– ¿Es grave? -preguntó Grimsley, atisbando por encima del hombro de Hayley.

– No, gracias a Dios. Necesita tratamiento, pero no tiene la pata rota. -Se puso en pie y le cogió la lamparita a Grimsley. El caballo tenía varios rasguños en el flanco derecho y la cola llena de hojas y ramitas.

– Parece como si hubiera corrido atropelladamente por el bosque -dijo Hayley pensativa-. Es un hermoso ejemplar y es evidente que está bien cuidado. Los rasguños son recientes y está ensillado, pero no hay ninguna casa en bastantes kilómetros a la redonda. Ha debido de tirar al jinete. -Se volvió hacia la espesura. Mirando en dirección a la oscuridad, se apretó una mano contra el nudo que se le estaba haciendo en la boca del estómago e hizo de tripas corazón para luchar contra el miedo-. Deberíamos buscar al jinete. Podría estar malherido.

Grimsley abrió los ojos de par en par y tragó saliva con dificultad.

– ¿Buscarlo? ¿Aquí? ¿Ahora?

– No, viejo estúpido y enmohecido -contestó Winston con un bufido-. La semana que viene.

Grimsley hizo caso omiso.

– Pero, está muy oscuro, señorita Hayley, y ya vamos con horas de retraso por la reparación de la dichosa rueda. Todo el mundo estará preocupado…

– De modo que no viene de un cuarto de hora -le interrumpió Hayley con sequedad. Sabe Dios que no había nada que deseara más que llegar a casa, pero… ¿cómo iba a irse sabiendo que alguien podía necesitar ayuda? No podía hacerlo. Su conciencia no le dejaría vivir tranquila.

Firmemente decidida, dijo:

– No podemos irnos sin comprobarlo. El hecho de que un animal tan estupendo esté perdido, con una herida en la pata, lleno de rasguños y sin jinete es una clara indicación de que algo malo ha ocurrido. Tal vez alguien necesita ayuda desesperadamente.

– Pero… ¿y si el caballo pertenece a un asesino o a un ladrón? -preguntó Grimsley con voz débil y trémula.

Hayley dio una palmadita en la mano al anciano.

– Lo dudo, Grimsley. Los asesinos y los ladrones no suelen tener caballos tan magníficos, y… ¿a quién esperarían matar o asaltar en un camino tan poco frecuentado?

Grimsley carraspeó.

– ¿A nosotros?

– Bueno, si está herido, no creo que pueda hacernos mucho daño y, si no lo está, nos limitaremos a devolverle su caballo y proseguiremos tranquilamente nuestro camino. -Hayley dirigió una mirada seria y penetrante a sus compañeros de viaje-. Además, después de lo que les pasó a mi madre y a mi padre, los dos saben mejor que nadie que nunca me perdonaría a mí misma abandonar a alguien que está sufriendo.

Winston y Grimsley guardaron silencio y asintieron. Volviendo a centrar su atención en el semental, Hayley acarició el sudoroso cuello del animal.

– ¿Está cerca tu dueño? -le preguntó con ternura-. ¿Está herido?

El caballo piafó y relinchó. Hayley miró a Winston y a Grimsley y añadió:

– Los caballos tienen un gran sentido de la orientación. Veamos si nos guía hasta algún lugar.

Antes de que ninguno de los dos hombres pudiera detenerla, Hayley se levantó la falda, introdujo un pie en el estribo y se dio impulso para subirse a la silla de montar. Fue una suerte que superara en estatura a la mayoría de los hombres, porque el caballo era el más grande que había montado nunca.

– Por favor, vaya a buscar el botiquín a la calesa, Winston. Tenemos que estar preparados. Grimsley, usted encárguese de la lamparita.

Con la naturalidad de un jinete consumado, Hayley apretó ligeramente los talones contra los flancos del animal. El caballo parecía saber muy bien adonde se dirigía y avanzó decidido. Se desplazaron paralelamente al camino durante aproximadamente un kilómetro y medio, luego giraron y se adentraron más en la oscuridad del bosque. Aflojando las riendas, Hayley inspeccionó atentamente el área con la mirada mientras Wínston y Grimsley la seguían sin dejar de discutir.

– ¡Que me arrojen a la cubierta de la toldilla y me dejen en paños menores! -Rezongó Winston-. Acelera el ritmo, viejo saco de huesos. No pienso pararme para darte un empujón en tu lento y cansado culo. Te dejaré aquí hasta que te pudras.

– Puedo seguir el ritmo perfectamente -resopló Grimsley-. Lo que pasa es que llevo zapatos nuevos.

– No quieres rayarte tus preciosos zapatitos, ¿verdad?-dijo Winston en tono despectivo. Dios me libre de los mayordomos viejos y remilgados. Son peores que las nenas.

– Yo era el ayuda de cámara del capitán Albright.

– Ya, ya. Y yo era la mano derecha del capitán, descanse en paz. Dime qué es más importante.

– Un ayuda de cámara, por descontado. -Inspiró por la nariz sonoramente-. Y, por lo menos, yo no huelo a perro muerto.

A Winston se le escapó una risita.

– Ahora sí, viejo Grimmy [1]. ¡Hay que vigilar dónde se pisa cuando uno va siguiendo a un caballo!

Las voces de los sirvientes seguían y seguían, como un disco rayado, pero Hayley las ignoró y se concentró en los alrededores. El bosque estaba más negro que la boca del lobo. Las hojas crujían bajo los cascos del caballo. Cerca ululó una lechuza, y a Hayley casi se le para el corazón. Desde luego, tenía que haberse vuelto loca para embarcarse en semejante aventura. Pero ¿qué otra opción tenía? Cerró los ojos y se imaginó a Nathan o a Andrew, heridos y solos. Sabe Dios lo mucho que a ella le gustaría que en una situación similar alguien echara una mano a sus hermanos. No se podía marchar sabiendo que alguien podía necesitar ayuda, aunque ello supusiera estar a punto de morirse de miedo.

Al cabo de unos minutos, el caballo se detuvo. Relinchando suavemente, pisoteó la tierra y bajó las orejas. Hayley desmontó, le cogió la lamparita a Grimsley y la levantó, iluminando los alrededores con un brillo suave y dorado. Estaban ante una especie de precipicio. Se aproximó hasta el extremo y miró hacia abajo, deslizando la mirada a lo largo de una empinada pendiente rocosa. Más abajo se oía el suave murmullo de un riachuelo.

Grimsley atisbo por encima del hombro de Hayley y restregó repetidamente su zapato contra la hierba.

– ¿Ve algo, señorita Hayley?

– No. Hay una pendiente pronunciada y abajo se oye un riachuelo… -Su voz se fue desvaneciendo poco a poco cuando llegó a sus oídos un grave quejido procedente de más abajo.

– ¿Qué… qué es eso? -susurró Grimsley con voz trémula.

– Sólo es el viento, viejo bobo y malhumorado -contestó Winston en tono cortante.

Hayley se apretó el estómago con la mano y negó con la cabeza.

– No, escuchen.

Otro quejido, casi inaudible pero inconfundible, se elevó desde la oscuridad que se extendía ante ellos.

– Hay alguien ahí abajo -dijo Hayley en tono de mal presagio. Sin pensar ni un momento en sí misma, empezó a bajar por la empinada pendiente. A medio camino, levantó la lamparita, proyectando un haz de luz hacia el riachuelo.

Y entonces lo vio.

Estirado boca abajo, con la parte inferior del cuerpo sumergida en el agua, había un hombre. A Hayley se le escapó un chillido. Medio corrió y medio resbaló por la ladera, ignorando las afiladas rocas y las ramas, que le rasgaron la ropa y se le clavaron en la piel.

– ¡Señorita Hayley! ¿Está bien? -preguntó Grimsley asustado desde arriba.

– Sí, yo estoy bien. Pero aquí abajo hay un hombre herido.

Llegó hasta él al cabo de unos segundos. Sin importarle las gélidas aguas del riachuelo ni el hecho de haberse destrozado los zapatos, Hayley se arrodilló y dio la vuelta al herido con delicadeza.

Tenía el rostro cubierto de suciedad y surcado de rasguños. En la frente tenía una raja de mal aspecto de la que manaba abundantemente la sangre. Su ropa, hecha jirones, estaba cubierta de lodo, hojas y hierba. La chaqueta, de color oscuro, estaba completamente abierta, dejando al descubierto una camisa empapada de sangre.

Hayley le apretó un dedo contra el lado del cuello. Para su alivio, le notó el pulso, un pulso débil e irregular, pero, por lo menos, estaba vivo.

– ¿Está muerto? -gritó Winston en la oscuridad.

– No, pero está malherido. ¡Dese prisa! Traiga el botiquín. -Deslizó los dedos con suavidad, tanteando sobre la cabeza del herido en busca de otras heridas. Cuando le palpó un chichón del tamaño de un huevo en el cogote, él emitió un leve gemido.

El empalagoso olor de la sangre llenaba las fosas nasales de Hayley mientras luchaba contra el impulso de caer presa del pánico. Necesitaba limpiarle las heridas y no estaba dispuesta a desperdiciar los preciosos minutos que Winston y Grimsley tardarían en bajar.

De modo que, en vez de esperarles, se quitó las enaguas, rasgó una tira larga de tejido y la mojó en el frío riachuelo.

Con suma delicadeza, limpió el barro y la sangre del rostro del hombre. A pesar de la poca luz que había y de la suciedad que lo cubría, Hayley se dio cuenta de que aquel hombre era imponente. Lo cierto es que no tenía cara de bandolero.

– ¿Me puede oír, señor? -le preguntó mientras volvía a mojar la tela.

Él permaneció completamente inmóvil, pálido como la muerte bajo la capa de suciedad que cubría su rostro.

– ¿ Cómo está? -preguntó Winston cuando él y Grimsley llegaron hasta Hayley con el botiquín.

– Tiene una herida abierta en la cabeza y otra en la parte superior del brazo. Ambas le sangran profusamente y tienen mal aspecto. -Hayley se inclinó hacia delante y olfateó la chaqueta del herido, que estaba echa jirones-. Pólvora, han debido de dispararle.

A Grimsley se le abrieron los ojos como platos.

– ¿Le han disparado? -Miró inmediatamente alrededor, como si esperara que se materializara una banda de salteadores de caminos empuñando sus pistolas.

Hayley asintió.

– Sí. Afortunadamente las heridas parecen superficiales. Ayúdenme a sacarlo del agua. Tengan cuidado no vayamos a lastimarle todavía más. -Grimsley sostuvo la lamparita mientras Hayley y Winston cogían al hombre por las axilas y lo arrastraban fuera del riachuelo.

Hayley sacó unas tijeras del botiquín y cortó la chaqueta y la camisa del hombre para dejar la herida al descubierto. Mientras Grimsley sostenía la lamparita, ella examinó el brazo del herido. La sangre manaba profusamente de una raja de mal aspecto. Tenía la piel cubierta de tierra y suciedad y surcada por numerosos rasguños y rozaduras. Apretando los dientes, Hayley presionó la herida con los dedos y casi se desmaya del alivio.

– Sólo es una herida superficial. Hay hemorragia, pero no palpo ninguna bala -dijo tras un breve y tenso silencio. Consciente de que necesitarían más vendas de las de emergencia que había en el botiquín, Hayley señaló sus enaguas con un movimiento de cabeza.

– Córtelas en tiras, Grimsley.

Grimsley miró la prenda con los ojos entornados y dijo sofocado:

– ¡Pero son sus enaguas, señorita Hayley!

Hayley inspiró profundamente y contó mentalmente hasta cinco.

– Éstas son circunstancias extremas, Grimsley. Podemos prescindir de los formalismos. Estoy segura de que mi padre haría exactamente lo mismo si estuviera aquí.

A Winston parecía que se le iban a salir los ojos de las órbitas.

– ¡El capitán Albright jamás llevó enaguas! Si lo hubiera hecho, la tripulación le habría azotado. ¡Y le habrían tirado a los tiburones!

Hayley volvió a contar mentalmente, esta vez hasta diez.

– Me refiero a que mi padre habría prescindido de los formalismos en estas circunstancias. Habría hecho todo lo necesario para salvar a este hombre. -«Dios, dame paciencia. No me obligues a utilizar la fuerza con estos hombres que tanto aprecio, aunque a veces me saquen de quicio.»

Sin discutir más, Grimsley fue cortando la enagua en tiras y se las fue pasando a Winston, quien, a su vez, las iba mojando en agua y se las iba entregando a Hayley. Ella limpió la herida lo mejor que pudo y luego aplicó presión sobre ella utilizando las vendas limpias de la bolsa de provisiones. No podía apartar los ojos del rostro de aquel hombre. Temía que cada respiración pudiera ser la última. «No te mueras en mis brazos. Por favor. Déjame salvarte.» Cuando consiguió contener la hemorragia y el chorro de sangre se convirtió, por fin, en un goteo, le vendó el brazo.

Luego se centró en la raja de mal aspecto de la cabeza. Casi había dejado de sangrar. También se la vendó, tras limpiarle la suciedad. Después, le palpó el cuerpo con delicadeza en busca de posibles heridas. Él dejó escapar un grave quejido cuando ella le tocó el torso.

– Rotura o fisura de costillas -comentó Hayley-. Igual que cuando mi padre se cayó de la barandilla del porche en 1811. -Winston y Grimsley asintieron en silencio. Ella prosiguió con el reconocimiento por la larga figura del herido, con manos suaves pero firmes.

– ¿Algo más, señorita Hayley? -preguntó Grimsley.