Hayley seguía echando fuego azul por los ojos.
– ¿Ya ha acabado el señor?
Stephen asintió tensamente.
– Sí, creo que eso lo abarca prácticamente todo.
– Excelente. -En vez de amedrentarse en vista del enfado de Stephen, como él esperaba, Hayley dio un paso hacia él y le golpeó fuertemente con el índice en el pecho. Stephen retrocedió sorprendido-. Ahora es usted quien me va a escuchar y a entender, señor Barrettson. Puede decir cuanto quiera sobre mí, pero no ose insultar a mi familia. -Volvió a golpearle en el pecho, esta vez más fuerte-. Tal vez nos salgamos un poco de lo habitual, pero sugerir que no somos decentes es un grave error. Todos y cada uno de los miembros de mi «caótica» familia, desde Winston hasta la pequeña Callie, son acogedores, afectuosos, amables y generosos, y yo estoy sumamente orgullosa de todos ellos. No permitiré que ni usted ni nadie digan una sola palabra en su contra.
»Y en lo que se refiere a sus otras quejas, no tuve otra elección que montar a Pericles a horcajadas cuando le rescatamos, puesto que usted no llevaba ninguna silla lateral en su caballo, y no creo que el Parlamento haya decretado que leer revistas de hombres sea ningún crimen. Sólo llevo pantalones de montar por las noches en la intimidad de mi propiedad, nunca en el pueblo. Que usted me viera con pantalones fue un accidente. Raramente pierdo el tiempo intentando «domar» mi pelo porque, me haga el recogido que me haga, siempre se me acaba soltando. Y, en lo que se refiere a tocar a la gente, no es más que mi forma de mostrar afecto. Mi madre y mi padre siempre tenían una caricia para cada uno de nosotros. Ellos me inculcaron esa tendencia con su ejemplo, y yo espero inculcársela también a mis hermanos en ausencia de mis padres. Si hubiera sospechado que lo encontraba tan desagradable, jamás le habría puesto una mano encima.
Hayley hizo ademán de volver a golpear a Stephen en el pecho, pero él se apresuró a dar un paso atrás. Ella seguía echando fuego por los ojos.
– Y, cuando me ofrecí a afeitarle, sólo estaba pensando en su comodidad. Según recuerdo, usted también participó en lo que ocurrió en el jardín. Estoy de acuerdo en que cometí un grave error al permitir que me besara, pero tenga por seguro que no se volverá a repetir, sobre todo teniendo en cuenta que usted lo encontró tan detestable.
– Hayley, yo…
– Todavía no he acabado -dijo, y su mirada sumió a Stephen en el más sepulcral de los silencios-. No dispongo de suficiente dinero ni para contratar a una institutriz ni para enviar a los chicos a un internado, pero quiero dejarle algo muy claro, aunque lo tuviera, jamás se me ocurriría enviar a Andrew y a Nathan lejos de casa.
»Tenemos muchas normas sobre las tareas domésticas y el comportamiento. Tal vez no estén a la altura de sus elevados estándares, pero eso no las convierte en inadecuadas. Imparto disciplina a mis hermanos con firmeza y afecto al mismo tiempo, y creo que son unos chicos estupendos. Revoltosos, sí, pero a mí me preocuparía mucho más que se estuvieran sentados, con la boca cerrada y las manos quietas.
Hayley frunció los labios y se golpeó el mentón con los dedos.
– Hummm… ¿Qué más ha encontrado ofensivo el señor?
Antes de que Stephen pudiera abrir la boca, ella se apresuró a añadir.
– Ah, sí. Nuestra colcha apolillada. Nos gusta hacer clase al aire libre. Me sorprende que, siendo usted tutor como es, no lo haga también con sus alumnos, pero es obvio que discrepamos bastante en la mayoría de las cuestiones. Los niños y los «sirvientes» comen en el comedor porque forman parte de la familia, un concepto sobre el que es obvio que usted no sabe absolutamente nada. Y, si Pierre despotrica de vez en cuando y a veces Winston habla de una forma un tanto grosera, yo los acepto tal y como son porque les quiero, otro tema del que usted parece saber bien poco, y por eso me da lástima.
Stephen la miró fijamente. Lo había dejado sin palabras. No le habían echado semejante rapapolvo en toda su vida. Hacía cinco minutos, se sentía dominado por una ira que él consideraba plenamente justificada. Ahora se sentía como un chiquillo ruborizado en pantalones cortos después de haber recibido un duro sermón.
Se sentía como un imbécil. Al dejarse dominar por el enfado, la frustración y, ¡maldita sea!, los celos, sólo había conseguido enfadar a Hayley, aparte de un pecho dolorido. Se frotó la piel que le palpitaba bajo la camisa. Desde luego, Hayley tenía fuerza en el dedo.
Dirigiéndole una última mirada que a Stephen se le clavó como una espada, Hayley empezó a subir el camino que llevaba a la casa. Stephen sintió una tremenda vergüenza, junto con una desazón que le agarrotó las entrañas.
Aceleró el paso para alcanzarla y la cogió por el brazo.
– Hayley, espera.
Ella se detuvo y miró inequívocamente la mano de Stephen sobre su brazo, y luego le miró directamente a los ojos.
– Por favor, déjeme. Acaba de dejar bastante claro lo mucho que detesta el contacto físico.
Él retiró lentamente la mano mientras se le revolvía el estómago. El problema no era que le desagradara su contacto, sino que le gustaba demasiado.
– Te debo una disculpa.
El silencio y una ceja levantada fueron toda la respuesta de Hayley ante aquella declaración.
– Estaba enfadado y me he pasado. -Y luego añadió-: Lo siento.
Ella lo miró fijamente durante un minuto largo. Luego ladeó afectadamente la cabeza y dijo con frialdad:
– Acepto sus disculpas, señor Barrettson. Ahora, discúlpeme, por favor, debo cambiarme de ropa, no puedo seguir vestida con este «escandaloso» atuendo.
Dio media vuelta y siguió caminando hacia la casa, arrastrando el vestido.
Stephen se quedó allí parado, mirándola fijamente mientras se alejaba. No lograba recordar la última vez que alguien se había atrevido a contradecirle. O la última vez que se había disculpado. Ni aquel desagradable remordimiento por haber hecho sufrir a otra persona. Ni tampoco que le importara que alguien pensara mal de él.
Lo único que sabía era que le dolía el corazón.
Y no tenía nada que ver con los golpes que Hayley le había dado en el pecho.
Capítulo 12
La mirada de Stephen se detuvo en Hayley y se le aceleró el pulso. Llevaba el pelo cuidadosamente recogido en la nuca con un pulcro moño. Sus miradas se cruzaron y, cuando ella le dedicó una breve sonrisa, a Stephen le invadió una reconfortante sensación de alivio por todo su cuerpo. Entonces se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración.
Aquella tarde le tocaba a Nathan dar las gracias por los alimentos y todo el mundo se dio la mano. Todo el mundo menos Stephen y Hayley. Callie deslizó su diminuta manita en la mano de Stephen, pero, aunque Hayley le dio la mano a Pamela, no hizo en ningún momento ademán de dársela a Stephen.
A Stephen le embargó una profunda sensación de pérdida. «Toca a la gente para mostrarle su afecto. Pero no me quiere tocar a mí.» Un padecimiento completamente desconocido para él le encogió el corazón. No podía culpar a nadie salvo a sí mismo. «Maldita sea, yo no me refería a que no quería que volviera a tocarme nunca más.»
Con un nudo en la garganta, Stephen tendió la mano a Hayley. Ella miró hacia abajo y en sus ojos brilló la sorpresa, pero no hizo ningún ademán de darle la mano.
En voz baja para que sólo ella le pudiera oír, Stephen dijo una palabra que el marqués de Glenfield raramente utilizaba, si es que la había utilizado alguna vez:
– Por favor.
Se volvieron a cruzar sus miradas y, tras varios latidos, ella depositó su mano en la de él. Sus palmas entraron en contacto y el calor fluyó súbitamente por todo el brazo de Stephen. Él apretó suavemente la mano de Hayley y una sonrisa iluminó sus labios cuando ella le devolvió el apretón. Después de todo, eso de tocarse, no era tan terrible. Por supuesto, él lo estaba soportando únicamente para hacer bien el papel de tutor. De hecho, estaba sumamente impresionado con sus recién descubiertas dotes de actor.
Mientras Nathan daba las gracias por los alimentos, Stephen dejó vagar la mente, evocando la imagen de Hayley tal y como había salido del lago, empapada y sucia, sonriendo y riéndose, luego con los ojos encendidos, desafiándole y golpeándole en el pecho. Volvió a apretar los dedos involuntariamente alrededor de su mano.
– Señor Barrettson, ahora ya puede soltar la mano de Hayley -dijo Callie estirando de la manga de Stephen-. La oración ya ha finalizado.
Stephen miró a la pequeña y soltó lentamente la mano de Hayley.
– Gracias, Callie -le dijo con una sonrisa.
Callie sonrió alegremente.
– No hay de qué.
La comida fue ruidosa y animada, con los niños explicando lo que habían hecho aquel día a tía Olivia, Winston y Grimsley.
– ¡Que me cojan por los pantalones y me lancen de cabeza desde el nido del cuervo! -exclamó Winston negando con la cabeza-. Los asquerosos de… -Captó la mirada de aviso de Hayley y tosió-. Los locos de esos perros seguro que acaban provocando un accidente algún día.
Grimsley miró a Winston entornando los ojos.
– Si no recuerdo mal, fuiste tú quien animó a la señorita Hayley a quedarse con esas bestias indómitas. -Levantó la nariz con gesto altivo y añadió-: Yo habría…
– Pero si tú ni siquiera puedes ver a esos sarnosos perros callejeros, viejo bobo y ciego -espetó Winston-. No sabrías distinguir un perro de una mesita incluso aunque te cayeras encima de uno.
Grimsley enderezó sus delgados hombros.
– En calidad de ayuda de cámara personal del capitán Albright, nunca me he caído encima de ningún perro ni de ninguna mesita.
– Seguro que lo has hecho, pero no lo reconocerías nunca, miope saco de huesos.
Hayley se aclaró la garganta con un sonoro «ejem» y los dos hombres dejaron de discutir. Aunque no intercambiaron más que unas pocas palabras durante toda la cena, Stephen fue muy consciente de que Hayley estaba sentada a su lado. Cada vez que ella se movía, un sutil perfume a rosas inundaba sus fosas nasales. El suave sonido de su risa le acariciaba los oídos con la dulzura de la miel. Sus dedos se rozaron una vez cuando los dos fueron a coger el salero al mismo tiempo y a él casi se le para el corazón. Una oleada de calor le subió por el brazo, y él negó con la cabeza, aturdido por la intensidad de la reacción.
Tras la cena, el grupo se retiró al salón, donde Andrew retó a Stephen a una partida de ajedrez. Desesperadamente necesitado de estimulación mental, Stephen aceptó. Hayley, Pamela, Nathan y Callie se pusieron a jugar a cartas mientras tía Olivia se concentraba en su labor de punto. Stephen se quedó impresionado por lo bueno que era Andrew jugando al ajedrez. El chico jugó astuta e inteligentemente, y Stephen se lo pasó en grande.
– Jaque mate -anunció Stephen al final, mientras movía el alfil-. Has jugado de maravilla, Andrew. Eres bueno -elogió al muchacho-. No me has dejado bajar la guardia. ¿Te enseñó a jugar tu padre?
– Sí, mi padre nos enseñó a todos, salvo a Callie, claro. Siempre gano a Nathan, pero todavía no he conseguido ganar a Hayley.
Stephen levantó las cejas en señal de sorpresa.
– ¿Tu hermana juega al ajedrez?
– Hayley jugaba incluso mejor que mi padre, y mi padre era muy bueno, se lo aseguro-. Miró a Stephen con curiosidad-. Usted es bueno, pero apuesto lo que quiera a que Hayley le gana.
Stephen llevaba años sin perder una sola partida de ajedrez. Recordaba su última derrota. Debía de tener aproximadamente la edad de Andrew y perdió con su tutor privado. Aquella derrota le había granjeado el mordaz desprecio de su padre.
– Perderías, Andrew.
– ¿Lo dice en serio? ¿Quiere que hagamos una apuesta? -preguntó Andrew con los ojos brillantes.
Las manos de Stephen hicieron una pausa en la tarea de guardar las piezas de ajedrez.
– ¿Una apuesta?
– Sí, yo apuesto por que Hayley le gana al ajedrez.
– ¿Cuáles son tus condiciones?
Andrew estuvo un rato pensando, con la frente arrugada. De repente, se le iluminó el rostro.
– Si usted pierde, tendrá que ayudarnos a Nathan y a mí a acabar de construir nuestro castillo en el prado que hay junto al lago.
Stephen arqueó una ceja.
– ¿Y si gano?
– No ganará -afirmó Andrew taxativamente.
– Pero… ¿y si, por algún milagro, ganara yo?
– Bueno… -Era evidente que a Andrew aquella posibilidad no le cabía en la cabeza.
Stephen se inclinó hacia delante.
– Si gano yo, tú y tu hermano ayudaréis a vuestras hermanas a arrancar las malas hierbas del jardín.
Una expresión de verdadero horror se dibujó en el rostro de Andrew.
– ¿Arrancar las malas hierbas del jardín? Pero eso es… es cosa de chicas -refunfuñó a modo de excusa poco convincente.
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