– Como lo oyes. Aunque al principio se resistió -le informó Rolf.
– Bueno, si tuviste que persuadirlo… -comenzó a decir, sintiéndose indignada, aun cuando no tuviera la intención de permitir que el gran Zoltán Fazekas la pintara…
– Fui yo quien tuvo que buscar la manera de acoplarte a su horario.
Ella permaneció en silencio. Su padre no hablaba húngaro, así que el pintor debía de hablar inglés. Al menos lo suficiente como para darse a entender.
– ¿Y cuándo llegará aquí? -inquirió ella.
– Él no vendrá -contestó su padre-. ¡Tú irás a su estudio en Hungría!
– ¿Hungría? -preguntó Ella, casi atónita.
– Eso es lo que dije. Te alojarás en su casa hasta que el retrato esté terminado. De esa manera podrá plasmar mejor tu carácter en el cuadro.
– Pero… -Ella intentó protestar, mas la sorpresa no le permitía encontrar las palabras-. A su esposa no le agradará mucho tenerme como invitada.
– Zoltán Fazekas no es casado.
– Entonces es menos recomendable que me quede sola con él en su casa.
– No seas ridícula -replicó su padre, molesto-. Aparte de que habrá muchos sirvientes que te servirán de acompañantes, sé que siempre podremos confiar en tu buena educación y moral. Además, el señor Fazekas tiene cosas más importantes que tratar de seducirte.
– ¿Qué pasará -inquirió Ella, consciente que su actitud provocaría la ira de su padre-, si decido no hacerlo?
– Es muy simple -contestó él, furioso, aunque sin levantar la voz-. O haces lo que te ordeno, o cancelo tu cuenta de banco.
– ¡Entonces conseguiré un empleo! -replicó Ella, consciente de que sólo incrementaría la furia de su padre. David, sentado a la mesa frente a ella, reflejaba en el rostro su deseo de estar en otra parte, a muchos kilómetros de distancia.
– Me parece que ya sabes, Arabella -dijo Rolf Thorneloe con voz grave-, que ni tu madre ni yo permitiremos tal cosa.
La chica se volvió a mirar a su madre y se percató de la alarma y preocupación en sus ojos. Ella podía enfrentarse a su padre, pero no a costa de su madre, De alguna manera, ésta siempre terminaba sufriendo por sus enfrentamientos.
Entonces la joven decidió no luchar más. El que su padre cancelara su cuenta bancaria no le importaba en lo más mínimo, pero el viaje de su madre a Sudamérica estaba de por medio.
– ¿No sería posible -balbuceó, resistiéndose hasta el último momento-, mandarle una foto mía? Tal vez podría usarla para pintar…
– ¡Ya le mandé tu foto! -interrumpió su padre-. Irás a Budapest y es mi última palabra.
Esa noche, Ella se fue a la cama rabiando de impotencia. Debió haber sabido que el hecho de que su padre no mencionara la pintura durante todo el mes, no quería decir que lo hubiera olvidado.
La enfurecía aún más el pensar en la fotografía que él con seguridad había mandado a Fazekas. Cuánto deseó entonces no haber dado su brazo a torcer cuando su padre le pidió una fotografía de ella y su madre para ponerla en su escritorio.
Esa noche le fue difícil conciliar el sueño y antes de hacerlo, hasta el pintor había despertado hostilidad en su corazón. ¿Por qué diablos había Fazekas aceptado el trabajo? De seguro rio porque necesitara el dinero. ¿No tendría nada mejor en que ocupar su tiempo?
A la mañana siguiente, Ella llevó a su madre al aeropuerto sin dar muestras de la furia que sentía.
– Ahora olvídate de todos nosotros y concéntrate en gozar de tu viaje. No te molestes en escribir o en mandar postales si no tienes ganas o si te estás divirtiendo mucho. -Por supuesto que les enviaré algunas postales -le aseguró su madre. Ella la miró y sonrió, dándole un afectuoso abrazo para despedirse de ella pues no la vena en seis semanas.
El domingo transcurrió con Ella tratando de evitar a su padre tanto como le fuera posible. La joven no tenía ningún deseo de enfrascarse en otra discusión con él.
Mas el esquivar a su padre, no evitaría lo irremediable. El lunes por la noche, al terminar la cena, él le indicó que deseaba verla a solas en el estudio.
– Esta es la dirección de Zoltán Fazekas y su número telefónico -le indicó, dándole una tarjeta que sacó de su escritorio-. He puesto algo más de dinero en tu cuenta.
– No necesito más dinero -contestó ella.
– Claro que lo necesitarás. Puedes partir cuando quieras.
– ¿No que querías que mamá y yo nos quedáramos a atenderte?
– Creo que sobreviviré -replicó él, serio.
Ella salió del estudio pensando que era muy tarde como para reservar un boleto de avión. Además, nadie podía partir así como así. El martes ella había decidido que era por completo ridículo viajar hasta Hungría.
El miércoles, sin embargo, al acercarse la hora de la cena, algo ocurrió que la hizo pensar que tal vez no fuera tan ridículo después de todo. Ella bajaba por la escalera cuando vio a su hermano David.
– ¿Qué tal? -preguntó mientras él la esperaba en la puerta del comedor. Sin embargo, la respuesta no llegó porque en ese momento, la grande y pesada puerta del estudio se abrió para dar paso a su padre, quien, con cara de pocos amigos, se acercó a ellos.
– ¿Pasa algo malo, papá? -preguntó David, temeroso.
– No lo sé -replicó Rolf Thorneloe-. Pero parece que voy a tener que aplazar mi cena -Ella y David lo miraron sin comprender-. Acabo de hablar con Patrick Edmonds. Él vendrá esta noche a hablar de algo muy delicado que en apariencia no puede esperar… -de improviso, David emitió un extraño sonido y Ella y su padre se volvieron hacia él.
– ¿Qué te pasa, David? -inquirió la chica consternada. ¡Su hermano estaba pálido como un cadáver!
– Yo… -balbuceó el joven, tratando de recobrar el control-. Viola, la hija del señor, Edmonds… -David hizo una pausa-. Está… embarazada.
– ¿Qué? -vociferó su padre furioso-. ¿La embarazaste tú?
David tragó saliva, intentando reunir todo el valor que podía para enfrentarse a su padre.
– Sí -respondió al fin, palideciendo aún más al escuchar a su padre.
– ¡Tendrá que abortar! -exclamó Rolf Thorneloe con firmeza.
– ¡Por supuesto que no! -replicó David, mostrando una fuerza de carácter que ni Ella ni su padre habían conocido.
Entonces tendrás que negar que tú eres el padre -le ordenó el señor Thorneloe.
– ¡No haré nada de eso! -exclamó David, furioso-. Viola es una muchacha decente y…
– ¡No lo parece!
– ¡Lo es!
– No estarás pensando en casarte con ella.
– Lo haría si ella estuviera dispuesta -replicó David, levantando la voz-. ¡Pero no lo está!
– ¡Estás loco! -Rolf Thorneloe estaba lívido de rabia. En ese momento, Gwennie apareció en el comedor. Un vistazo a la escena la convenció de darse media vuelta y regresar por donde había entrado-. ¡Al estudio! -vociferó Rolf Thorneloe. Y ahí se dirigió con David. Ella también caminó hacia el estudio, pero su padre le cerró la puerta en la nariz, indicándole que su presencia no era requerida.
Si su hermano hubiera permanecido sumiso y temeroso como antes, Ella hubiera abierto la puerta para entrar a defenderlo. Pero al darse cuenta de que los gritos en el estudio eran de los dos hombres, decidió que David no necesitaría su ayuda. Él había demostrado poseer el carácter necesario cuando la situación lo ameritaba y cuando él se sentía afectado.
La joven se dio la media vuelta y, decidiendo que después de todo no tenía apetito, se encaminó por la escalera sin notar los cuadros de las mujeres de la familia Thorneloe que parecían mirarla ascender hasta el primer piso.
“Patrick Edmonds debe de estar furioso con su hija”, pensó Ella, haciendo una pausa para aspirar hondo al llegar al último escalón. “Pero a juzgar por los gritos que se escuchan en el estudio, no puede estar más molesto que mi padre”.
Entonces recordó situaciones en las que su padre había estado irritado por varias semanas y comprendió con tristeza que la vida en casa de la familia Thorneloe sería un infierno durante un largo tiempo. “Lo que necesito”, se dijo la chica, “es una excusa para irme”.
En ese preciso instante, se dio cuenta de los cuadros que había visto sin observarlos en realidad. Tal vez era una buena idea, después de todo…
Al llegar a la puerta de su habitación, ya se había empezado a formar en su mente un plan definitivo. Así que, dándose media vuelta, se dirigió al dormitorio de su madre. Una vez ahí, abrió el cajón de su escritorio y sacó todos los papeles concernientes al viaje de Sudamérica. Su padre podría pensar que el mundo giraba a su alrededor, lo cual era verdad hasta cierto punto, pero en tiempos de crisis, era Constance Thorneloe a quien todos acudían, incluyendo su esposo. Ella no permitiría que su padre la llamara y la hiciera volver a casa.
Del dormitorio de su madre, la chica se dirigió a la biblioteca, donde localizó una guía turística de la Europa del este, la cual incluía precios de avión y hoteles. De regreso a su habitación, dio gracias al cielo de tener ahí una línea privada de teléfono.
Después de hablar a las oficinas de la línea aérea húngara y de haber reservado una habitación en un hotel para la noche siguiente, comenzó a hacer el equipaje. Con renuencia, sacó otra maleta para llevar el tradicional vestido de noche con que todas las jovencitas de la prestigiada familia Thorneloe debían posar para el retrato al óleo.
Sin embargo, en la mañana aún tenía que hacer algunas llamadas telefónicas y soportar el tormento del desayuno. Si cualquiera de los dos, su hermano o su padre, hubieran sido más comunicativos, tal vez Ella les hubiera informado sus planes. Pero ninguno de los miembros de la familia Thorneloe rompió el silencio.
“¡David!” Ella sintió el impulso de gritar al ver a su hermano partir, pero él debía de estar sumido en sus propios pensamientos, así que lo dejó ir y sé digirió sombría a hacer su reservación en la línea aérea para el mediodía. Ahora sólo tenía que llamar a Hatty y Mimi para decirles que aceptaba su ofrecimiento de ayudar en la tienda.
Aún no muy convencida de lo apropiado de su decisión, abordó el avión y se registró en el hotel al llegar a Budapest. “¿Será este, el menor de los males?”, se preguntó. Y al recordar el frío clima de Inglaterra, pensó que tal vez estaba bien… pero aún no deseaba posar para el cuadro.
– ¿Dónde? -preguntó su padre al recibir la llamada de Ella, poco antes de la cena.
– Estoy en Hungría. Pensé que eso era lo que querías que hiciera -añadió la joven en caso de que lo hubiera olvidado.
– ¡Espero que le avises al señor Fazekas con mayor anticipación que a mí! -exclamó Rolf Thorneloe después de una breve pausa-. No me estás llamando de ahí, ¿verdad?-inquirió para después soltar la consabida letanía, cuando la chica le informó que se había hospedado en un hotel-. ¡Te dije muy claro que te hospedarías en su casa! Llámalo ahora mismo y discúlpate.
¿Disculparse? ¿Por qué razón?, se preguntó Ella.
– Sí papá -murmuró, no queriendo alargar la conversación.
– ¿Dónde diablos está hospedada tu madre? Tú debes de saberlo. Estoy cansado de buscar su itinerario y no lo encuentro por ningún lado.
– Hay mucha interferencia -contestó ella y colgó el auricular.
Poco tiempo después se decía a sí misma que había estado bien lo que hizo. Sin embargo, un leve sentimiento de culpa la invadió por haber tomado el itinerario de su madre, así como por el amor que sentía hacia su padre a pesar de ser el tirano que era. Eso le hizo sacar el papel con el número de teléfono del pintor y llamarlo de inmediato.
– Hola -saludó cuando una voz en extremo masculina, contestó algo en húngaro-. Deseo hablar con el señor Zoltán Fazekas, por favor -agregó ella en inglés, hablando despacio.
– Está usted hablando con él -le aseguró el hombre en perfecto inglés, con un leve acento extranjero.
– ¡Que bueno! -exclamó ella, hablando normal-. Mi nombre es Arabella Thorneloe. Estoy en Budapest… creo que me estaba usted esperando, ¿no es así? -el silencio que siguió la hizo dudar que Fazekas hablara bien el inglés después de todo. Mas, como él no contestaba ni en inglés ni en húngaro, Ella trató de decirle que se había hospedado en el hotel y al no recibir respuesta, intentó de nuevo con una pregunta-: ¿Se supone que debía alojarme en su casa?
– No te pasará nada donde estás -contestó él, dejándola con la boca abierta de sorpresa al colgar el auricular.
Capítulo 2
A la mañana siguiente, mientras tomaba una ducha, Ella se sentía aún sorprendida e indignada por la actitud de Zoltán Fazekas. Si el pintor era tan amable en su propia lengua como lo había sido en inglés, ¡debía de ser encantador!
También podría ser un hombre maduro, aunque no precisamente viejo, a juzgar por el timbre de su voz.
Más tarde, al sentarse a la mesa del restaurante del hotel, la joven pensó que tal vez hubiera sido mejor esperar a que la situación en su casa mejorara. Pero ya que estaba ahí, se había comprometido a posar para su retrato.
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