Cuando pasó junto a la biblioteca de camino al despacho, miró hacia abajo y vio el suave resplandor de la luz colándose por debajo de la puerta. Empujó la puerta y entró en la habitación. La escena que vieron sus ojos la llenó de ternura.
Había estado tan ocupada acostando a los niños y controlando el estado de Nathan que había supuesto que Stephen se había retirado pronto a su alcoba como la noche anterior. Pero era obvio que no lo había hecho porque estaba tumbado en el largo sofá acolchado que había delante de la chimenea. El fuego estaba encendido y el cálido resplandor de las llamas proyectaba sombras suaves y una luz parpadeante por toda la habitación.
Tras cerrar la puerta, Hayley se acercó al sofá sin hacer ruido, se detuvo delante de Stephen y se quedó mirando fijamente cómo dormía. Su chaqueta y su chaleco estaban pulcramente doblados en una silla que había al otro lado de la chimenea. Se había alzado las mangas de la camisa, dejando al descubierto sus musculosos brazos, y tenía la camisa desabrochada casi hasta la cintura.
Hayley miró fijamente la piel bronceada que brillaba entre ambos lados del cuello de lino. Stephen se había quitado el vendaje que le cubría las costillas, lo que permitía ver su musculoso torso sin impedimentos. El remolino de vello rizado del tórax se convertía en una fina veta oscura que partía en dos su terso y plano estómago antes de desaparecer de nuevo bajo la camisa. En el suelo había un número de Gentleman's Weekly. Hayley se dio cuenta de que la revista estaba abierta por la página de Las aventuras de un capitán de barco, de H. Tripp.
La mirada de Hayley se detuvo en la cara de Stephen. «¡Qué rostro tan perfecto! ¿Cómo puede ser tan atractivo?», se dijo para sus adentros. Relajados por el sueño, sus rasgos se suavizaban y casi parecía un muchacho, con un mechón oscuro cayéndole sobre la frente.
A Hayley le embargó una ternura abrumadora e indescriptible por aquel hombre que, a pesar de sus heridas, se había agotado construyendo un muro de piedra para hacer felices a dos muchachos, había cargado a Nathan y la había consolado como nadie más podría haberlo hecho.
Le quería.
«¡Que Dios me ayude! ¡Cómo le quiero!»
Incapaz de detenerse, se arrodilló junto al sofá mientras devoraba con los ojos a aquel hombre que le había robado el corazón, un corazón que ella nunca había pensado entregar a nadie, ni creído que ningún hombre quisiera aceptar. Dudaba que Stephen lo quisiera, pero, de todos modos, ya era suyo.
La cabeza le decía que se marchara, no tenía ningún sentido alargar más aquella dulce agonía de desear lo que no podía tener, pero sus deseos se rebelaron contra la razón y ganaron la batalla. Por una vez en la vida, Hayley escuchó a su cuerpo, y lo que su cuerpo le pedía era que tocara a Stephen. No como lo había tocado cuando había cuidado de él mientras estaba herido, con el tacto impersonal de una enfermera, sino como una mujer toca a un hombre, a un hombre a quien ama.
Sin apenas atreverse a respirar, alargó el brazo y le apartó suavemente el mechón de pelo de la frente. Las pestañas proyectaban sombras crecientes sobre sus pómulos. Tenía los labios ligeramente abiertos, la respiración lenta y profunda. Hayley deslizó con suma delicadeza la yema de un dedo por la mejilla de Stephen, cubierta por una recia barba de tres días, disfrutando de aquel áspero roce en su piel.
Se quedó inmóvil durante varios maravillosos minutos, arrodillada, extasiada, mientras su mirada deambulaba entre el pecho de bronce y el perfecto rostro de Stephen. «Tengo que parar. Tengo que detener esto. No quiero arriesgarme a que se despierte y me encuentre aquí arrodillada, como una esclava adorando a su amo.» Segura de lo que tenía que hacer, aunque reticente a hacerlo, Hayley se empezó a levantar.
– No pares.
Hayley se quedó helada ante aquellas palabras dichas en un suave susurro. Su asustada mirada se detuvo en el rostro de Stephen. Tenía los ojos medio abiertos y la estaba mirando con una expresión insondable, impenetrable. De repente, sintió una oleada de calor por todo el cuerpo, acompañada de una profunda vergüenza, que la dejó sin habla.
Stephen alargó el brazo, cogió la mano de Hayley con delicadeza y se la llevó al pecho, cubriéndola con la suya. Ella notó el vello suave y ensortijado bajo la palma de la mano, y el calor de aquella piel palpitante la atravesó por completo hasta llegarle al alma.
– No pares -volvió a susurrar él, dirigiéndole una mirada intensa y penetrante-. Tócame. -Apretó fuertemente la mano de Hayley contra su pecho y luego la deslizó sobre la densa mata de vello pectoral-. Así.
Hayley lo miró fijamente, hipnotizada por las llamas que se reflejaban en sus ojos. Su ardiente mirada se fundió con la de ella, suplicándole que hiciera lo que le pedía. El sentido común de Hayley, que nunca le había fallado, la voz interior que debería estar diciéndole que se detuviera, que pensara en su reputación, que considerara las consecuencias de sus actos, se empeñaba en guardar silencio. La mujer que tenía dentro, a quien había sepultado y olvidado durante tanto tiempo, había emergido del olvido, pletórica de amor y necesidades y deseos; deseos por aquel hombre cuyo corazón latía fuertemente bajo las yemas de sus dedos.
Hayley observó su mano sobre el tórax de Stephen y luego la deslizó con inseguridad sobre su cálida piel, mientras el vello ensortijado que la cubría le hacía cosquillas en la palma.
A él se le escapó un grave gemido y ella, alarmada, volvió a buscar su mirada.
– ¿Te he hecho daño? -le susurró preocupada.
Él negó lentamente con la cabeza.
– No.
– ¿Entonces por qué has gemido?
– Porque… porque me ha gustado… muchísimo. Hazlo otra vez.
A Hayley se le secó la boca. Volvió a acariciarle el tórax delicadamente, con la mirada clavada en la de él. Lo observó entre aturdida y asombrada mientras los ojos de Stephen, nublados por el deseo, se iban oscureciendo a verde ahumado.
Se envalentonó y volvió a deslizar la mano lentamente sobre el torso de Stephen, palpando con los dedos sus tersos músculos. Cuando las yemas de Hayley rozaron uno de los pequeños pezones de Stephen, él inspiró sonoramente, pero ella sabía que no le había hecho daño.
Fascinada, le puso la otra mano sobre el torso y dejó que sus dedos curiosos fueran explorándolo, deslizándose entre la oscura mata de pelo que cubría la ardiente piel de Stephen. Observó gratamente sorprendida cómo él iba tensando y contrayendo los músculos ante sus delicadas caricias.
Hayley siguió acariciándolo, con movimientos amplios y lentos. Pronto la camisa, a pesar de estar abierta, se reveló como un impedimento para las ávidas manos de Hayley. Sin mediar palabra, Stephen se desabrochó los últimos botones, estiró del faldón de la camisa apresado bajo los pantalones y volvió a guiar las manos de Hayley hacia su cuerpo.
Separando el fino tejido con ambas manos, Hayley desnudó completamente el torso de Stephen, deleitándose ante aquella visión. «¡Tiene un cuerpo magnífico!» Todos aquellos músculos cubiertos de piel dorada salpicada de vello oscuro. Sin asomo de duda, ella deslizó ávidamente ambas manos por el cuerpo de él. Los suspiros de Stephen cada vez eran más largos y sus gemidos de placer más hondos con cada nueva caricia.
Hayley sintió que su cuerpo se había convertido en un ascua incandescente. Se sentía tan bien, tan llena de energía y tan viva… Aquel olor tan masculino embargaba todos sus sentidos; aquella fragancia tan limpia y salvaje al mismo tiempo que sólo le pertenecía a él. Sintió la acuciante necesidad de hundir los labios en aquella carne palpitante, de probar el sabor de aquella maravilla que estaban palpando sus manos.
Pero, antes de que pudiera dejarse llevar por aquel impulso, él la agarró de las muñecas. Cogiéndole ambas manos, Stephen se incorporó hasta quedarse sentado, apoyó la frente en las yemas los dedos de ambos, ahora entrecruzados, y respiró de forma entrecortada.
– Creía que no querías que parara -susurró Hayley. «Yo no quiero parar. Por favor, no me obligues a hacerlo. Sólo por esta vez, déjame obtener lo que deseo.»
Él levantó la cabeza y sus miradas se cruzaron.
– No, no quería. No quiero -dijo con voz ronca-. Sólo es que…
Sus palabras se desvanecieron cuando Hayley le tocó el vendaje del brazo.
– ¿Te he hecho daño?
Stephen dejó escapar un sonido ahogado y apartó la mano de Hayley.
– ¡Qué va, Hayley! No, no me has hecho daño. Al revés. Me has dado placer. Mucho placer. Demasiado.
– Entiendo. -Pero no entendía nada. Ella ansiaba tocarlo otra vez y él, sin embargo, evitaba su contacto. Le decía que le gustaba que lo tocara, pero le obligaba a parar. De repente, la embargó una espantosa sensación de vergüenza. «¡Santo Dios! ¿Qué debe de pensar de mí?» Tenía que alejarse de él antes de hacer todavía más el ridículo. «¿En qué estaba pensando?» Parecía como si, con sólo mirar a aquel hombre, fuera a perder completamente la cabeza.
Separando las manos de las de Stephen, Hayley se puso de pie e hizo un gran esfuerzo para contener las lágrimas y hablar con el nudo que se le estaba haciendo en la garganta.
– Siento haberte despertado. Te dejaré con tu lectura. -Se dio la vuelta para marcharse, pero no había dado ni un paso cuando él la retuvo, rodeándole la cintura con sus fuertes manos.
Ella miró hacia el sofá y volvió a ver la misma expresión insondable en los ojos de Stephen.
– ¡Al diablo con intentar actuar tan noblemente! -murmuró él. La cogió de la mano y tiró de ella hasta que la sentó sobre sus muslos.
– Rodéame el cuello con los brazos -susurró, con los labios a pocos milímetros de la boca de Hayley.
Ella dudó un momento, pero cuando él murmuró un «por favor», ella ya estaba perdida. En el instante en que lo abrazó, recibió un largo, lento y profundo beso que los fundió en uno y despojó a Hayley de todo asomo de sentido común.
Stephen la volvió a besar una y otra vez, y a cada segundo que pasaba perdía más el control. El tacto de las finas manos de Hayley, la sedosa caricia de su lengua contra la suya, su piel con perfume a rosas, le estaban volviendo loco. La palpitante rigidez de su erección chocaba dolorosamente contra sus apretados pantalones, torturándole con un ardiente deseo. Debería haber dejado que se marchase cuando se presentó la oportunidad, pero aquella mirada dolida y confusa al mismo tiempo en el rostro de Hayley se le había clavado en el corazón.
Ella suspiró su nombre, él la tumbó de espaldas sobre los blandos cojines del sofá, inclinándose hacia delante hasta estirarse completamente sobre ella. Su voz interior le gritaba: «¡No! ¡Para ya! ¡Retírate! Déjala sola. ¡Maldita sea! Esto no está bien.»
Pero se sentía tan bien.
Intentando apaciguar su conciencia, se dijo mentalmente que sólo quería besarla, nada más. Sólo un beso… sólo un beso más…
Pero le resultó imposible contentarse con un beso.
Ella le abrumaba en todos los sentidos, sin dejarle pensar coherentemente. Stephen apresó los senos de Hayley con ambas manos y, con los pulgares, le acarició los pezones, que inmediatamente se transformaron en dos montículos duros, enhiestos. Hayley gimió y enredó los dedos en el pelo de Stephen, instándole a acercársele todavía más. Incapaz de detenerse, él deslizó una mano hacia abajo, cogiendo el dobladillo del vestido y levantándolo lentamente. Introdujo la mano bajo la fina muselina y fue ascendiendo con los dedos por la pantorrilla. Cuando llegó a la rodilla, se encontró con el obstáculo de las bragas de algodón, una barrera que franqueó rápidamente.
Mientras los dedos de Stephen proseguían su placentera exploración pierna arriba, él se deleitaba escuchando los gemidos guturales y los suspiros entrecortados que se le iban escapando a Hayley. Cuando la mano de Stephen alcanzó la unión entre los muslos, todo el cuerpo de Hayley se tensó.
– Stephen… -susurró ella en sus labios.
Levantando la cabeza, él miró directamente aquellos ojos luminosos y dilatados por el placer. Y luego la acarició delicadamente con los dedos.
– Separa las piernas para mí, Hayley. Quiero tocarte. Necesito sentirte.
Sin apartar ni un momento la mirada de la de él, Hayley obedeció.
Los dedos de Stephen siguieron ascendiendo y acariciaron los suaves pliegues de carne femenina de Hayley, provocando en él un hondo gemido de placer masculino. Ella estaba húmeda y resbaladiza, caliente y tersa, y él se perdió en aquel contacto tan íntimo, aquella visión de Hayley con la cabeza echada hacia atrás, deleitándose con aquellas nuevas sensaciones.
Mientras ella se retorcía bajo las caricias de Stephen, aferrándose a sus hombros, él introdujo suavemente un dedo en su interior, observándola todo el rato. ¡Estaba tan mojada y suave por dentro! Él desplazó el dedo lentamente, entrando y saliendo del cuerpo de Hayley, viendo cómo crecía su pasión, cómo la respiración se le aceleraba y se le hacía más profunda. Stephen introdujo un segundo dedo en el interior de Hayley y emitió un grave gemido cuando notó que las paredes de terciopelo se contraían con fuerza.
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