A Hayley le brillaron los ojos como si algo le pareciera sumamente divertido.
– No quiero escandalizarte.
Él agitó la pata de pollo en el aire en un ademán triunfal.
– Yo no me escandalizo por nada. Te lo aseguro.
– Está bien, pero luego no digas que no te he avisado. En la familia Albright es tradición poner nombre a los hijos en honor al lugar o las circunstancias que rodearon su… eh… concepción.
Stephen la miró fijamente durante varios latidos de corazón mientras iba entendiendo lo que acababa de oír.
– Te refieres a que tus padres…
– Exactamente. En un prado de heno. Estoy profundamente agradecida a que no hubiera ningún riachuelo cerca o tal vez me habrían puesto un nombre tan horrendo como «Aguada» o «Riachuela».
– Desde luego. -A Stephen se le escapó una risita-. Debo admitirlo, ahora siento curiosidad por el origen de los nombres de tus hermanos.
Ella levantó las cejas.
– Tenías razón. No te escandalizas por nada.
– Afirmativo.
– De acuerdo. Pamela significa «fabricada con miel». Al volver de uno de sus viajes, mi padre le trajo a mi madre una jarra de porcelana llena de miel y… -Su voz se fue desvaneciendo poco a poco.
Stephen contuvo la risa.
– No hace falta que sigas. Me lo puedo imaginar.
– Nathan significa «regalo de Dios» y mis padres lo eligieron porque habían rezado pidiéndole a Dios un varón. Andrew significa «varonil», elegido por mi madre porque ella decía que mi padre era… eso, varonil. -Hayley se llevó la mano a la boca y tosió-. Y Callie significa «la más bonita», de nuevo elegido por mi madre para conmemorar su… bueno, aquella noche con mi padre.
Stephen no estaba seguro de qué le hacía más gracia -aquellas «escandalosas» anécdotas o el creciente color carmesí que estaban adquiriendo las mejillas de Hayley. Sus miradas se cruzaron y los dos dejaron de reírse. El regocijo de Stephen se desvaneció súbitamente, dando paso al imperioso deseo de tocarla. De besarla. Todas las promesas que se había hecho a sí mismo la noche anterior se esfumaron como por arte de magia, y el firme propósito que había tomado se derritió como el azúcar en el té caliente.
Por primera vez en muchos años, no tenía absolutamente nada que hacer aparte de sentarse sobre una colcha junto a un lago y mordisquear muslos de pollo, y estaba disfrutando de lo lindo. Todas las obligaciones y responsabilidades con que tenía que cargar estaban a kilómetros de distancia de aquel momento. Le embargó una profunda sensación de paz que no había sentido en toda su vida.
No debería coquetear con Hayley, pero no lo podía evitar. Su mirada se detuvo en aquellos inmensos ojos de un azul cristalino y una lenta sonrisa curvó la comisura de sus labios.
Stephen deslizó un dedo perezoso por la ruborizada mejilla de Hayley. Ella inspiró entrecortadamente y separó ligeramente los labios, atrayendo la atención de Stephen. La necesidad de volver a probar el sabor de aquella apetitosa boca se estaba imponiendo sobre su sentido común a marchas forzadas. Inclinándose más hacia ella, le susurró al oído:
– Tu piel adquiere la tonalidad más fascinante cuando…
– ¡Hayley! -la voz de Callie irrumpió súbitamente-. ¿Puedo tomar un poco de sidra?
Hayley respiró sofocada. A Stephen le embargó una profunda decepción.
Apartando la mano de Stephen con un movimiento brusco, Hayley centró su atención en servir a Callie un poco de sidra, y se perdió la magia del momento.
Pamela volvió a unirse al grupo y se sirvió otra rebanada de pan.
– ¿Qué edad tienen los niños a quienes enseña, señor Barrettson? -preguntó Pamela.
Stephen se forzó en apartar la mirada de la tentadora boca de Hayley.
– El joven a quien tenía como alumno hasta hace poco se trasladó a Eton recientemente, y ahora mismo estoy sin trabajo -improvisó sobre la marcha-. Tengo programado empezar con una nueva familia el mes que viene.
– ¿Dónde vive esa familia? -preguntó Callie-. Espero que viva cerca de Halstead para que le podamos ver a menudo. -Sus grandes ojos se clavaron en Stephen y le miraron con gran expectación.
La alegría de Stephen se desvaneció ligeramente y una nota de seriedad se reflejó en su rostro. En cuanto abandonara Halstead, dudaba que volviera a ver otra vez a los Albright. Su vida estaba casi exclusivamente en Londres o la finca que tenía en el campo, el Señorío de Glenfield, que se encontraba a dos horas de Londres en la dirección opuesta a la de Halstead. Él y los Albright se movían en círculos sociales completamente diferentes. No, era poco probable que los volviera a ver.
– Me temo que la familia vive muy lejos de Halstead, Callie -contestó él. Los ojos de Callie perdieron súbitamente el brillo de la esperanza, y Stephen sintió una punzada de ternura en el corazón.
– Vaya -dijo Callie, visiblemente decepcionada. Luego se le volvió a iluminar el rostro-. Tal vez pueda venir a visitarnos. Hayley me prometió que celebraríamos una fiesta el mes que viene por mi cumpleaños. ¿Le gustaría venir? Habrá una gran merienda con té, pastas y pasteles.
Stephen se salvó en el último momento gracias a un fuerte ladrido. Se dio la vuelta y emitió un grito sofocado mientras observaba atentamente a tres perros gigantescos -¿o eran caballos pequeños que habían aprendido a ladrar?- que corrían directamente hacia ellos como alma que lleva el diablo. Sin demasiado entusiasmo, Stephen hizo ademán de levantarse, pero Hayley le retuvo sujetándole del brazo.
– Yo de usted no me levantaría -le avisó entre risas-. Sólo conseguirá que le tiren al suelo.
– ¿Qué diablos son? -Stephen miró con desconfianza a las bestias que se aproximaban-. Parece como si pudieran comerse a Callie de un bocado. Y casi están encima de nosotros.
– Son nuestros perros. Ya sé que su aspecto es bastante intimidador, pero son dóciles como corderitos. Limítese a quedarse quieto y deje que le olfateen. Se harán íntimos amigos en menos que canta un gallo.
A Stephen no le dio tiempo a contestar. Los tres perros se precipitaron sobre ellos, ladrando, dando lengüetazos y moviendo nerviosamente la cola, y se instauró el caos. Las bestias alternaban entre engullir ávidamente cualquier resto de comida que había quedado sobre la colcha, lamer a los Albright y ladrar de forma desafiante. Stephen se quedó sentado, completamente paralizado, rezando para que el monstruo que le estaba olfateando la oreja no decidiera arrancársela de cuajo al confundirla con unos entremeses.
– ¿Puedo presentarle a nuestros perros, Winky, Pinky y Stinky? -dijo Hayley intentando sin demasiado éxito contener la risa-. Chicos, os presento al señor Barrettson, nuestro invitado. Espero que le tratéis con la máxima amabilidad y consideración.
A la bestia que estaba justo delante de Stephen le faltaba un ojo.
– Supongo que éste es Winky [4] -tanteó Stephen dirigiendo una mirada de reojo a Hayley.
– Sí, el pobre Winky perdió un ojo al poco tiempo de nacer. Y éste es Pinky [5]. Callie le puso ese nombre porque, cuando era un cachorro, no tenía pelo, sólo piel de color rosa.
Stephen se contuvo de señalar que Pinky seguía sin tener mucho pelo. Era probablemente el ser más horripilante que Stephen había visto en toda su vida.
La tercera bestia se acercó a Stephen, restregó el hocico contra su cara y ladró una vez. Sin lugar a dudas, aquel animal era Stinky [6]. El hedor de su aliento casi mareó a Stephen. Luego, antes de que él pudiera hacer nada, la bestia le lamió todo el lado de la cara con su lengua viscosa y hedionda.
– ¡Venga, chicos! -gritaron Nathan y Andrew. Recogieron varios palos y corrieron hacia la orilla del lago.
Al cabo de varios segundos, los perros entraban nadando en el agua, persiguiendo con visible entusiasmo los trozos de madera.
– ¿Necesita un pañuelo? -preguntó Hayley a Stephen mirándole sin ningún disimulo la cara manchada de saliva.
Stephen se tocó la mejilla con los dedos.
– De hecho, creo que un buen baño sería más apropiado -dijo en tono de guasa. Si Sigfried hubiera vivido aquella escena, su impecable ayuda de cámara habría muerto de apoplejía, inmediatamente después de condenar a muerte a aquellos perros.
– Espere aquí, le mojaré una servilleta.
Hayley se levantó, caminó hasta el lago, se agachó y sumergió el extremo de una servilleta de lino en el agua.
– ¡Cuidado, Hayley!
El aviso de Andrew llegó demasiado tarde.
En cuanto Hayley se levantó, una de las bestias saltó sobre ella y le apoyó las enormes patas delanteras encima de los hombros.
Hayley, que evidentemente no estaba preparada para recibir un saludo tan entusiasta, perdió el equilibrio. Se cayó hacia atrás y aterrizó en el agua, con una sonora salpicadura, mientras el gigantesco animal seguía encima de ella, lamiéndole la cara.
Stephen se puso de pie de un salto, ignorando el dolor que aquel repentino movimiento le provocó en las costillas, y corrió hacia la orilla.
– ¡Para ya, perro loco! -chilló Andrew, dándole a la bestia un fuerte empujón.
El perro obsequió a Hayley con un último lametón en la cara y se alejó, corriendo orilla abajo, seguido por sus compañeros en una frenética carrera.
Cuando Stephen llegó a la orilla, Andrew y Nathan habían ayudado a Hayley a ponerse de pie y la estaban ayudando a salir del lago. Stephen se detuvo y contempló la escena.
Hayley estaba empapada, de pies a cabeza. Tenía la melena aplastada contra el cráneo, pequeñas hojitas pegadas a los cabellos y manchas de lodo salpicándole la cara, como pequeñas pecas sobre su pálida piel.
El vestido, manchado de lodo negro, se le pegaba al cuerpo como una segunda piel. Stephen la repasó de arriba abajo con la mirada, mientras su imaginación se deleitaba con la perfección de las curvas que se insinuaban bajo el tejido.
Las ventanas de la nariz se le contrajeron en cuanto le llegó una bocanada de aire procedente de Hayley. Olía a perro muerto. Era evidente que Stinky era el culpable. La mirada de Stephen se volvió a detener en el rostro de Hayley y se quedó de piedra, atónito ante lo que veían sus ojos.
Esperaba que Hayley estuviera enfadada. Cualquiera de las mujeres que conocía, incluyendo su hermana, que tenía buen corazón, estaría furiosa y enrabiada después de semejante incidente.
Pero Hayley sonreía.
– ¿Estás bien? -le preguntó Pamela mientras tomaba a Callie de la mano.
Hayley se rió y se miró de arriba abajo.
– Bueno, tengo un aspecto horrible y huelo todavía peor, pero aparte de eso, estoy bien. -Dirigió una tímida mirada a Stephen-. ¿Le había comentado que los perros son algo excitables?
A Stephen se le ocurrieron inmediatamente varios adjetivos más para describir aquellas bestias asquerosas, pero antes de que pudiera decirlas, los perros volvieron corriendo a todo galope con las lenguas colgando. Las tres bestias rodearon al grupo y se sacudieron simultáneamente para secarse, salpicando chorros de agua con lodo en todas direcciones. Luego despegaron al unísono, desapareciendo entre los árboles.
Stephen se miró la camisa empapada e hizo ademán de secarse las gotas de agua de la cara con la manga mojada.
– ¿Ha dicho excitables? -preguntó repasando con la mirada al resto del grupo.
Estaban todos mojados y sucios, especialmente la pequeña Callie, que estaba calada hasta los huesos.
– Quizás excesivamente entusiastas sea la palabra -sugirió Pamela con una risita, mientras se apartaba el pelo mojado de la cara.
– Y también demasiado apasionados -añadió Andrew con una sonrisa.
– De hecho, mentalmente desequilibrados sería más exacto -masculló Stephen mientras negaba repetidamente con la cabeza.
Nathan se giró hacia su empapada y sucia hermana mayor y la miró con ojos suplicantes.
– Hayley, por favor, ¿podemos bañarnos en el lago? Venga, por favor. Ya estamos calados.
Stephen creía que Hayley se opondría, pero vio brillar una chispa de malicia en sus ojos. Se bajó súbitamente la falda empapada hasta las rodillas y dijo:
– ¡Tonto el último!
El resto de los Albright, incluyendo Pamela, la única que hasta aquel momento Stephen había considerado que estaba en su sano juicio, se lanzó al lago. Nathan aterrizó de barriga, salpicando a todos los demás al sumergirse en el agua. Stephen se quedó de pie en la orilla, entre divertido y horrorizado por aquel comportamiento tan eufórico y desinhibido. Empezaron a salpicarse agua unos a otros al tiempo que se proferían insultos shakesperianos.
– «¡Oh, atroz es mi delito! ¡Su corrompido hedor llega hasta el cielo!» -Salpicadura.
– «¡Huelo por todas partes a orines de caballo, lo que pone a mi nariz en gran indignación!» -Salpicadura.
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