos modos, háblame de él, Emily, pooor faavoor.
– Lo único que sé es que se quedará, cosa que no me hace muy dichosa. Ya ha ido a ver a Loucks para comprar una propiedad, y tiene intenciones de construir un establo y competir con papá.
Tarsy dejó de lado su ensimismamiento lo suficiente para cubrirse los labios, espantada:
– Oh, caramba.
– Sí: oh, caramba.
– ¿Qué va a hacer tu padre?
– ¿Qué podemos hacer? Dice que este es un país libre.
– ¿O sea que no está afligido?
– ¡Soy yo la que está afligida! -Emily terminó de curar a Sergeant, se incorporó y se limpió las manos, agitada-. Papá ya tiene bastante que preocuparse con mi madre enferma. Y ahora, esto. -Le contó lo sucedido el día anterior y concluyó-: Por lo tanto, si te enteras de que piensa instalar el establo, te agradecería que me lo hagas saber.
Pero antes de que terminase el día, Emily se enteró por sí misma. Estaba en la oficina, estudiando, sentada al estilo indio sobre el diván, con los hombros contra la pared, una mano sobre el gato dormido y un libro en el regazo, cuando Jeffcoat en persona apareció en la entrada.
Emily alzó la vista y la mirada se tornó helada.
– Ah, es usted.
– Buenas tardes, señorita Walcott.
Observó la pose poco femenina, que ella se negaba a cambiar ante su aparición. Esbozó una sonrisa, levantó el sombrero en gesto de saludo mientras la muchacha maldecía a Tarsy para sus adentros por haber acertado: en efecto, tenía un hoyuelo en la mejilla izquierda y tenía unas pestañas endemoniadamente largas y espesas y una boca tan atractiva que desarmaba. Vestido con la misma camisa sin mangas, los bíceps abultados eran tan evidentes como la línea de las Big Horns. Pero percibió una jactancia en ese atuendo informal, un alarde de masculinidad que un caballero no se hubiese permitido; las botas negras altas remataban unos pantalones de cintura alta con tirantes rojos que resultaban superfluos con los pantalones tan ajustados. Pero, sobre todo, remarcaba los brazos musculosos subrayados por los jirones azules de la manga arrancada. Y, sin duda, no ignoraba qué pose emplear para que todo el conjunto se luciera: los pies separados, las manos en la cintura, como si dijera: "eche un vistazo, señora".
– ¿Qué quiere? -preguntó con brusquedad.
– Mis caballos. Los necesito unas horas.
Emily dejó el libro boca abajo, haciendo saltar al gato. Saltó del diván y fue a zancadas hacia la puerta, sin pedir permiso y obligando a Jeffcoat a saltar hacia atrás para no ser atropellado. Saltó. Silbó, socarrón, y entró en la oficina para echar una mirada divertida a la tapa del libro. La ciencia de la medicina veterinaria, de R. C. Barnum. Su actitud divertida fue remplazada por el interés cuando volvió el libro, inclinó la cabeza y leyó el encabezamiento de la página en que estaba abierto: Enfermedades de los órganos reproductores del caballo y de la yegua. Recorrió con la mirada el sofá, el modesto cubrecama que conservaba la forma del trasero de la muchacha, el manojo de papeles que había tenido junto a la rodilla. Con un solo dedo, los movió y vio lo que parecía un cuestionario ya preparado. Leyó: ¿Cuál es la causa más común de infertilidad en las yeguas y cómo se trata?
Debajo, había completado la respuesta: Una secreción ácida de los órganos genitales o una retención del puerperio. El tratamiento más común se realiza con levadura, de la siguiente manera: se mezclan 2 cucharadas de té, colmadas, de levadura, con medio litro de agua hervida que se mantiene tibia durante 5 o 6 horas. Lavar primero abundantemente la zona afectada con agua tibia, luego, inyecte la levadura. El animal debe aparearse entre 2 y 6 horas después del tratamiento.
Levantó las cejas. ¡Así que la pequeña sabihonda conocía su materia!
Desde atrás, una mano le arrebató los papeles bajo la nariz.
– ¡Esta es una oficina privada!
Tom no se acobardó ni fanfarroneó, sino que se volvió con calma y la vio sepultarlos bajo un libro más grande que estaba sobre el escritorio atestado. Otra vez estaba vestida con los pantalones y la gorra de lana, pero esta vez no tenía el delantal de cuero, cosa que le permitió comprobar que sí tenía pechos del tamaño de ciruelas, aplastados por una espantosa camisa de muchacho con el cuello abierto, del color del estiércol de caballo. Se ocupó de examinar los pechos por completo antes de que Emily se volviese con brusquedad y se enfrentara a él con los brazos en jarras.
– ¡Señor Jeffcoat, es usted un hombre entrometido y grosero!
– Y a usted, señorita Walcott, sus padres podrían haberle enseñado mejores modales.
– ¡No me agrada que las personas metan la nariz en mis asuntos privados y usted ya lo ha hecho por segunda vez! ¡Le agradecería que no vuelva a hacerlo!
Por un momento, pensó en hacer algún comentario sobre el modo de vestir de la joven, felicitarla por lo bien que le sentaba el tono de la camisa al color de la piel, sólo para fastidiarla. Pero en realidad estaba encantadora con los pies separados, los puños apretados, los ojos azules brillantes y furiosos. Encontrar a una mujer tan efervescente y franca en una época en que el ideal femenino estaba representado por una voz dulce y una conducta discreta, era poco común. Emily no poseía ninguna de esas características y eso le fascinaba. Sin embargo, como era probable que alguna vez necesitara su libro de veterinaria, resolvió apaciguarla.
– Lo siento, señorita Walcott.
– Si quiere los caballos, sígame. No veo por qué he de sacarlos yo a los dos, mientras usted haraganea aquí, leyendo correspondencia ajena. -Fue hacia la puerta y, desde ahí, le dijo-: ¿Quiere engancharlos a su carreta?
– En este pueblo, ¿todas las mujeres son tan amistosas como usted? -le preguntó, siguiéndola.
– Le pregunto dónde quiere engancharlos.
– En ninguna parte. Colóqueles los arneses y yo los sacaré.
Emily, con los brazos en jarras, repuso con aire de sufrida paciencia:
– Yo no le coloco los arneses sola, usted me ayudará.
– ¿Para qué le pago?
– Jeffcoat, ¿quiere los caballos o no?
Tomando una cuerda de las que se usan para guiar a los caballos, le arrojó la otra, apartó el travesaño que cerraba un pesebre y le hizo un gesto con la cabeza, indicando el de al lado.
– Ahí está Liza. Sáquela.
"Pequeña mandona", pensó, atrapando la cuerda en el aire. Pero antes de que pudiese decírselo, desapareció, y Tom apartó el travesaño del pesebre de Liza y entró.
– Hola, muchacha.
Le echó una mirada meticulosa, frotándole la cruz y los hombros. Había sido cepillada como él lo ordenó, pues tenía la piel tersa y suave. Si bien la señorita Pantalones tenía lengua de víbora, sabía cuidar a los caballos.
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