Pronto llegará el mañana

Pronto Llegará el Mañana (1988)

Título Original: Tomorrow… come son (1984)

Capítulo 1

Devon cerró la última de las maletas, deseando a la vez poder controlar con la misma facilidad la excitación que experimentaba su cuerpo. Ya antes se había sentido muy desilusionada.

Pero nada saldría mal esta vez. Tenía que convencerse de ello, se dijo, mientras los hermosos ojos azules recorrían despacio la habitación que, a partir de mañana, dejaría de ver durante dos meses… si todo salía bien. ¡Todo tenía que salir bien!

Desde hacía algún tiempo había comprendido que cada vez se estaba volviendo más y más retraída, odiando el tener que salir de la pequeña casa que compartía con su único pariente: su padre.

Sus pensamientos se concentraron en él, mientras se decía que nunca podría pagarle por el amor y el cuidado que le brindó durante los últimos seis años, ni por la comprensión con la cual toleró recientemente sus cambios de humor.

Le debía mucho, por su paciencia y tacto durante aquellos días negros en que no soportaba ni siquiera ir hasta la pequeña tienda de la esquina para comprar algo. Su padre desempeñaba un alto puesto en el departamento de finanzas de Harrington Enterprises, la mayor empresa en la importante ciudad de Marchworth en donde vivía. Era muy dedicado y empeñoso en su trabajo y, debido a la confianza que le tenían, estaba bien remunerado. Él se había hecho cargo de todas las compras de la casa, a pesar de saber que, aunque ella no podía cargar nada pesado, podía hacerlo con el carrito que le había comprado. A pesar de que ella nunca se lo había dicho, él comprendía que no soportaba ir al centro de la ciudad, pues le parecía que todos los ojos se fijaban en ella.

Devon cruzó el cuarto, pensando aún en su padre y cómo haría para compensarle lo que había hecho por ella cuando regresara de Suecia y todo hubiera resultado un éxito. Se sentía dominada por la excitación y la esperanza. Tenía una fe ciega en que, por fin, sanaría. No podría tolerar, al final de todo, seguir con el mismo defecto en la cadera.

Con el cuerpo inclinado hacia un costado, bajó la escalera, dando saltos con dificultad, mientras en su imaginación se veía bajando esa misma escalera dentro de unos meses: Corriendo, sin necesidad de sujetarse con fuerza del pasamanos, por temer a que en cualquier momento le fallara la cadera derecha y cayera rodando escalera abajo.

Charles Johnston, un hombre de cincuenta y dos años, de cabello prematuramente cano, dejó a un lado el periódico al verla entrar en la sala y sus ojos azules y brillantes observaron la excitación que se reflejaba en los ojos de su hija.

– ¿Ya recogiste todo? -le preguntó sonriendo.

Con un ademán afirmativo, Devon le contestó:

– ¡Oh, papá, no puedo creerlo! Me… parece un sueño, no sólo que hayas localizado al médico Henekssen en Suecia, que dice que puede corregir… -se detuvo-, mi… mi cadera… si no también que hayas logrado reunir el dinero para poder operarme -las lágrimas brillaron en sus ojos al decirle-: Nunca podré pagarte esto.

A pesar de no ser un hombre que mostrara sus emociones, se tuvo que aclarar la garganta. Dedicado a su hija, sabía más que nadie lo que esa operación significaba para ella. Él, mejor que nadie, había visto el efecto que el accidente automovilístico produjo en su hija, en aquel tiempo una activa adolescente de quince años y medio. Su esposa había muerto en el percance y tal vez ese hecho había contribuido al retraimiento de Devon, al perder a su madre en una edad tan importante de su vida. Se había sometido a dos operaciones, pero, a pesar de ello, seguía con la desagradable cojera que tanto odiaba, y él había observado cómo ahora, al llegar a los veintiún años, no mostraba señal alguna de volver a ser la joven alegre que era antes de sufrir el accidente.

– El dinero es tuyo, no mío -le recordó él, añadiendo-: todo lo que quiero es verte feliz.

Se contuvo para no decirle lo que pensaba, que nada le daría mayor alegría que verla reunirse con otros jóvenes de su propia edad. Al no interesarle hacer amistades de su propia edad, prefiriendo que nadie viera lo que, a través de los años, se había vuelto para ella una horrible deformidad, Devon no tenía amigos.

– Voy a bajar las maletas -le dijo él, levantándose-. Así ahorraremos tiempo por la mañana; recuerda que tienes que salir temprano.

Le dedicó una de sus raras sonrisas, confiando en lo más profundo de su corazón en que mañana sería la última vez que saldría cojeando de esta casa.

Al verlo subir la escalera, pensó con tristeza que cualquier joven de veintiún años podría bajar sus propias maletas sin que su padre tuviera que hacerlo. No era que su padre fuera un anciano, si no todo lo contrario, se movía con agilidad, aunque en ocasiones le parecía que deliberadamente caminaba despacio cuando ella estaba cerca, para evitar el mareado contraste entre sus movimientos.

Ella había hecho todo lo posible para que no se diera cuenta de lo deprimida que se sentía a menudo, pues él también tenía cicatrices del accidente. No por haber resultado herido, sino porque había amado intensamente a su madre y él era quien conducía en ese momento. No tuvo la culpa del percance, pero sabía que se torturaba diciéndose una y otra vez "si" habría podido evitar el choque, cuando de repente y sin saber de dónde salió un conductor embriagado que chocó contra ellos.

Sin decirlo, habían acordado no hablar del accidente con nadie más. El dinero que recibieron de la compañía de seguros se acabó con rapidez en las cuentas de los especialistas y los tratamientos, por lo que tuvieron que cambiarse a una casa más pequeña. Para sus actuales vecinos, Devon caminaba así de nacimiento.

Escuchó a su padre bajar la escalera y dejar las maletas en el vestíbulo. Estaba muy emocionada para comer, pero se levantó del sofá y, después de esperar unos segundos hasta recuperar el equilibrio, se encaminó, cojeando, hacía donde estaba él.

– Esta noche te voy a preparar una cena especial, pues a partir de mañana tendrás que comer esos alimentos tan horribles que tú mismo te preparas.

Durante toda la comida charló de buen humor, pensando que en un par de meses más podría cargar sus propias maletas.

– Te compensaré por todo esto, papá -le dijo de repente, emocionada, haciendo que él alzara con rapidez la vista del soufflé de chocolate que le había preparado, pues sabía que era su postre favorito.

– ¿Compensarme de qué?

– De todo el tiempo y el dinero que me has dedicado -le dijo llena de gratitud-. Sé… sé que no ha sido fácil y que… te has quedado sin un centavo para conseguirme los mejores especialistas. Me imagino que te debe haber costado trabajo encontrar a alguien dispuesto a intentarlo de nuevo.

– Tonterías. De todas formas, tenías que desarrollarte por completo antes de que se pudiera hacer otro intento. Además, el año pasado compramos un coche nuevo, ¿no es cierto?

– Uno de uso -le contestó, a punto de llorar al recordar que el automóvil que habían destrozado en el accidente era de último modelo-. Podías haber utilizado el dinero del seguro para comprar uno nuevo.

– Pero ya teníamos un coche -le recordó él-. De todas formas, el dinero de esa póliza te pertenece. Ya te lo expliqué, cuando inesperadamente me avisaron que la póliza había vencido.

Devon recordó en silencio lo que había sucedido unos seis meses antes. En aquella fecha se encontraba muy deprimida, y al cumplir los veintiún años se negó a que le hicieran fiesta alguna. ¿A quién invitaría? No tenía amistades.

Sí, había sido una época en especial dura para ella, hasta que, de repente un día, unas tres semanas después de cumplir los veintiún años, su padre había llegado con dos noticias en realidad increíbles. La primera era que llevaba tiempo averiguando las posibilidades de hacerle una tercera operación y le había hablado de un médico en Suecia que había realizado operaciones similares antes todas con magníficos resultados.

La depresión que la había dominado comenzó a desaparecer, hasta que se dio cuenta de que ese cirujano sueco se encontraba totalmente fuera de sus alcances económicos.

– Me… me alegro por las demás personas que operó -le dijo, obligándose a sonreír.

– Alégrate por ti misma, Devon -le había dicho él-. A ti también te va operar, pequeña.

Se había sentido dominada por la felicidad y parte de ella misma deseó con ansiedad que él hiciera todos los sacrificios necesarios… pero cuando lo pensó con más calma, comprendió que no podía permitírselo.

– Ya te sacrificaste lo suficiente…

Él la había interrumpido, explicándole que no tendría que sacrificar nada. Le dijo que durante años había estado pagando las primas de una póliza de seguros dotal a su nombre, que vencería cuando ella cumpliera los veintiún años. Se había olvidado por completo del seguro hasta que recibió una carta de la compañía, recordándoselo.

– ¿Un seguro dotal? -le preguntó asombrada Devon-. ¿A mi nombre?

– Se pagaba anualmente con los intereses que producía, por lo que me había olvidado por completo de su existencia -le repitió, añadiendo después-: Les pregunté y el dinero alcanzará justo para que vayas a Suecia.

– ¿Sola?

– Si voy contigo sólo te podré visitar muy pocas veces. Te llevaré, por supuesto, al aeropuerto e iré a buscarte cuando regreses.

– ¡Oh… papa! -fue todo lo que pudo decirle.

El viaje no se realizó de inmediato, pues durante varios meses su médico, el doctor McAllen, intercambió cartas y envió placas de rayos X a Suecia.

Charles Johnston se sirvió por segunda vez del soufflé de chocolate y después comenzó a recoger los platos de la mesa, mientras le decía:

– Mañana va a ser un día muy difícil para ti. Yo lavaré los platos y si estuviera en tu lugar me iría a acostar temprano.

– Te los dejaré lavar cuando regrese -le dijo con tono de burla, temblando ante el pensamiento de que cuando regresara no hubiera habido mejoría alguna-. Pero ya que durante varios meses tendrás que lavar los platos, hoy lo haré yo.

Una vez que terminó en la cocina, Devon comprendió que estaba bastante excitada para poder dormir y se dirigió a la sala, seguida por su padre. De forma automática, se sentó en el sofá en donde siempre lo hacía y él a su vez en su sillón preferido, pero en esta ocasión no encendió la televisión. Los dos, llenos de esperanzas, sabían que después de esa noche, cambiarían sus vidas.

Muchas veces, durante los últimos meses, Devon había estado a punto de hablar con su padre sobre las posibilidades de trabajar en el futuro, para compensarle por las enormes sumas de dinero que había gastado en ella. Sin embargo, en el momento en que iba a tratarle ese punto se escuchó el sonido del timbre de la puerta principal.

¿Quién sería? ¡Eran muy pocas las veces que alguien venía! Odiaba enfrentarse a desconocidos, odiaba a cualquiera que pudiera verla en esas condiciones.

– Iré yo -le dijo Charles Johnston, aunque era innecesario que lo dijera, pues ella no se había movido.

Durante un rato escuchó voces y se sintió segura de que sería alguien que se retiraría de inmediato, por lo que se recostó en el sofá.

Sin embargo, pronto se sintió preocupada, pues aunque la puerta se había cerrado ¡seguía escuchando voces! ¡Quienquiera que fuera, su padre lo había invitado a pasar! ¡No sólo eso… su padre lo traía a la sala! Mientras se abría la puerta de esa pieza, con un esfuerzo se sentó erguida, dando las apariencias de una joven perfectamente sana. Sabiendo que desde la puerta, el visitante no podría darse cuenta de su defecto físico, permaneció sin moverse y observó al hombre alto que se encontraba de pie justo de tras de su padre.

Pensó que el desconocido tendría que ser alguien importante para que su padre hiciera pasar a ese hombre de unos treinta y cinco o treinta y seis años a la sala, sabiendo que ella se encontraba allí y que le disgustaba tener que enfrentarse a desconocidos.

– Él es… el señor Harrington -le dijo a Devon, presentándole al hombre de rostro serio. ¡Sí era muy importante si se trataba de Grant Harrington!-. Mi hija Devon -terminó de hacer las presentaciones.

Como el anciano señor Harrington había muerto varios años antes, ese hombre tenía que ser el dueño del imperio comercial multimillonario para el que trabajaba su padre.

Comprendió que sería una descortesía de su parte no levantarse y encontrarse con él a medio camino, por lo que hizo todo lo que pudo para sonreírle en la forma más amable, extendiéndole la mano y diciéndole.

– ¿Cómo está usted?

Él la miró con frialdad y no le estrechó la mano, como esperaba. Dejando caer la mano sobre el regazo miró de inmediato a su padre y comprendió que no era ella sola la que se sentía tensa. Se veía muy mal y pensó que, con toda seguridad, estaba lamentando el haberlo hecho pasar.