Cerró fuertemente los ojos y negó con la cabeza. Stephen se iba a marchar dentro de dos semanas porque tenía que trabajar para una familia que vivía lejos de Halstead. Sólo con pensarlo, se le partía el corazón.

Tenía que mantenerse alejada de él.

Justin Mallory estaba sentado en su despacho privado, mirando fijamente la carta que acababa de recibir. Releyó la escueta misiva tres veces, frunciendo el ceño y levantando alternativamente las cejas.

– Pareces muy desconcertado, cariño -dijo Victoria mientras entraba en el despacho.

Justin se guardó rápidamente la carta en el bolsillo del chaleco y sonrió a su mujer.

– No es más que un mensaje un tanto desconcertante de uno de mis socios -dijo quitándole importancia. Se levantó y se acercó a Victoria, rodeando su diminuto cuerpo con los brazos y dándole un breve beso en su tersa frente.

Hasta que conoció a Victoria, Justin siempre se había visto como el eterno soltero. Pero enseguida quedó prendado de los encantos de aquella joven menuda de brillantes ojos verdes, cabello castaño oscuro y una sonrisa que podría derretir la nieve en enero.

– Estaba pensando en cómo convencerte para que me lleves a Regent Street -dijo Victoria, reclinándose hacia atrás para apoyarse en los brazos de su esposo-. Llevo varios días encerrada en casa.

– Tú podrías convencer a las estrellas para que bajaran del cielo, mi amor-le susurró Justin mientras besaba la boca que ella le acababa de ofrecer-. Necesito un par de horas para ultimar unos cuantos asuntos y luego estaré a tu entera disposición.

– Gracias, cariño. -Victoria se puso de puntillas, rozó con los labios la mandíbula de Justin y salió de la habitación, cerrando la puerta detrás de ella con delicadeza.

En cuanto volvió a estar solo, Justin se sacó la carta del bolsillo y la volvió a leer. Junto con la petición de más mudas de ropa, Stephen le pedía algunas cosas que se salían de lo corriente. Y ni siquiera le preguntaba cómo iban sus indagaciones. Sólo una escueta nota pidiéndole una serie de raros artículos que quería que le llevara dentro de dos días. Justin rió entre dientes. Se moría de ganas por ver de nuevo a Stephen para averiguar cómo le estaba yendo en casa de los Albright.

Si la lista de artículos que le pedía Stephen era un indicador, su estancia debía de estar siendo de lo más pintoresca.

Y si Justin lograba imaginarse cómo conseguir los objetos que necesitaba, todo iría bien.


– ¡Mira cuánto he pescado! -Stephen entró en el jardín pisando fuerte, deteniéndose ante Hayley con una sonrisa de oreja a oreja en el rostro-. ¡Mira! ¿Has visto alguna vez una pesca tan magnífica?

Hayley se levantó, se limpió las manos en el delantal y examinó el grupo de insignificantes pececillos que colgaban de un hilo de pescar que sostenía Stephen con orgullo.

– ¡Impresionante! -dijo intentando parecer seria-. Es evidente que eres un experto pescador.

Stephen entornó los ojos con expresión de recelo, sin estar seguro de si Hayley se estaba burlando de él o no.

– No te estarás burlando de mí, ¿verdad? -dijo él en tono amenazador.

Ella abrió los ojos de par en par en señal de fingida inocencia.

– ¿Yo? ¿Burlarme de ti? ¿Un hombre que, obviamente, es el mejor pescador que jamás ha recorrido las costas de Inglaterra? ¿Cómo se te puede ocurrir algo semejante?

– Debes saber que estoy bastante orgulloso de mí mismo. -Se inclinó hacia Hayley y ella contuvo una risita. Stephen apestaba a pescado-. Esta ha sido la primera vez que he ido de pesca.

– Se ha caído dos veces al agua -intervino inesperadamente Andrew, mientras entraba, junto con Nathan, en el jardín.

La mirada de Hayley se centró en las costillas de Stephen.

– ¿Te… se ha hecho daño?

– Unas pequeñas punzadas, nada más. Y no me caí, sino que me empujaron esos gamberros -informó Stephen a Hayley señalando con dedo acusador a los dos chicos, que se estaban riendo-. Tiene que enseñarle buenos modales -añadió mientras le guiñaba un ojo exageradamente.

– ¿Nunca había ido de pesca hasta hoy? -preguntó Hayley sorprendida.

– Nunca. Yo soy tutor, no pescador. No se me había presentado la ocasión, hasta hoy. Y he de admitir que, para ser la primera vez, lo he hecho francamente bien. -Levantó su hilo de pescar y dirigió una mirada de admiración a su exigua captura.

Hayley los miró a los tres y sacudió la cabeza. No estaba segura de qué había ocurrido exactamente en aquella salida de pesca, pero era evidente que los tres se lo habían pasado en grande. Y Stephen era quien tenía la sonrisa más grande de todos.

– Venga, señor Barrettson -instó Nathan a Stephen estirándole del brazo-. Entreguémosle lo que hemos pescado a Pierre para que pueda empezar a preparar la cena.

– Ahora tengo que irme -informó Stephen a Hayley con una sonrisa de suficiencia-. Ya sabe, Pierre nos espera en la cocina. -Le dedicó otra radiante sonrisa y dejó que Nathan le guiara.

Hayley observó al trío y se tapó la boca con la mano para evitar estallar en carcajadas mientras se alejaban.

Stephen tenía una raja en los pantalones de montar justo a la altura de las nalgas.


– ¿Qué plan tenéis para esta mañana, chicos? -preguntó Hayley a sus hermanos al día siguiente a la hora del desayuno-. Tenemos algunas clases pendientes.

Andrew y Nathan dirigieron sendas miradas anhelantes y suplicantes a Hayley.

– El señor Barrettson se ha ofrecido a darnos clase hoy. Habíamos pensado ir al prado. ¿Te parece bien?

Hayley miró a Stephen sorprendida.

– ¿Clases al aire libre? ¿He oído bien?

Stephen la miró por encima del borde de la taza de café.

– Sí. Debo zanjar una deuda de honor con los chicos y he pensado que podría darles clase al mismo tiempo. Si usted no ve ningún inconveniente, claro.

– No. No veo ningún inconveniente -musitó Hayley, extrañada-. ¿Qué tipo de deuda de honor debe zanjar con los chicos?

– Andrew y yo hicimos una apuesta antes de ayer por la noche y perdí.

Hayley enarcó las cejas.

– ¿Apostó… con Andrew? ¿Y perdió?

– Por lo visto, no era mi noche para las apuestas -dijo esbozando una sonrisa.

Hayley se ruborizó hasta las raíces del cabello cuando recordó en qué había desembocado su apuesta con Stephen.

Sin hacer ningún otro comentario, observó cómo los tres salían de la habitación. No tenía la más remota idea de qué hacer con Stephen. Desde la discusión que habían tenido hacía dos días y la posterior partida de ajedrez, lo encontraba cambiado. Menos reservado. Con todo el mundo, salvo con ella. A pesar de que había sido educado y atento con ella en todo momento, de algún modo, había erigido un muro invisible entre ambos.

Contrariamente, Stephen estaba mostrando un gran interés por Andrew y Nathan, primero acompañándoles a pescar y ahora embarcándose con ellos en una extraña aventura.

En la cena del día anterior Hayley se había sentado a la mesa dominada por los nervios anticipatorios, preguntándose si se volvería a encontrar a solas con Stephen. La cabeza le decía que se mantuviera alejada de él, pero su corazón le imploraba con la misma insistencia que lo buscara.

No tuvo que tomar ninguna decisión al respecto porque Stephen se excusó poco después de cenar y se retiró a su alcoba. Ella pasó todo el tiempo comprendido entre la cena y la hora de acostarse trabajando en el despacho, intentando con todas sus fuerzas no sentirse decepcionada o confundida. Seguro que era mejor así.

– Andrew y Nathan parecen haberle cogido mucho cariño al señor Barrettson -comentó tía Olivia, interrumpiendo los pensamientos de Hayley.

– Sí, es verdad.

– Y el señor Barrettson también parece haberse encariñado con ellos -añadió Pamela, volviéndole a llenar a Hayley la taza.

– ¡Que me aten al travesaño del puerto y me golpeen con el sextante! -dijo Winston a voz en cuello-. ¿Por qué no iban a gustarle los muchachos? Son buenos chicos, como su padre, que en paz descanse. Porque, si a ese asqueroso gorrón no le gustaran los chicos, le obligaría a andar por el tablón de cubierta. -Luego dirigió una mirada fulminante a Grimsley-. ¿Acaso estás buscando la forma de llevarme la contraria, enano escuálido?

Grimsley se arregló la chaqueta.

– Desde luego que no, aunque no me puedo imaginar dónde vas a encontrar un tablón de cubierta donde hacerle andar.

– Tú no verías un tablón de cubierta aunque te golpearas la cabeza con uno -masculló Winston.

– Yo sé dónde hay una tabla -intervino inesperadamente Callie mientras acunaba a la señorita Josephine en sus brazos-. Hay una tabla grande ahí fuera, cerca del corral de las gallinas. -Se volvió hacia Winston-. La vimos el otro día, Winston. Usted se tropezó con ella y se cayó de morros sobre las cacas de las gallinas, ¿no se acuerda? Y entonces gritó: «¡Asquerosamente condenado trozo de madera! Menudo hijo de…»

– ¡Callie! -se apresuró a interrumpir Hayley-. Estoy segura de que Winston no quería decir unas palabras tan inapropiadas. -Lo miró con seriedad- ¿Verdad que no, Winston?

El ceño de Winston indicaba claramente que quería decir cada una de las palabras que dijo y algunas más, pero suavizó su expresión cuando miró a Callie.

– Lo siento -susurró-. Me olvidé de que la chiquilla andaba cerca.

Grimsley murmuró algo entre dientes y empezó a quitar la mesa. Hayley soltó un profundo suspiro, rogó a Dios que le diera paciencia y cambió de tema.

– ¿Qué creen que tienen pensado hacer hoy? -preguntó-. Espero que Andrew y Nathan no hayan pensado en nada demasiado cansado desde el punto de vista físico. Estoy segura de que a Ste… al señor Barrettson todavía le duelen las costillas, y el hombro aún no se le ha curado por completo.

– El señor Barrettson parece un ejemplar de lo más saludable -dijo Pamela con una risita guasona-. Estoy segura de que puede seguir el ritmo de Andrew y Nathan.

– Ya lo creo que sí -añadió tía Olivia-. El señor Barrettson es realmente un buen ejemplar. Tan viril, tan apuesto y tan ancho de hombros. ¿No te parece, Hayley, querida?

En los pómulos de Hayley empezaron a arder las llamas del infierno.

– Bueno… sí. Es bastante… eso, un buen ejemplar.

– Y es muy simpático; encantador, de hecho -prosiguió tía Olivia, obviamente sin darse cuenta de lo violenta que se sentía Hayley.

– No sabía que usted hubiera pasado tanto rato con él, tía Olivia -dijo Hayley levantando un poco la voz.

Tía Olivia cogió sus agujas de hacer punto para proseguir con su labor.

– Oh, sí. Pasamos un rato muy agradable ayer por la tarde. Mientras tú estabas en el establo con los niños, el señor Barrettson me ayudó con mis tareas domésticas.

Hayley y Pamela intercambiaron una mirada de extrañeza.

– Pero a usted le tocaba sacar el polvo de la biblioteca -dijo Pamela.

Una sonrisa de oreja a oreja iluminó el rostro de tía Olivia.

– Exactamente. Y el señor Barrettson utiliza el plumero bastante bien, y llega mucho más alto que yo. Bueno, he de admitir que al principio se mostró algo reacio, horrorizado, en realidad, pero el muchacho enseguida le cogió el tranquillo.

– ¿Cómo consiguió convencerle para que sacara el polvo? -le preguntó Hayley entre risas.

– Bueno, me limité a pasarle el plumero y a pedirle que me ayudara. -Tía Olivia dirigió una mirada directa a Hayley y añadió-: Cuando uno quiere algo, mi querida Hayley, necesita expresar sus deseos. Después de todo, el señor Barrettson no sabe leer la mente.

Hayley miró fijamente a su tía y se preguntó si seguían hablando de quitar el polvo. Antes de que tuviera la oportunidad de contestarle, tía Olivia volvió a concentrarse en su labor, y Hayley prefirió dejar el tema antes de que empezaran a arderle literalmente las mejillas.

Al poco tiempo, Pamela y Hayley salieron del comedor y, seguidas de Callie, se dirigieron hacia el lago. Callie abrió su caballete y Hayley y Pamela se sentaron en la hierba, disfrutando de la cálida brisa y de una paz y un silencio poco habituales y bien recibidos, gracias a la ausencia de los chicos.

– ¿Te hace ilusión ir a la fiesta de Lorelei Smythe? -preguntó Pamela, arrancando una larga brizna de hierba y jugueteando con ella entre los dedos.

Hayley puso mala cara y miró al cielo.

– Antes preferiría bañar a Stinky. Cada vez que me la encuentro, esa mujer me hace sentir como una gran intrusa, aparte de torpe, maleducada y que está de más. -Dirigió una mirada de reojo a Pamela-. Por supuesto, haré el sacrificio de soportar su compañía por ti. Nunca te negaría el placer de asistir a la fiesta, sobre todo teniendo en cuenta que asistirá un joven y apuesto médico.

Las mejillas de Pamela se sonrojaron intensamente.

– Oh, Hayley, casi me muero de vergüenza cuando Marshall me vio el otro día en el lago con el aspecto de un gato ahogado. Sabe Dios lo que debió de pensar de mí.