Ella lo miró con los ojos como platos, y él enseguida leyó la confusión en su mirada.
– No es necesario que me digas cosas bonitas, Stephen.
Aquellas palabras se le volvieron a clavar a Stephen en el corazón. Era tan preciosa. Por dentro y por fuera.
– Eres hermosa, Hayley. Absolutamente hermosa.
El rubor bañó el rostro de Hayley y se dibujó una tímida sonrisa en sus labios.
– ¿Nunca te lo había dicho nadie? -preguntó él.
Su rubor se intensificó.
– Solamente mi madre y mi padre. Nunca un hombre.
– ¿Ni siquiera Poppledink? [8]
– Popplemore. Y no.
– Ese hombre es estúpido.
A Hayley se le volvió a escapar otro hipo y una risita.
– De hecho, por lo visto es poeta.
– ¿Poeta? ¿Y no te dijo nunca que eras hermosa?
– No. Al parecer, le dio por la poesía después de romper nuestro compromiso. -Se inclinó hacia delante y le confesó-: Es obvio que yo no era el tipo de mujer adecuado para despertarle la vena poética.
A pesar de su actitud aparentemente despreocupada, Stephen supo detectar cierta nota de amargura en aquellas palabras, una amargura que él se sentía impelido a desterrar.
– Te aseguro que tú podrías inspirar la vena poética en cualquier hombre.
– ¿Ah, sí? -Una chispa de malicia iluminó los ojos de Hayley-. ¿Hasta en ti?
– Hasta en mí.
– No te creo.
– Me encantaría demostrártelo… pero te costará lo que nos hemos apostado.
– ¿Te refieres a que entonces no podré obligarte a arrancar las malas hierbas del jardín?
– Exactamente.
Hayley se dio varios golpecitos en la mejilla con los dedos mientras consideraba ambas opciones.
– Está bien. -Levantando una ceja con malicia, añadió-: Así podré poner a prueba tus dotes como tutor, comprobando lo bien que manejas el lenguaje. -Se puso cómoda de una forma un tanto teatral, colocándose ruidosamente la falda alrededor del cuerpo y luego dijo-: Estoy lista. Soy todo oídos.
Stephen paseó lentamente la mirada por el rostro de Hayley, deteniéndose largamente en su boca y luego volviendo a reencontrarse con sus ojos.
Es como un rayo de luz,
con esa mirada transparente y azul.
Hay algo dulce y tierno en sus ojos,
que me hechiza y me hace sentir dichoso.
Hayley acogedora,
Hayley seductora,
Hayley angelical.
Tan imposible de definir como de ignorar.
Escapa a todo lo convencional,
pero yo no puedo evitar
querer besar la boca
de Hayley, la más hermosa.
Hayley objeto de mi deseo,
Hayley del prado de heno.
Stephen rozó suavemente sus labios con los de Hayley y luego se retiró. Ella lo miró fijamente, claramente aturdida.
– ¿Y bien? -preguntó él-. ¿He pasado la prueba?
– ¿Prueba? ¿Qué prueba?
– La de mis dotes como tutor. -Alargó el brazo y le acarició la tersa mejilla con un dedo.
Ella se quedó paralizada.
– Me has tocado.
– Sí.
– Pero creía que no te gustaba.
Él no podía dejar de mirarla.
– Sí que me gusta, Hayley. Mucho.
Los ojos de Stephen se detuvieron en un resplandeciente rizo que se había escapado del fino recogido que llevaba Hayley aquella noche. En vez de inspirarle decoro, lo único que le inspiraba aquel moño era el deseo de arrancarle todos aquellos alfileres de la sedosa melena y ver cómo se le desparramaba por la espalda. La necesidad de volverla a besar turbaba sus sentidos y le invadió el intenso deseo de fundirse con ella. Aquella mujer había tocado algo muy profundo en su interior, una parte de él que ni siquiera sabía que existía antes de conocerla.
– Gracias por el poema. Es precioso.
La suave caricia de la voz de Hayley en su oreja debilitó las defensas de Stephen. Apartando firmemente su sentido común, Stephen dio rienda suelta a sus deseos, largamente reprimidos. Introdujo los dedos entre los sedosos rizos de Hayley y cubrió sus labios con los suyos, buscando con la lengua la entrada de su boca.
Ella le rodeó el cuello con los brazos y abrió los labios, acogiendo el empuje de la lengua de Stephen y devolviéndole el beso con un abandono que todavía alimentó más el fuego que ardía dentro de él. Stephen hundió su boca en la de ella una y otra vez, aumentando la duración y la intensidad con cada beso hasta que sintió que iba a explotar. Sin separar su boca de la de Hayley, la sentó sobre sus muslos. Stephen contuvo un gemido cuando ella, al cambiar de postura, apretó involuntariamente las nalgas contra su creciente excitación.
«Tengo que parar. Parar de besarla. Parar de tocarla.» Pero, mientras se repetía aquellas palabras, empezó a acariciar la cálida y prominente redondez de su seno. El pezón se contrajo al entrar en contacto con su palma, y él supo que su conciencia acababa de perder la batalla. Con un hondo gemido, Stephen empujó la espalda de Hayley contra los cojines del sofá, recostándola y medio cubriéndola con su cuerpo.
Enredó los dedos en los sedosos cabellos de Hayley, luego recorrió sus costados con ambas manos y volvió a subir a los senos, acariciando sus tersos contornos y apresándolos con las palmas de las manos. Completamente perdido en la exquisitez de aquel tacto y de aquel embriagador perfume a rosas, sus labios recorrieron el cuello de Hayley y siguieron descendiendo, besándole los senos a través del fino tejido del vestido.
Él levantó la cabeza.
– Abre los ojos, Hayley.
Ella abrió lentamente los párpados y, al contemplar el brillo del deseo en sus acuosas profundidades, Stephen sintió que se le tensaban los genitales con un palpitante dolor. Se llevó la palma de Hayley a los labios y la besó ardientemente. Ella elevó la parte inferior del cuerpo, haciendo gemir a Stephen al apretar los muslos contra su excitación. Mirando fijamente aquellos luminosos ojos, rebosantes de deseo, nublados por el placer, Stephen apretó los dientes para contener el acuciante impulso de poseerla. Quería hacer muchísimo más que besarla.
Ella era una hembra acogedora y entregada que pedía más, y él un macho que ardía en deseos carnales, atormentado por aquel palpitante dolor en la entrepierna. El impulso de levantarle las faldas y hundirse en su calidez de terciopelo le estaba volviendo loco. «Es mía. En menos de diez segundos podría estar dentro de ella, poniendo fin a este incesante e insoportable dolor.»
Pero no podía hacerlo. Hayley era virgen y, sin lugar a dudas, estaba mareada y confusa a consecuencia de aquel generoso trago de brandy. Y ella merecía muchísimo más que un rápido revolcón en un sofá con un hombre que iba a marcharse dentro de poco, un hombre que le había pagado su bondad con mentiras y duras críticas.
Pero, ¡maldita sea!, Hayley no se parecía a ninguna de las vírgenes que él había conocido. Él era alérgico a las mujeres inocentes. Eran apocadas, aburridas, sosas y generalmente iban custodiadas por una madre obsesionada con encontrarles marido. Hayley le retaba, le provocaba, le confundía y le fascinaba. Y, lo peor de todo, le excitaba hasta el punto de provocarle dolor.
Nunca supo de dónde sacó las fuerzas para alejarse de Hayley, pero, murmurando una blasfemia contra sí mismo, se obligó a separarse de ella y se incorporó, sentándose en el sofá. «¡¡Maldita sea!! ¡¡Maldita sea!!»
Apoyando la cabeza en las manos, Stephen cerró los ojos e intentó calmar sus desquiciados nervios. Tenía que alejarse de aquella mujer. De alguna forma, ella había sido capaz de despojarle de su sentido común. Se moría por ella. Su cuerpo pedía a gritos el contacto con su piel. Le estaba volviendo completamente loco. «No debería haber iniciado esto. Debería haber dejado que siguiera enfadada conmigo.» Pero había preferido egoístamente volver a ver aquel brillo tentador en sus ojos.
Ella se incorporó y se apoyó en el brazo de Stephen.
– Oh… la cabeza -se quejó- ¡Cómo me late!
«Yo sé muy bien lo que es latir, créeme», pensó y, sacando fuerzas de flaqueza, se levantó.
– Subamos arriba -dijo lacónicamente. La cogió firmemente por las axilas, la ayudó a ponerse en pie y luego prácticamente la arrastró por el salón.
– ¡Espera! -le dijo respirando con dificultad-. Todo me da vueltas.
Pero Stephen no esperó. No se atrevió a hacerlo. Sujetándola con firmeza con un brazo, medio la guió, medio la arrastró escaleras arriba. No se detuvo hasta que llegaron a la alcoba de Hayley. Abrió la puerta, la empujó dentro con delicadeza y luego cerró la puerta con un decidido clic.
Tras entrar en su propia alcoba, Stephen recorrió nerviosamente una y otra vez toda la longitud de la estancia, pasándose repetidamente los dedos por el pelo hasta que vio que se había arrancado varios mechones. Intentó desesperadamente no pensar en Hayley, Hayley ardiente y acogedora, Hayley entregada, tendiéndole los brazos, con los ojos rebosantes de deseo.
No podía pensar en otra cosa.
Podía haberla hecho suya.
Si su maldita conciencia no se hubiera interpuesto, ahora podría estar hundiéndose en las profundidades de sus suaves muslos, acariciando su piel con perfume a rosas, besando sus labios, aliviando aquel palpitante dolor que tenía en los genitales.
«¿Por qué diablos se habrá despertado mi conciencia, largamente dormida, justo ahora? ¡Vaya momento tan asquerosamente inadecuado para hacerse oír!» Hundiéndose en una butaca orejera, estuvo mirando fijamente el fuego con la frente arrugada hasta que las ascuas casi dejaron de brillar. Tras una hora de examen de conciencia, sólo fue capaz de llegar a dos conclusiones.
Primera, por mucho que intentara negarlo y por mucho que intentara convencerse a sí mismo de lo contrario, deseaba a Hayley Albright con una intensidad que le desconcertaba. Le afectaba como ninguna otra mujer le había afectado nunca.
Segunda, el único motivo de que en aquel preciso momento no estuviera hundido en sus acogedoras profundidades era que aquella mujer le importaba demasiado como para arrebatarle la inocencia y después abandonarla sin más.
Cerró fuertemente los ojos y negó con la cabeza.
«¡Maldita sea! Me importa; me importa mucho. No quiero que me importe, pero me importa.»
Le habría gustado no desearla hasta el punto de volverse loco, pero la deseaba.
Deseaba desesperadamente ser capaz de hacerla suya y largarse sin más, pero no podía hacerlo.
Girando la cabeza, miró fijamente la única rosa amarilla que reposaba sobre la mesita que había junto a su butaca. Cogió la flor marchita y tocó sus pétalos con dedos dubitativos.
Incluso con un asesino pisándole los talones, de algún modo sospechaba que estaría más seguro en Londres.
Necesitaba marcharse de allí.
Y cuanto antes mejor.
Capítulo 13
A la mañana siguiente, Hayley entró en la cocina bastante tarde.
– ¿Dónde se ha metido todo el mundo? -preguntó a Pierre. Había pasado una noche movida e inquieta, sin poder conciliar el sueño hasta el amanecer. Necesitaba desesperadamente un café.
– Sus hegmanas ido con tía, Weenston y Grimsley al megcado -contestó el cocinero mientras preparaba la masa para hacer pan-. Los chicos llevan a monsieur Baguettson a pescag.
– ¿A pescar? -preguntó Hayley sorprendida.
Pierre asintió.
– Se han ido a pgimega hoga de la mañana después de desayunag.
Tras disfrutar de una rápida taza de café, Hayley cogió a hurtadillas un trozo de pan recién hecho y entró en el despacho. En la casa reinaba una calma que era una verdadera bendición y, si conseguía mantener sus pensamientos alejados de Stephen, probablemente podría adelantar el trabajo que tenía pendiente.
Cerrando la puerta tras de sí, se sentó en el escritorio y extrajo sus papeles del último cajón. Intentó concentrarse, pero sus esfuerzos fueron infructuosos. Sólo podía pensar en la noche anterior. Se debatía entra la absoluta vergüenza y la incrédula evocación de una sensación maravillosa. La sensación de las manos de Stephen sobre su cuerpo, tocándola, explorándola, acariciándola, no se parecía a nada de lo que había experimentado antes. Ella no quería que parara, pero él se había alejado de ella sin darle ninguna explicación. De hecho, hasta parecía molesto con ella. Indudablemente, por su comportamiento escandaloso y excesivamente desinhibido.
Hayley estuvo reflexionando y, tras casi una hora de mirar fijamente una hoja en blanco, sólo fue capaz de llegar a dos conclusiones.
Primera, deseaba a Stephen Barrettson con una intensidad que la desconcertaba.
Segunda, el único motivo de que esa mañana siguiera siendo virgen era que él se había retirado la noche anterior. Ella habría continuado, deseosa de explorar y aprender más cosas sobre aquellas sensaciones increíblemente nuevas que la bombardeaban.
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