Rosas Rojas
Título original: Red Roses Mean Love
Traducción: Ana Pérez
Dedico este libro con todo mi amor a mi increíble esposo, Joe, mi mejor amigo y un hombre que puede considerarse un héroe en todos los sentidos; y a mi maravilloso hijo, Christopher, alias «héroe júnior». No podría haber hecho esto sin vuestro amor, vuestros ánimos y vuestro apoyo.
Gracias. Os quiero a los dos.
Y a mis padres, Jim y Kay Johnson, por una vida de amor y sabiduría y por haberme dado un notable ejemplo a seguir.
Agradecimientos
Me gustaría expresar mi agradecimiento a las siguientes personas por su ayuda y apoyo en este proyecto. Sin ellas, nunca podría haber hecho realidad mi sueño. A mi editora, Christine Zika, por su paciencia y su interminable capacidad de aportar ideas inspiradoras.
A mi agente literaria, Damaris Rowland, por su fe y su sabiduría.
A mis compañeras y críticas, Karen Hawkins, Rachelle Wadsworth y Haywood Smith, por sus ideas brillantes y sus bolígrafos rojos.
A mi hermana, Kathy Guse, por decirme: «Tú puedes» cada vez que necesitaba oírlo.
A mis suegros, Art y Lea D'Alessandro, por sus consejos y el impagable regalo de su hijo.
También me gustaría darles las gracias a los miembros de Georgia Romance Writers, por su apoyo, muy especialmente a Martha Kirkland, Stephanie Bond Hauck, Sandra Chastain, Pat Van Wie, Donna Fejes, Carmen Green, Deb Smith, Anne Bushyhead, Ann Howard White, Rita Herrón, Susan Goggins, Jenni Grizzle, Gin Ellis, Carina Rock y Wendy Etherington.
Y gracias también a Christine McGinty, Sheryl Brothers, Michelle y Steve Grossman, Marsha Brown, Jane Sánchez, Caroline Sincerbeaux y Jeannie Pierannunzi.
Capítulo 1
Afueras de Londres, 1820
Alguien lo estaba siguiendo.
Stephen sintió que el pánico bajaba por su espalda y se instalaba, como una pesada losa, en el estómago. Tiró bruscamente de las riendas para detener en seco a Pericles e inspeccionó los alrededores, tratando de captar cualquier sonido o movimiento.
Estaba tan oscuro que apenas podía distinguir el contorno del bosque que se extendía a ambos lados de la desierta calzada. Una brisa con olor a pino refrescaba el aire de julio, y cerca cantaba un coro de grillos. Nada parecía salir de lo corriente.
Pero estaba en peligro.
Lo sabía.
Un escalofrío de mal presagio recorrió su cuerpo. Allí había alguien. Observándolo. Esperándolo.
«¿Cómo diablos habrán dado conmigo? Estaba seguro de haber salido de Londres sin dejar rastro. -Torció el labio en una mueca de disgusto-. Y todo por querer pasar unos días descansando en mi pabellón de caza privado.» Un crujido de hojas secas interrumpió los pensamientos de Stephen. A sus oídos llegaron voces susurrantes. Un destello blanco iluminó la oscuridad que lo envolvía. El estruendo de un disparo de pistola rasgó el aire.
Un dolor punzante le atenazó el brazo. Emitió un hondo gemido y apretó fuertemente los talones contra los flancos de Pericles para hacerle entrar en el bosque. Corrieron a gran velocidad sorteando árboles mientras sus perseguidores les pisaban los talones. A pesar de todos los esfuerzos de Stephen, los ruidos de los malhechores al rozarse con la vegetación cada vez se oían más cerca.
Apretó fuertemente los dientes intentando soportar el dolor que le irradiaba del hombro y clavó todavía más los talones en los costados de Pericles. «¡Maldita sea! No voy a morir aquí. Sean quienes sean esos indeseables, no se saldrán con la suya. Lo han intentado antes y han fracasado. No lo conseguirán esta noche.»
Mientras corría a toda velocidad por el bosque, Stephen dio gracias a Dios por haber rechazado el ofrecimiento de Justin de acompañarle. Stephen necesitaba estar solo, y su pequeño pabellón de caza, un rústico refugio adonde acudía cuando quería encontrarse libre de obligaciones, gente y responsabilidades, carecía de servicio. Rogó a Dios que pudiera llegar allí. Vivo. Pero, si no lo conseguía, por lo menos su mejor amigo, Justin, no moriría con él.
– ¡Ahí está! ¡Justo enfrente!
La voz ronca procedía justo de detrás de él. Una fina película de sudor envolvió todo el cuerpo de Stephen. El hedor metálico de la sangre -su sangre- le llenó las fosas nasales, y le dio un vuelco el corazón. La sangre manaba, caliente y pegajosa, empapándole la camisa y la chaqueta. Notó que empezaba a marearse y apretó los dientes para luchar contra la debilidad.
«¡Dios, maldita sea! ¡Me niego a morir así!», pensó. Pero, mientras se hacía aquella promesa, Stephen se percató de la gravedad de su situación. Estaba a kilómetros de cualquier lugar donde pedir ayuda. Nadie, salvo Justin, sabía dónde estaba, y Justin no esperaba tener noticias suyas hasta dentro de por lo menos una semana. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que alguien se enterara de que había muerto? ¿Dos semanas? ¿Un mes? ¿Más? ¿Lo encontraría alguien en el bosque? «No, mi única esperaza es escapar de esos indeseables.»
Pero los indeseables estaban a punto de darle caza.
Sonó otro disparo. El impacto derribó a Stephen del caballo. Dio un alarido y cayó al suelo pesadamente, rodando sobre sí mismo por una empinada pendiente. Las rocas cortantes le hirieron la piel. Los pinchos de los arbustos le llenaron el cuerpo de rasguños sin ninguna compasión.
Multitud de imágenes inundaron súbitamente su mente. La mirada gélida e implacable de su padre; la risa sosa de su madre; el borracho de su hermano, Gregory -que ahora heredaría su título-, y la tímida y apocada de la mujer de éste, Melissa; la radiante sonrisa de su hermana Victoria cuando se casó con Justin.
«Tantos reproches. Tantas heridas sin curar.»
Su caída finalizó con un chapoteo de huesos rotos cuando aterrizó sobre un riachuelo de aguas gélidas. Un dolor candente le atravesó de pies a cabeza. Le engulló la oscuridad. «No me puedo mover. ¡Me duele tanto! ¡Dios mío! Qué forma tan asquerosa y estúpida de morir.»
Hayley Albright conducía la calesa a paso uniforme mientras intentaba ignorar su creciente incomodidad. Apretujada entre sus dos sirvientes en un asiento pensado sólo para dos personas, apenas podía inhalar con sus comprimidos pulmones. Cansada y agarrotada, ansiaba con todas sus fuerzas un baño caliente y una cama blanda. «Pero, en lugar de eso, tengo que conformarme con un camino lleno de baches y un asiento duro como una piedra.»
Intentó mover los hombros, pero permanecieron firmemente apretados entre Winston y Grimsley. Dejó escapar un suspiro de resignación. Iban a llegar a casa con horas de retraso. Todo el mundo debía de estar terriblemente preocupado por ellos. Y, si Winston y Grimsley no dejaban de discutir, tendría que estrangularlos con sus propias manos, si es que conseguía liberar los brazos de aquella camisa de fuerza. Hayley había tenido que coger las riendas a fin de separarlos para impedir que llegara la sangre al río.
Una ráfaga blanca en la oscuridad captó la atención de Hayley, alejando sus pensamientos del asesinato y la violencia. Entornó los ojos para aguzar la vista y miró hacia delante, pero no vio nada.
Exceptuando una enorme sombra que acechaba cerca de una arboleda.
El miedo le secó completamente la boca. Tiró de las riendas de Sansón, deteniendo en seco la calesa con un fuerte chirrido. Luego señaló con un dedo tembloroso hacia los árboles y susurró:
– ¿Qué es eso?
Grimsley entornó los ojos y miró hacia la oscuridad.
– ¿Qué? Yo no veo nada, señorita Hayley.
– Eso es porque llevas las malditas gafas encima de la calva, en vez de en tu larga nariz -masculló Winston en tono despectivo-. Póntelas donde deben estar y verás bien, viejo estúpido y mezquino.
Grimsley se enderezó cuanto le permitían sus huesos, que amenazaban quebrarse.
– ¿A quién has llamado viejo estúpido?
– A ti. Y te he llamado viejo estúpido y mezquino. Por lo visto, aparte de viejo estúpido y mezquino, eres sordo.
– Bueno, es difícil oír nada sobre el fondo cacofónico de esa rueda que se supone que has reparado -contestó Grimsley levantando arrogantemente la nariz.
– Por lo menos yo la he reparado. -Winston le devolvió el golpe-. Y he hecho un trabajo condenadamente bueno. ¿Verdad, zeñorita Hayley?
Hayley se mordió la cara interna de una mejilla. Durante los tres años que el ex primer oficial de cubierta de su padre llevaba viviendo con los Albright, Hayley había intentado mejorar la forma de hablar del ex marinero, aunque no siempre con éxito.
– Ha hecho un buen trabajo reparando la rueda, Winston, pero ahora mire hacia aquellos árboles. -Volvió a señalar en la dirección de la sombra que se movía junto a la arboleda. Un escalofrío de pavor le recorrió la columna vertebral-. ¿Quién anda ahí? ¡Dios mío, ruego a Dios que no se trate de una banda de ladrones!
Hayley palpó disimuladamente la falda para asegurarse de que llevaba el ridículo bien sujeto y oculto entre los pliegues del tejido. «¡Santo Dios! Cuando pienso en los riesgos que he corrido, las mentiras que he tenido que decir para conseguir este dinero… No pienso entregárselo a ningún salteador.»
La invadió un profundo sentimiento de culpabilidad. Nadie, incluyendo a Grimsley y a Winston, tenía la menor idea del motivo de aquel viaje a Londres, y a ella le interesaba que las cosas siguieran así. Odiaba tener que mentir y sabía que los secretos llevaban a la falsedad, pero su familia necesitaba el dinero y ella era la única responsable de su seguridad.
Luchando contra el miedo, que iba en aumento, Hayley miró alrededor. Nada parecía fuera de lo corriente. La cálida brisa veraniega jugueteaba con su cabello, y ella se apartó de la cara varios rizos rebeldes. El penetrante olor a pino le hizo cosquillas en la nariz. Los grillos entonaban su ronca canción. Inspiró profundamente para calmarse, y casi se ahoga. La enorme sombra se separó de la arboleda y se les acercó.
Hayley se quedó helada. Su mente le decía: «no te dejes llevar por el pánico», pero su cuerpo se negaba a obedecer. «¿Dios, qué será de mi familia si muero en este camino oscuro y solitario? Tía Olivia a duras penas puede cuidar de sí misma, y mucho menos de mis cuatro hermanos pequeños. ¡Callie sólo tiene seis años! Y Nathan y Andrew también me necesitan, al igual que Pamela.»
La sombra se acercó más y el cuerpo entero de Hayley respiró aliviado. «Un caballo -se dijo-. No es más que un caballo.»
Winston le puso una mano en el hombro.
– No se preocupe, zeñorita Hayley. Si hay algún indeseable ahí fuera, no permitiré que le haga daño. Le prometí a su padre, que en paz descanse, que la protegería de todo mal y lo haré -añadió sacando pecho-. Si hay algún bandido ahí fuera, le romperé el escuálido cuello, le sacaré las tripas con mis propias manos y lo ataré con sus propias vísceras. Le…
Hayley interrumpió la macabra diatriba de Winston con una tos seca.
– Gracias, Winston, pero no creo que haga falta. De hecho, parece ser que nuestro «bandido» no es más que un caballo sin jinete.
Grimsley se rascó la cabeza y se dio cuenta de que llevaba las gafas encima de la calva. Colocándoselas sobre el puente de la nariz, volvió a mirar hacia la oscuridad.
– ¡Vaya! Ahí hay un caballo, parado en medio del camino. ¡Qué raro!
– Lo acaba de decir la zeñorita Hayley, cretino -espetó Winston-. Aunque, la verdad, me sorprende que lo hayas visto antes de que te muerda en ese culo tan huesudo que tienes.
Casi mareada por el alivio, Hayley ahogó una risita y decidió ignorar el lenguaje de Winston. Antes de que ninguno de los dos sirvientes pudiera ayudarla, saltó del asiento de la calesa y se acercó cautelosamente al animal. Era inmenso, pero ella todavía no se había encontrado con ningún caballo que no pudiera seducir. Cuando llegó a su lado, cogió las riendas que colgaban sobre la silla.
– ¡Qué bonito eres! -dijo con dulzura, alargando el brazo para acariciar la aterciopelada nariz del semental-. Eres el caballo más bonito que he visto nunca, y mira que he visto y acariciado caballos en mi vida. ¿Qué haces aquí tan solo? ¿Quién es tu dueño?
El animal restregó el hocico contra la palma de la mano de Hayley y relinchó. Ella acarició las magníficas y resplandecientes crines del animal para que éste se fuera habituando a su olor.
Cuando el animal empezó a respirar más lentamente, Hayley llamó a los sirvientes sin levantar la voz:
– Grimsley, traiga la lámpara, por favor. Y, Winston, sostenga las riendas mientras exploro al animal.
– Miren aquí -dijo Hayley poco después mientras se agachaba-. Tiene sangre en la pata delantera. -Le palpó la herida con delicadeza. El caballo levantó y bajó bruscamente la cabeza e intentó alejarse, pero Winston lo retuvo.
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