– «¡El suyo es un olor deshonroso y escandaloso!» -Salpicadura.

Stephen negó repetidamente con la cabeza en señal de desconcierto. Todos eran candidatos para ingresar en el manicomio. Pero, maldita sea, su alegría era contagiosa. Inclinando la cabeza hacia atrás, Stephen se rió hasta que le empezó a doler la mandíbula. Sencillamente, no se podía contener. La familia al completo, desde Hayley, supuestamente adulta, hasta la pequeña Callie, estaba empapada, sucia y, evidentemente, pasándoselo en grande.

– ¡Señor Barrettson! ¡Señor Barrettson! Usted es el tonto; todavía no se ha bañado en el lago. -Callie corrió hasta Stephen y le cogió la mano, tirando de él-. ¡Vamos! ¡Se está perdiendo toda la diversión!

Stephen dudó. «¿Juguetear en el lago? ¿Vestido?» Nunca había hecho nada tan indecoroso en toda su vida. Una cosa era verlo y otra muy distinta practicarlo.

Callie volvió a estirarle del brazo.

– No tenga miedo, señor Barrettson. No es más que agua.

Stephen estiró en sentido contrario.

– No tengo miedo.

Acercándose más, Callie le dijo en voz baja:

– Si Winston estuviera aquí, le diría: «Meta su asqueroso culo en el agua de una puñetera vez. No se le va a encoger.» Eso es lo que les dice a Andrew y Nathan cuando se niegan a bañarse.

Una serie de escandalosas carcajadas casi dejan a Stephen sin respiración. Entre horrorizado y divertido ante el desparpajo de Callie, Stephen dio un par de pasos hacia delante mientras se debatía entre si debía o no corregir a la pequeña.

Callie interpretó claramente aquel movimiento como un signo de recapitulación. Se colgó del brazo de Stephen y éste desistió. «¡Qué diablos! ¡Nadie se enterará!» Dejó que Callie le arrastrara hasta la orilla. En el instante en que se unió al resto del grupo, una pared de agua le golpeó el rostro, cogiéndole desprevenido y dejándole farfullando.

– ¡Ahí va eso! -Hayley le dirigió una sonrisa desafiante. Decidido a recuperar su dignidad, Stephen soltó un fuerte gruñido y golpeó la superficie del agua con ambas manos, salpicando agua con todas sus fuerzas. Sus doloridas costillas protestaron, pero él ignoró el dolor, empeñado como estaba en recuperar su honor. Callie y Andrew se pusieron de su lado, en contra de Nathan, Pamela y Hayley, y enseguida se declaró una guerra total.

Tras casi media hora, Hayley pidió un alto el fuego.

– ¡Alto! -dijo sofocadamente, jadeando por el esfuerzo.

Stephen seguía agachado, con las manos bajo la superficie, preparado para atacar. Miró al bando opuesto con ojos achinados.

– ¿Os rendís?

– Sí, yo me rindo. Ya no puedo más -dijo Hayley, apartándose el pelo mojado de la frente.

– Tampoco yo -dijo Pamela jadeando.

– ¡Pero, Hayley! -protestó Nathan-. Yo todavía no me quiero rendir.

Hayley acarició a Nathan en la cabeza.

– Parte de ser un buen jefe consiste en saber cuándo te han derrotado. Ya les venceremos la próxima vez.

– Aceptamos vuestra rendición -dijo Stephen solemnemente. Los bandos opuestos se estrecharon las manos y salieron del lago chapoteando, riéndose y chorreando agua.

Acababan de pisar la orilla cuando les llegó una voz masculina procedente de la densa arboleda.

– ¡Hola! ¿Es usted, señorita Albright?

Las miradas de todos se centraron en un grupo de personas que salían del bosque.

– ¡Santo Dios, Hayley, es el doctor Wentbridge! -dijo Pamela en voz baja y con tono de preocupación-. ¿Qué pensará de mí si me ve en este estado? ¡Oh, Dios!

– Venga, deprisa. -Hayley cogió a Pamela de la mano y corrió con ella hacia la colcha. Recogió una sábana limpia del suelo y la sacudió enérgicamente para que se desprendieran las hojas-. No podemos hacer nada con tu pelo, pero, por lo menos, te taparemos el vestido mojado. -Hayley envolvió a Pamela en la sábana, apartó con la mano un mechón empapado del rostro húmedo y ruborizado de su hermana y luego se giró hacia los recién llegados.

Stephen y los niños se unieron a Hayley y Pamela justo cuando ellas estaban a punto de saludar a dos caballeros y una dama. Cuando los recién llegados se encontraban a unos metros de ellos, se detuvieron.

– ¡Señorita Albright! -dijo el más bajo de los hombres-. Pero… ¿qué clase de tragedia se ha cernido sobre usted?

Stephen miró de arriba abajo al hombre que acababa de hablar. Era un joven apuesto de cabello castaño claro y preocupados ojos azules. Stephen se dio cuenta de que la mirada de aquel hombre se detenía en Pamela, a quien inmediatamente se le ruborizaron las mejillas, adquiriendo un delicado color rosa. Volviendo a mirar a Hayley, a Stephen le extrañó que se hubiera puesto pálida y que guardara un silencio impropio de ella. Su atención estaba centrada en el otro hombre del trío.

El otro joven, de cabello rubio y ojos azul claro, también era bastante apuesto. Stephen se tensó cuando vio que aquel hombre examinaba la forma en que el empapado vestido de Hayley se pegada a las curvas de su cuerpo. Luego Stephen detuvo la vista en la dama que se encontraba entre ambos caballeros. Era bastante atractiva, aunque tenía una expresión un tanto malhumorada.

Hayley carraspeó.

– Estábamos jugando con los perros y acabamos todos en el lago, me temo.

– ¡Qué desafortunado accidente, pero qué propio de usted, querida Hayley! -dijo la mujer arrugando la nariz. Stephen vio cómo la arrogante mirada de la mujer recorría a todo el grupo y se detenía en él. Sus ojos castaños se abrieron de par en par en señal de sorpresa, y luego se entornaron, visiblemente interesados en lo que veían-. Hayley, querida, creo que debería hacer las presentaciones de rigor -musitó la arrogante belleza, mientras sus ojos repasaban ávidamente cada centímetro de la húmeda anatomía de Stephen, aparentemente gustándole lo que veía.

– ¿Presentaciones? -Hayley siguió la mirada de la mujer y vio a Stephen-. Oh, sí. Por supuesto. Les presento al señor Stephen Barrettson, de Londres. Es nuestro invitado y va a quedarse con nosotros varias semanas. -Hayley asintió y luego miró a Stephen-. Señor Barrettson, le presento a la señora Lorelei Smythe, vecina del pueblo -añadió sin el menor entusiasmo.

Stephen hizo una reverencia formal ante la mano que le tendía la mujer.

– Es un placer, señora Smythe.

– El placer es mío, señor Barrettson -asintió la señora Smythe con voz sedosa mientras volvía a deslizar la mirada por toda la estatura de Stephen.

Hayley prosiguió con las presentaciones:

– Le presentó al doctor Marshall Wentbridge, también vecino del pueblo. Marshall completó recientemente sus estudios y ahora es médico. Le visitó cuando estaba herido.

Marshall Wentbridge tendió amistosamente la mano a Stephen.

– Me alegra verle tan recuperado, señor Barrettson. Es evidente que ya ha conocido a Winky, Pinky y Stinky -dijo frunciendo irónicamente los labios.

– Triste pero cierto -asintió Stephen con una mueca.

Stephen soltó la mano del doctor Wentbridge y dirigió la atención al hombre de cabello rubio. Para su irritación, aquel hombre estaba mirando sin ningún disimulo los senos de Hayley, cuyos contornos se marcaban bajo la ropa mojada. Stephen arrugó inmediatamente la nariz.

Esperó a que Hayley hablara, y le sorprendió lo afectada que sonaba su voz.

– Señor Barrettson, déjeme presentarle a otro vecino del pueblo: el señor Jeremy Popplemore.

Aquel nombre le sentó a Stephen como una patada en la entrepierna. Jeremy Popplemore. Hizo un gran esfuerzo por permanecer inexpresivo mientras examinaba al hombre que había dejado plantada a Hayley.

Jeremy le tendió la mano.

– Encantado de conocerle, señor Barrettson -dijo con visible falta de interés, sin apartar la mirada de Hayley.

Stephen dio un paso a un lado y se puso delante de Hayley, impidiendo de ese modo que Jeremy Popplemore siguiera recorriendo su cuerpo tan ávidamente con la mirada, y le estrechó la mano con la misma falta de interés.

– Bueno, me ha encantado volverles a ver a todos -dijo Hayley asomándose tras el hombro de Stephen-, pero, como pueden ver, estamos un poco indispuestos y debemos regresar a casa. Por favor, discúlpennos. -Se dio la vuelta, cogió a Callie de la mano y empezó a andar hacia la casa. No había dado más de dos pasos cuando la voz de Lorelei Smythe la hizo detenerse.

– Antes de que se vaya, Hayley, querida, debo explicarle el motivo que nos ha traído aquí -dijo mientras alargaba la mano para entregarle a Hayley un papel doblado lacrado en rojo-. Es una invitación para que usted y Pamela asistan a una pequeña fiesta que celebraré en mi casa dentro de una semana en honor al feliz regreso de Jeremy a Halstead. También me encantaría que asistiera usted -añadió dirigiéndose a Stephen-. Espero que, para entonces, todavía siga en Halstead, señor Barrettson. Será un placer para mí verlo en mi fiesta. -Una lenta sonrisa iluminó su rostro mientras sus ojos recorrían los músculos claramente visibles bajo la empapada camisa de Stephen.

Stephen percibió enseguida la sugerente invitación en la seductora mirada de la mujer. Parecía como si se lo fuera a comer literalmente como merienda.

Determinado a ser amable con los vecinos de Hayley, Stephen inclinó la cabeza hacia delante y contestó:

– Sería un honor para mí asistir a su fiesta.

– Excelente. -La mirada de Lorelei seguía fija en Stephen. Luego miró puntualmente a Hayley-. Espero que para entonces ya haya podido secarse, mi querida Hayley -dijo con una carcajada. Luego se cogió con ambas manos a los brazos de sendos acompañantes-. Caballeros, volvamos al pueblo antes de que regresen esos salvajes perros.

Los dos hombres se despidieron y a Stephen le hizo gracia que Marshall Wentbridge no apartara la vista de Pamela hasta el último segundo. Sin embargo, no le hizo ninguna gracia que Jeremy Popplemore no apartara la vista de Hayley hasta el último segundo.

Ni la más mínima.


– Hayley, espera.

Stephen no quería que su petición sonara como una orden, pero fue incapaz de ocultar su irritación.

Hayley se giró hacia él con las cejas levantadas en señal de interrogación. El resto del desaliñado grupo continuó por el camino hacia la casa.

– ¿Qué ocurre, Stephen?

Stephen repasó con la mirada el empapado vestido de Hayley, que se pegaba a su voluptuoso cuerpo como un guante de satén, y el más puro deseo masculino se adueñó de él. En vez de sangre, le corría fuego por las venas, y perdió completamente la calma.

– Tenemos que hablar sobre tu falta de… decencia.

A Hayley se le levantaron todavía más las cejas.

– ¿Qué acabas de decir?

– Ese hombre, ese tal Popplecart [7]…

– Popplemore.

– Eso. Le ha faltado poco para ponerse a babear cuando te ha visto el vestido pegado al cuerpo de una forma que sólo se puede describir como indecente.

A Hayley se le encendió el rostro.

– Seguro que le has malinterpretado. Jeremy nunca me ha faltado al respeto.

– Ya lo creo que lo ha hecho. Te ha desnudado con los ojos hace apenas cinco minutos. -«Y, maldita sea, yo también lo he hecho.» Su irritación dio paso a la ira-. Tu forma de vestir dista poco de lo escandaloso. Si no te exhibes en pantalones de montar hiperceñidos…

– ¡Exhibirme! -exclamó Hayley irritada.

– … vas calada hasta los huesos y… -indicó su estado con un movimiento de mano- bueno, calada. Tu comportamiento dista muy poco de lo escandaloso.

Los ojos de Hayley echaban chispas azules.

– ¿Ah, sí? Entonces, dime, ¿qué es exactamente lo que encuentras tan ofensivo?

– ¡Todo! -dijo furioso. Toda la frustración que había ido acumulando en su interior explotó y salió a bocajarro-. La forma en que montas a caballo, a horcajadas. Que leas revistas de hombres. Que siempre lleves el pelo suelto. Por el amor de Dios, sólo las niñas y las cortesanas llevan el pelo de ese modo. -Empezó a dar vueltas nerviosamente delante de ella-. Siempre estás tocando a la gente. ¿Tienes alguna idea de lo inapropiado que fue que me afeitaras? ¿Pasear a solas conmigo por el jardín? ¿Dejar que te besara?

Stephen hizo una breve pausa para tomar aire y prosiguió:

– Y luego está la forma en que llevas la casa. Tus hermanos deberían estar en un internado, Callie necesita una institutriz y a todos les iría bien un poco más de disciplina y unas normas estrictas a seguir. Las clases se dan entre cuatro paredes, no sobre una colcha apolillada. Los niños y el personal de servicio no comen en el comedor ni en la misma mesa que los adultos. -Hizo una pausa en su invectiva y se pasó los dedos por el pelo mojado-. Winston necesita pulir su lenguaje y Pierre controlar su genio. Tu casa está a un paso del caos, y el comportamiento de toda tu familia a menudo roza los límites de la decencia.