– Hayley -le dijo con dulzura, sufriendo por ella.

Ella levantó la cabeza de las manos y lo miró, mientras le resbalaban por las mejillas todas las lágrimas que llevaba rato intentando contener.

– Por Dios, Hayley, no llores, por favor. -A Stephen, la visión de aquellos ojos acuosos, anegados de lágrimas, y de aquel rostro pálido de miedo le partía el corazón. Abrió los brazos y ella, con un sollozo entrecortado, se refugió en ellos.

Stephen la apretó contra su pecho y sus brazos la rodearon como dos barras de metal. Ella lo cogió por la cintura y se apretó contra su torso, hundiendo la cara en su hombro y mojándole la camisa con las lágrimas. Dándole delicados besos en el pelo, Stephen le susurró palabras dulces con el afán de consolarla. No sabía cómo ayudarla más que abrazándola. Las lágrimas de Hayley atravesaron a Stephen, calándole primero la camisa y mojándole luego la piel hasta llegarle al centro del alma. Escuchando sus sollozos amortiguados, Stephen pensó que el corazón le iba a estallar en mil pedazos.

Cuando los sollozos acabaron y dieron paso a una serie de hipidos, Stephen se dio cuenta de que había pasado lo peor y se le escapó un suspiro de profundo alivio.

Rebuscando en el bolsillo del vestido, Hayley extrajo un pañuelo. Se reclinó hacia atrás apoyándose en los brazos de Stephen y se sonó sonora y nada femeninamente.

– ¿Mejor? -le preguntó Stephen mientras una leve sonrisa tiraba de la comisura de sus labios. Cuando ella levantó la cabeza y lo miró, la sonrisa de Stephen se desvaneció completamente. Tenía los ojos enrojecidos y todavía se leía el miedo en su mirada.

– Estoy tan asustada, Stephen -susurró-. Primero mi madre, luego mi padre… -Se le escapó un sollozo-. No podría soportar si Nathan…

– Va a ponerse bien, Hayley -dijo Stephen con firmeza, y él sabía que habría dado cualquier cosa para que sus palabras se hicieran realidad. Vio cómo una lágrima solitaria se escapaba de las pestañas de Hayley y le resbalaba por la mejilla. Alargó el brazo y la capturó con un dedo. «No sabía que los ángeles lloraran.»

Hayley hizo ruido con la nariz y se volvió a secar los ojos con el pañuelo.

– Siento haber perdido el control de esta manera. No suelo hacerlo. Gracias por estar aquí. Por ser mi amigo. Por ayudar a Nathan. Por consolarme.

– No se merecen. – ¡Dios! Parecía tan asustada, tan vulnerable, mirándole fijamente con aquellos inmensos ojos de agua.

Hayley alargó la mano y acarició la mejilla de Stephen.

– Eres un hombre maravilloso, Stephen -le susurró.

Un fuerte impulso de protección se adueñó de él. Sintió la abrumadora necesidad de derribar la puerta de la alcoba y sacudir al médico hasta que les asegurara que Nathan iba a ponerse bien.

Quería talar el odioso árbol que había derribado a Nathan de sus ramas. Le invadieron emociones completamente desconocidas para él… emociones que le hacían querer destruir a cualquier persona o cualquier cosa que osara lastimar a aquella mujer que le estaba mirando como si él fuera una especie de héroe. Como si él importara. Como si tuviera algo más que un título y un montón de dinero. «Eres un hombre maravilloso, Stephen», repitió para sus adentros.

Cerró momentáneamente los ojos y dejó que aquellas palabras resonaran en su interior. «Eres un hombre maravilloso, Stephen.» Nadie, ni siquiera su hermana, le había dicho nada parecido en toda su vida. Y él sabía perfectamente que no tenía nada de maravilloso. Después de todo, había alguien que le odiaba lo suficiente como para querer verle muerto.

A Stephen se le hizo un nudo en la garganta. Quería decirle algo a Hayley, desengañarla, explicarle que lo que ella creía no era verdad, pero no le salían las palabras.

– Sí, lo eres -le dijo ella con dulzura, como si le hubiera leído el pensamiento-. Tal vez no lo creas, pero lo eres. No sólo eres maravilloso, eres noble, generoso y bueno. -Le puso la mano justo encima del corazón-. Lo que hay aquí dentro, en lo más hondo de tu corazón, en tu alma, eso es lo que cuenta. -En sus labios se dibujó una trémula sonrisa-. Yo nunca te mentiría. Confía en mí. Lo sé.

Stephen ahuecó las manos en torno al rostro de Hayley y la miró con ojos sombríos. Su mirada sondeó la de Hayley, buscando no sabía muy bien qué, pero, de repente, se sintió confundido y, en cierto modo, vulnerable. «Yo nunca te mentiría.» Todo lo que él le había contado sobre su vida era mentira. Se sentía como un verdadero canalla.

– Hayley, yo…

Se abrió la puerta de la alcoba y Marshall Wentbridge salió al pasillo. Si le sorprendió encontrarse a Hayley y Stephen tan cerca el uno del otro, las palmas de Hayley sobre el tórax de Stephen y él rodeándole el rostro con ambas manos, no lo demostró.

– ¿Cómo está Nathan? -preguntó Hayley separándose de Stephen-. ¿Está bien?

– Sí. Está bien -la tranquilizó Marshall con una sonrisa.

Stephen la vio frotarse los ojos durante varios segundos. Él mismo sintió como si le hubieran quitado un enorme peso de encima.

– ¡Gracias a Dios! -dijo ella, tomando la mano de Stephen y apretándosela fuertemente.

– No tiene ningún hueso roto, y se ha despertado mientras le estaba examinando -prosiguió Marshall-. Es un chico muy afortunado. Le he curado el corte de la frente, que, a propósito, era poco más que un rasguño, y le he prohibido con toda la dureza de que soy capaz que se vuelva a subir a un árbol.

– Quizás a usted le haga caso -dijo Hayley con una risita trémula-. Desde luego, a mí no me lo ha hecho.

– Si quieren verle, ahora está despierto. Le he dado un poco de láudano, de modo que no lo estará por mucho tiempo. Necesita guardar cama un día o dos, y luego estará como nuevo.

Hayley tomó las manos de Marshall entre las suyas.

– Gracias, Marshall, de todo corazón. Muchísimas gracias. ¿Puede explicarle a los demás que Nathan está bien? Y tal vez le apetezca quedarse a tomar el té.

– Me encantaría. Ambas cosas -dijo Marshall con una sonrisa de oreja a oreja, y luego se dirigió hacia las escaleras.

Hayley abrió la puerta y miró a Stephen al verle dudar.

– Vamos -le instó. Cuando vio que seguía igual de dubitativo, le cogió de la mano y tiró de él-. Has ayudado a rescatar a Nathan. Eres parte de la familia, Stephen. Entra conmigo.

«Eres parte de la familia.» Stephen observó la mano que le había cogido Hayley, sus dedos estaban entrelazados con los de ella, y dejó que lo arrastrara al interior de la alcoba de Nathan.

«Eres parte de la familia», se repitió.

Capítulo 15

Hayley vio la preocupación reflejada en el rostro de Winston en cuanto éste se unió al grupo en el salón tras visitar la alcoba de Nathan.

– ¡Que me encierren en el camarote de proa y me golpeen con una copa de ron! -masculló entre dientes y luego se sonó la nariz en un inmenso pañuelo-. A quién se le ocurre trepar a un árbol como un estúpido mono, caerse y casi romperse la crisma… -Se giró y miró a Hayley con solemnidad-. Su padre, que en paz descanse, me daría una buena reprimenda por permitir que los chicos tuvieran un escondite tan estúpido e inseguro si se enterara de lo ocurrido.

Hayley se levantó para tranquilizar al alterado marinero, pero se detuvo cuando Grimsley puso su endeble brazo sobre los fornidos hombros de Winston.

– Vamos, vamos, Winston -dijo Grimsley dándole palmaditas delicadamente en la espalda-. El capitán Albright sabía que los muchachos hacen travesuras. ¿No recuerdas cuando a Andrew le dio por ponerse encima una sábana y hacer ver que era un fantasma?

Winston soltó una carcajada.

– No levantaba dos palmos del suelo, según creo recordar, pero tú te asustaste tanto que casi te cagas en los pantalones -se volvió a sonar-, cobarde saco de huesos.

– Creo que se tercia un traguito de oporto -dijo Grimsley, instando amablemente a Winston a salir del salón-. Para celebrar la recuperación del señorito Nathan.

Winston asintió y olfateó.

– Me parece una buena idea, Grimmy. Tú primero.

Los dos hombres salieron del salón y los presentes reanudaron la conversación y siguieron tomando el té.

– ¿Esos dos se aprecian de verdad? -preguntó Stephen a Hayley-. No me lo puedo creer.

– Haz ver que no te das cuenta. Además, jamás lo reconocerían. -Hayley tomó un sorbo de té y observó disimuladamente a Pamela y a Marshall, que conversaban en el otro extremo de la habitación. Por lo menos ella creía que lo hacía disimuladamente pero, por lo visto, estaba equivocada, porque, al cabo de un par de minutos, Stephen le comentó:

– Parece ser que Wentbridge tiene a tu hermana en gran estima, algo que a ti parece agradarte mucho, debería añadir.

– ¡Vaya! ¿Tanto se me nota? -le preguntó ella, consternada.

Stephen asintió, con un brillo malicioso en los ojos.

– Me temo que sí, querida. Tus ojos son sumamente expresivos.

Hayley lo miró fijamente, sin estar segura de haber oído correctamente la palabra cariñosa que había salido de la boca de Stephen. ¿La había llamado querida? No podía ser. Probablemente acababa de tener una ilusión auditiva.

– Marshall Wentbridge es un joven encantador -dijo Hayley en voz baja, sin quitar ojo a la pareja-. Hace bastante tiempo que tiene debilidad por Pamela, y ella está encantada con él. No me extrañaría que en breve anunciaran su compromiso.

– ¿Y eso te haría feliz?

Ella asintió.

– Ya lo creo que sí. Que Pamela se enamore y forme su propia familia es uno de mis mayores deseos.

– Lo puedo entender.

– ¿Qué? Sí. Quiero más té -interrumpió súbitamente tía Olivia, acercando su taza a Stephen-. Es muy amable de su parte preguntármelo, señor Barrettson.

Hayley observó cómo Stephen servía el té galante pero torpemente a tía Olivia. Cogió la tetera como si fuera la primera vez que lo hacía en toda su vida. Evidentemente servir el té no era una tarea en la que se supone que debe destacar un tutor.

Tía Olivia clavó la mirada en el rostro de Stephen.

– ¿Acaso está intentando dejarse barba, señor Barrettson?

Stephen se pasó la mano por el rostro hirsuto.

– No, no particularmente, aunque lo pueda parecer.

– Bueno, si le interesa conocer mi opinión… -Dejó la frase a medias y miró directamente a Stephen.

– Me sentiría muy honrado de escuchar su opinión sobre el tema, querida dama -le aseguró Stephen inclinando la cabeza hacia delante.

Tía Olivia le dedicó una sonrisa de oreja a oreja.

– En tal caso, debo decir que, aunque estoy bastante segura de que estaría bastante imponente con barba, su rostro es demasiado atractivo para ocultarlo tras una capa de vello facial. -Hizo un coqueto movimiento de pestañas mientras miraba a Stephen y luego añadió-. ¿No crees, Hayley, querida?

Hayley casi se atraganta con el té. Si no la conociera mejor, juraría que su tía estaba coqueteando con Stephen.

– Bueno… yo, eh… Sí, supongo que sí. -Notó que una oleada de calor le subía por el cuello.

Stephen se recostó en el respaldo de la silla y dirigió una sonrisa devastadora a tía Olivia.

– Bueno, entonces, si me prefiere recién afeitado, tía Olivia, tendré que deshacerme de estos repugnantes pelos.

Tía Olivia parecía que se iba a derretir como un cubito de hielo bajo el recio sol de verano.

– Excelente, querido muchacho.

– Gracias por el té -dijo Marshall, uniéndose al grupo sentado junto al fuego-. He disfrutado mucho de la merienda -su mirada se centró en Pamela-, pero realmente tengo que irme.

Hayley se levantó y estrechó la mano de Marshall.

– Gracias por todo lo que ha hecho por Nathan. ¿Le veremos este viernes en la fiesta que da la señora Smythe?

– Oh, por supuesto. Tengo muchísimas ganas de ir. -Marshall le dio la mano a Stephen, hizo una reverencia a tía Olivia y dijo adiós con la mano a Callie y a Andrew, que estaban jugando a las cartas.

– ¿Pamela, te importaría acompañar a Marshall? -le preguntó Hayley con una sonrisa-. Estoy terriblemente cansada después de tantas emociones.

– Por supuesto que no. -Pamela cogió tímidamente a Marshall del brazo y lo guió hacia la puerta.

– Preguntarle a Pamela si le importa acompañar al doctor Wentbridge a la puerta es como preguntarle a Callie si le gusta invitar a la gente a tomar el té, ¿no crees? -preguntó tía Olivia con los ojos abiertos de par en par en señal de inocencia.

Hayley sonrió y movió repetidamente la cabeza en gesto de negación. Al parecer, tía Olivia se enteraba de mucho más de lo que todo el mundo creía.


Más tarde aquella misma noche, después de que todo el mundo se hubiera retirado a su alcoba, Hayley se dirigió al despacho de su padre. Aquélla era una magnífica oportunidad para adelantar el trabajo atrasado. Había escrito muy poco desde la llegada de Stephen. Si no escribía, no vendería sus relatos. Y sin ventas, no había dinero.