Ella se apretó contra la mano de Stephen, y él supo lo que quería, consciente de lo ardiente y desesperada que se sentía en aquel momento. Exactamente como se sentía él.

– Stephen -le susurró, su voz convertida en un acelerado jadeo-, me siento tan rara, tan dolorida y tan maravillosamente bien al mismo tiempo, y… ¡ohhhhh! -exclamó entre jadeos.

Él la observó, completamente extasiado, mientras ella llegaba al clímax. Ella reaccionó abandonándose totalmente, la espalda arqueada, las caderas fuertemente apretadas contra él. Cuando se cayó de espaldas sobre los cojines, saciada, él retiró los dedos de su cuerpo. Stephen se tumbó a su lado y la apretó contra su palpitante corazón, hundiendo el rostro en su pelo y aspirando su perfume. Stephen nunca había visto nada más erótico, más sensual, que Hayley en su primer éxtasis pasional. Era un milagro que él no hubiera explotado también, aunque le había faltado bien poco.

Al poco rato, ella se inclinó hacia él y le tocó la cara. Él la miró y se quedaron mutuamente prendados de sus miradas.

Stephen giró la cara y le dio un ardiente beso en la palma de la mano.

– ¡Caramba, Hayley! Eres hermosa. Tan suave y tan ardiente, tan acogedora. -Su excitación aumentó y volvió a notar que los pantalones cada vez contenían menos su tiesa virilidad, un recordatorio de lo desesperadamente que deseaba hundirse en ella.

– ¿Qué me ha pasado? Nunca había experimentado nada semejante.

– Has experimentado el placer femenino -susurró él.

– ¡Ha sido… increíble! No tenía ni idea de que fuera así. -Acarició el rostro de Stephen con suavidad y dejó escapar un hondo suspiro-. ¡Qué sensación tan maravillosa, tan indescriptible!

Stephen apoyó la frente en la de ella y cerró los ojos, intentando tragarse el nudo de culpabilidad que se le había hecho en la garganta y amenazaba con ahogarle. Ahora que otra vez podía pensar con claridad, estaba profundamente enfadado consigo mismo. «Dios, soy un canalla asqueroso.» Acababa de comprometer la reputación de Hayley más allá de toda esperanza y, todavía peor, sabía que, si no se alejaba de ella, la comprometería todavía más. «Y, ¡maldita sea! Ella se merece mucho más que un revolcón en el sofá de un despacho con un hombre que la acabará dejando.»

Apoyándose en un hombro, Stephen apartó delicadamente un rizo de la frente de Hayley.

– Hayley, yo… -«¡Dios!» Sabía que debía disculparse, pero se sentía incapaz de hacerlo. Había sido demasiado hermoso. Ella era demasiado hermosa. Le embargó una profunda ternura. Tragó saliva y lo volvió a intentar-. No podemos seguir así, Hayley. No podemos seguir viéndonos a solas. Echarás a perder completamente tu reputación, y yo voy a acabar perdiendo la cabeza. No quiero comprometerte más de lo que ya lo he hecho. -«¡Maldita sea! En el fondo, me habría gustado llegar hasta el final. Me gustas demasiado, tanto que apenas puedo pensar con claridad.»

Las mejillas de Hayley se tiñeron de rojo carmesí, y ella hizo ademán de incorporarse.

– Por supuesto, tienes razón. Lo siento…

Stephen le puso un solo dedo en los labios, impidiéndole acabar la frase.

– No tienes que disculparte por nada, Hayley. Yo asumo toda la responsabilidad de lo ocurrido. Pero no soy más que un hombre, y no quiero poner en peligro tu reputación. Y, si volvemos a quedarnos solos como hoy, lo haré. No creo que me pueda controlar otra vez.

Haciendo un gran esfuerzo para separarse de ella, Stephen se sentó y luego ayudó a sentarse a Hayley. Se pasó los temblorosos dedos por el pelo y emitió un largo suspiro. Las partes íntimas le seguían palpitando y doliendo, pero él sabía que Hayley era la única persona que le podría saciar, y era la única que no podía tener. Menuda ironía que todas sus riquezas, haciendas y títulos no pudieran darle lo que realmente deseaba. Él sabía que podría tomarlo sin más, pero ¿a qué precio? «Me odiaría a mí mismo. Y, todavía peor, me odiaría ella. Tal vez no ahora, pero sí más adelante. Cuando me marchara.»

Al girarse hacia ella, vio que se estaba arreglando la ropa. Se veía vulnerable, confundida y más hermosa que ninguna otra mujer en quien él había posado los ojos. Tenía los labios enrojecidos e inflamados por los besos y los pómulos irritados por el roce con la barba. La melena castaña le caía con un atractivo desorden sobre los hombros. El resplandor del fuego proyectaba un halo dorado a su alrededor. Era evidente que tenía que alejarse de ella. Ya.

Levantándose, le tendió la mano.

– Vamos. Te acompañaré hasta tu alcoba.

Antes de que ella pudiera responder, la puerta de la biblioteca se abrió de par en par. Era Callie. Estaba de pie en el umbral, llorando como una magdalena.

– ¡Hayley, Hayley! ¡Por fin te encuentro!

Hayley fue corriendo hasta la pequeña, se arrodilló ante ella y ésta se le abrazó fuertemente.

– ¿Qué pasa, cariño? ¿Te duele algo?

Callie se aferró al cuerpo de su hermana mayor y sollozó en su cuello.

– He tenido una pesadilla, con monstruos peludos que se comen a las niñas pequeñas. Te he buscado por todas partes, pero no te encontraba. Estaba muy asustada.

– Oh, mi preciosidad. Lo siento. Lo siento mucho. Ahora ya me has encontrado.

Hayley miró a Stephen con ojos afligidos. Él casi podía leerle el pensamiento… «Mira lo que he hecho. Yo aquí, comportándome como una fresca mientras Callie me necesitaba. Le he fallado. ¡Qué tremenda equivocación! ¿Y si nos hubiera interrumpido hace cinco minutos?»

Hayley miró inequívocamente hacia la puerta y Stephen supo que ella quería que se fuera antes de que Callie se percatara de su presencia. Sin decir nada más, Stephen se fue, cerrando la puerta silenciosamente detrás de él y sabiendo que dejaba un trozo de su alma allá dentro.

Capítulo 16

– ¿Interrumpo algo? -preguntó Justin al día siguiente por la tarde. Entró en el patio de la casa de los Albright y enseguida se dibujó una mirada entre incrédula y divertida en su rostro.

Stephen trató de mirar a su amigo con mala cara, pero era sumamente difícil parecer amenazante con una diminuta tacita de té entre los dedos. Todavía resultaba más difícil teniendo en cuenta que estaba sentado a una mesa de tamaño infantil, con el cuerpo replegado sobre sí mismo, con las rodillas en contacto con el mentón y las nalgas apretadas en una diminuta sillita. Dirigió a Justin la mirada más seria que logró esbozar en tales circunstancias.

– ¿Por qué? No, qué va, Justin. No interrumpes nada. De hecho, llegas justo a tiempo para unirte a nosotros. -Señaló una sillita vacía levantando levemente la barbilla-. Por favor, toma asiento.

Stephen casi se ríe a carcajadas al ver la expresión de horror en el rostro de Justin.

– Oh, no -dijo Justin-. No es nece…

– No digas tonterías -le interrumpió Stephen-. Insistimos. Justin, permíteme que te presente a la señorita Callie Albright, la mejor anfitriona de todo Halstead. Callie, te presento al señor Justin Mallory, un buen amigo mío.

Callie miró a Justin desde debajo del ala de un inmenso sombrero adornado con plumas de colores.

– Encantada, señor Mallory -le dijo con una dulce sonrisa-. Siéntese, por favor. Estábamos a punto de empezar a tomar el té. -Rodeó la mesa y sacó una sillita para Justin-. Puede sentarse aquí, al lado de la señorita Josephine Chilton-Jones.

Stephen vio cómo la mirada de Justin deambulaba entre la minúscula silla, la muñeca no demasiado limpia y la expresión expectante de la pequeña Callie. Consciente de que había perdido la batalla, Justin se acercó a la diminuta silla y se sentó con suma cautela. Las caderas le chocaban con los brazos de madera y, al igual que Stephen, las rodillas le llegaban a la altura del mentón.

– ¡Maravilloso! -exclamó Callie, batiendo palmas entusiasmada-. Serviré el té mientras esperamos a que Grimsley nos traiga las pastas. -Callie vertió el té ceremoniosamente en cuatro tazas y se las pasó a sus cuatro invitados. Justin miró perplejo su taza, del tamaño de un dedal, y contuvo la risa.

Grimsley llegó con una bandeja de pastas y la dejó en el centro de la mesa.

– Buenas tardes, señor Mallory.

Justin miró hacia arriba desde su postura encorvada.

– Buenas tardes, Grimsley.

– ¡Qué suerte que haya llegado a tiempo para tomar el té! -dijo el lacayo con expresión de absoluta seriedad. Hizo una reverencia y salió del patio.

Callie pasó la bandeja de pastas a los invitados, sin dejar de conversar, y fue rellenando las tacitas en cuanto se vaciaban -con un sorbo bastaba-, comportándose como una perfecta anfitriona. Cuando se dio cuenta de que la tetera estaba vacía, se excusó para volverla a llenar.

Solos en el patio, Justin miró a Stephen de soslayo.

– No lo digas, Justin.

– ¿Que no diga qué?

– Lo que estás pensando.

Justin miró a su amigo entornando los ojos.

– De hecho, me estaba preguntando qué diablos te ha pasado en la cara.

Stephen lo fulminó con la mirada.

– Me he afeitado, por si te interesa.

Justin se quedó boquiabierto.

– ¿Que te has afeitado? ¿Con qué diablos lo has hecho? ¿Con un hacha oxidada?

– Con una navaja de afeitar. Y te diré una cosa, creo que he hecho un buen trabajo. No es nada fácil afeitarse solo. Te recomiendo que valores más a tu ayuda de cámara. En cuanto llegue a Londres, pienso doblarle el sueldo a Sigfried.

– ¿Y por qué no te has limitado a dejarte barba? -preguntó Justin pasándoselo en grande.

Stephen suspiró para sus adentros y deseó que Justin se limitara a guardar silencio.

– Tía Olivia me prefiere recién afeitado -dijo entre dientes-. Y Callie también.

– Ah, ya entiendo -dijo Justin asintiendo con la cabeza. Luego miró la mano de Stephen-. ¿Y ese rasguño en la mano? ¿Otra marca de la batalla contra la barba?

– Es un recuerdo del día que salí a pescar con los chicos.

Justin enarcó las cejas.

– ¿A pescar?

– Sí, pesqué ocho peces y sólo me caí dos veces al río.

A Justin casi se le salen los ojos de las órbitas. Luego estalló en carcajadas. Rió hasta que empezaron a caerle lágrimas por las mejillas.

– ¡Santo Dios, Stephen! -dijo por fin, secándose las mejillas con una servilleta de lino-. Pero… ¿qué demonios te está pasando? Tomas el té con niñas pequeñas. Te vas de pesca con muchachos. Te destrozas la cara. ¡Dios mío! Pero si no tienes ni idea de afeitarte, ni de pescar. Aún tienes suerte de no haberte rebanado el cuello. O de haberte ahogado en el río. ¿Acaso sabes nadar?

Sintiéndose insultado, Stephen contestó:

– Por supuesto que sé nadar.

Justin volvió a estallar en carcajadas.

– Justin -el tono de aviso de la voz de Stephen era inconfundible.

– ¿Sí?

– La única razón de que no te haya lanzado de bruces contra el suelo es que tengo el culo permanentemente pegado a esta maldita sillita de muñecas. Tal vez no pueda volverme a levantar nunca más. Pero, si lo hago, ten por seguro que haré que te arrepientas de tu falta de respeto.

Justin dio un mordisco a una pasta, haciendo caso omiso de las amenazas de su amigo.

– Lo dudo. Podría sacarte hasta la última libra que posees haciéndote chantaje con lo que he visto hoy. A propósito, estas pastas están para chuparse los dedos -añadió guiñando exageradamente el ojo a Stephen.

Callie regresó con una tetera humeante, y el grupo se pulió una taza tras otra, o un sorbo tras otro, del caliente brebaje y otra bandeja de pastas. Cuando se acabó la segunda tetera, Callie se levantó.

– Muchísimas gracias por acompañarme a tomar el té -dijo con una reverencia. Cogió a la señorita Josephine Chilton-Jones de la silla y la abrazó fuertemente-. Ahora debo acostar a la señorita Josephine. Buenas tardes, caballeros. -Y, asintiendo educadamente, salió del patio.

Stephen y Justin se miraron mutuamente. Al final, Stephen suspiró y dijo:

– Necesito levantarme de esta silla. Tengo todo el cuerpo agarrotado.

Justin intentó incorporarse, en vano.

– Me temo que el culo se me ha quedado enganchado entre los brazos de la silla.

Stephen intentó levantarse, pero no lo consiguió.

– Bueno, esto es un verdadero tostón -comentó entre dientes-. Y, encima, necesito aliviarme desesperadamente. He debido de beber por lo menos cuarenta y tres tazas de té.

Justin rió.

– Cuarenta y siete. Pero, ¿para qué contarlas?

– ¿Por qué están ahí sentados? -preguntó Andrew mientras entraba en el patio.

Miró boquiabierto a los dos hombres y se dibujó una expresión de horror en su rostro.

– ¡Ah, ya! Déjenme que lo adivine. ¡Callie les ha invitado a tomar el té! ¿Verdad?

Stephen esbozó una mueca de arrepentimiento.

– Eso me temo.