Debería estar ilusionado. Entonces… ¿por qué se sentía tan abatido?
Capítulo 17
Hayley entró en su alcoba más tarde aquel mismo día, y una expresión de confusión se dibujó en su rostro. «¿De dónde diablos ha salido este paquete?»
Cogiendo el paquete, que estaba envuelto con un sencillo papel de regalo, estiró de una tarjetita que había debajo de la cinta del paquete. Rompió el precinto lacrado del sobrecito y leyó la nota: «Para Hayley, con mi más profunda gratitud, Stephen.»
Stephen le había hecho un regalo.
Llevaba todo el día intentando quitárselo de la cabeza, a él y el apasionado encuentro de la noche anterior, pero él llenaba todos y cada uno de los rincones de su mente. Su sonrisa, sus ojos, maliciosos y juguetones en un momento, nublados por el deseo en el momento siguiente. El tacto de sus manos, el sabor de su boca… Hayley cerró fuertemente los ojos. Tenía que dejar de pensar en él. Pero ¿cómo?
Apretó el paquete contra su pecho, soltando un profundo suspiro. Volvió a dejar el paquete sobre la cama y desató la cinta con dedos temblorosos. Retiró el envoltorio, miró con admiración el contenido del paquete y luego levantó el vestido más bonito que había visto jamás. Metros y metros de una muselina del matiz más claro de azul imaginable caían sobre el suelo. El vestido tenía las mangas cortas y abullonadas, adornadas con cintas de color crema. El corpiño tenía un generoso escote y estaba adornado con una cinta color marfil justo debajo del busto, con un ribete de flores color crema y violeta oscuro.
Las flores eran pensamientos.
El mismo ribete de pensamientos adornaba el dobladillo del vestido, y había enredaderas de color verde claro bordadas a lo largo de los pliegues de la falda. Hayley se puso el vestido a la altura del cuello y miró hacia abajo sin creer lo que veían sus ojos. Parecía justo de su talla, la línea del dobladillo le rozaba la parte superior de sus sufridos zapatos marrones de piel.
Se deshizo rápidamente de su polvoriento vestido marrón y deslizó con reverencia aquella creación azul sobre su cabeza. El vestido le iba como anillo al dedo, como si se lo hubieran hecho a medida. Sin apenas poder respirar, Hayley se acercó al espejo de cuerpo entero que había en la esquina de la habitación.
El generoso escote dejaba al descubierto una considerable extensión de piel que la hizo sonrojar. El fino material le caía sobre los pies desde la cinta color marfil que había bajo el busto. Hayley resiguió con un dedo uno de los pensamientos bordados en el corpiño, todavía sin creerse que llevara puesto un vestido tan bonito. Se sentía como una princesa.
Alguien llamó a la puerta.
– Adelante -dijo aturdida, sin poder apartar la vista del espejo.
– Hayley, podrías… -Pamela se paró en seco en cuanto vio a su hermana delante del espejo-. ¡Hayley! ¡Qué vestido tan exquisito! ¿De dónde lo has sacado?
Hayley se dio la vuelta y miró fijamente a su hermana.
– Es un regalo.
– ¿Un regalo? ¿De quién? -Pamela tocó la fina muselina con un dedo.
– De Stephen -dijo Hayley con un hilo de voz-. Me lo ha regalado Stephen.
Pamela abrió la boca de par en par.
– ¿Dé dónde diablos lo ha sacado? ¿Y cómo ha podido pagar un vestido así? Ha debido de costarle una pequeña fortuna.
Hayley sacudió repetidamente la cabeza.
– No tengo ni idea. Lo único que sé es que me he encontrado este paquete encima de la cama al regresar del pueblo. Llevaba una tarjeta. Está ahí, sobre la cama.
Pamela se acercó a la cama, cogió la tarjeta y leyó lo que había escrito. Luego observó el paquete y volvió a quedarse boquiabierta.
– ¿Has visto el resto?
– ¿El resto? ¿Qué resto? -preguntó Hayley ausente. No podía dejar de pensar en el vestido el tiempo suficiente para atender a cualquier otra cosa.
– Mira esto -dijo Pamela sofocada-. ¿Has visto alguna vez una cosa tan preciosa?
Hayley se giró y miró boquiabierta la combinación que le mostraba su hermana. Aquella prenda de ropa interior era de un blanco resplandeciente y estaba tejida con tal delicadeza que casi parecía transparente.
– ¡Santo Dios! -exclamó Hayley acercándose a su hermana. Juntas fueron extrayendo uno a uno los demás artículos que había en el paquete. Unas medias de pierna entera de pura seda, un liguero de raso color marfil adornado con una cinta azul claro, y un par de zapatos azules satinados. Hayley deslizó un pie en uno de ellos. Eran justo de su número.
– ¡Oh, Hayley! -exclamó Pamela con voz entrecortada-. Debe de habértelo comprado para que te lo pongas en la fiesta de mañana. ¡Qué increíblemente romántico!
– No me lo puedo creer -dijo Hayley aturdida-. ¿Cómo lo ha hecho? ¿De dónde lo ha sacado? ¿Cómo ha sabido exactamente qué talla comprar? -Se sonrojó al recordar que Stephen había tocado prácticamente todos los rincones de su cuerpo. Él, mejor que nadie, podía estimar con bastante exactitud sus medidas.
– Tienes que importarle mucho -dijo Pamela con dulzura. Cogió las manos de Hayley y se las apretó con fuerza-. Estoy tan contenta por ti. El señor Barrettson me cae de maravilla y, si te hace feliz, yo le recibiré con los brazos abiertos.
Hayley levantó la cabeza y desplazó su anonadada mirada de los preciosos zapatos al radiante rostro de Pamela.
– ¿De verdad crees que le importo?
– Por supuesto -dijo Pamela sin asomo de duda-. Un hombre no le regalaría algo así a una mujer a menos que le importara muchísimo. -Su mirada se detuvo en la ropa interior desparramada sobre la cama-. Tienes que importarle mucho.
Hayley cerró los ojos e inspiró profundamente.
– Oh, Pamela. Ojalá tengas razón. ¡Dios! Ojalá la tengas.
– Por descontado que la tengo. -Pamela le dio un breve abrazo-. Ahora vamos a quitarte el vestido antes de que se estropee. -Ayudó a Hayley a quitarse la prenda y a colgarla en el armario.
– Espera a que el señor Barrettson te vea con este vestido. Se arrodillará ante ti y te declarará amor eterno -predijo Pamela, alargándole la ropa interior, que Hayley guardó con sumo cuidado en el cajón de la cómoda.
– Espero que la conmoción de verme con algo distinto que un vestido de estar por casa no haga que se le pare el corazón -dijo Hayley con una risa.
– Creo que el corazón del señor Barrettson va a estar demasiado ocupado latiendo desbocadamente para plantearse siquiera la posibilidad de pararse.
Hayley no pudo borrar la radiante sonrisa que sabía había iluminado su rostro al oír las palabras de Pamela. Se volvió a vestir rápidamente con la idea de dirigirse al establo.
Cogidas del brazo, ella y Pamela salieron de la habitación y bajaron las escaleras. En el vestíbulo, se encontraron con Stephen. Con una tímida sonrisa, Pamela se excusó y dejó a Hayley a solas con él.
Hayley abrió la boca con la intención de darle las gracias por el regalo, pero se quedó sin palabras al contemplar la multitud de costras que salpicaban la mandíbula de Stephen.
– ¡Santo Dios! ¿Qué te ha pasado en la cara?
A Stephen se le escapó una risita de arrepentimiento.
– Me he afeitado.
– ¿Te has hecho daño?
– Sólo a mi orgullo. Me temo que afeitarme no es una actividad en la que destaco.
– Entonces, ¿por qué?… -Su voz se desvaneció cuando cayó en la cuenta del motivo-. ¿Te has afeitado por lo que te dijo tía Olivia?
Él se encogió de hombros.
– Tal vez. Y Andrew me había pedido que le enseñara a afeitarse. Me temo que el pobre ha acabado con la cara tan llena de cortes como yo, pero, al fin y al cabo, nos las hemos arreglado bastante bien.
Hayley se derritió por dentro. «¡Dios mío, es encantador! Destrozarse la cara para complacer a una anciana y a un adolescente.» Por un momento, se preguntó por qué sería tan poco hábil en una actividad tan típicamente masculina que probablemente llevaba años realizando, pero no le dijo nada. Era evidente que a Stephen le avergonzaba su falta de habilidades, y ella no tenía ninguna intención de hacerle sentirse violento.
Poniéndole la mano en la manga, le dijo:
– Por favor, déjame ayudarte la próxima vez. Me estremezco con sólo pensar en que tú o Andrew podríais rebanaros el cuello en el intento.
– Te tomo la palabra.
Hayley notó que le subía una oleada de calor por el cuello y supo que se estaba sonrojando.
– Stephen, he encontrado el vestido. Es el vestido más bonito que he visto en mi vida…, que jamás podría llegar a imaginar. Nadie me había hecho nunca un regalo tan maravilloso, o que se sale tanto de lo corriente. -Al pensar en las medias y la ropa interior, se sonrojó todavía más-. No sé qué decir, o cómo agradecértelo.
Stephen le tocó suavemente la cara con un dedo.
– No hace falta que me digas nada, y me lo puedes agradecer poniéndotelo mañana por la noche en la fiesta de la señora Smythe.
– ¿De dónde lo has sacado? ¿Cómo lo has conseguido? ¿Por qué?
– Escribí a Justin, le expliqué con sumo detalle lo que quería y él me lo ha traído hoy. En lo que se refiere al porqué, bueno, supongo que tenía ganas de que tuvieras un vestido que no fuera marrón o gris. Quería que estuvieras tan hermosa como eres. Me preguntaba cómo te sentaría un vestido del color de tus ojos.
A Hayley se le escapó una risita nerviosa.
– Espero no decepcionarte.
Stephen negó con la cabeza y la miró fijamente con ojos sombríos y serios.
– Tú nunca podrías decepcionarme, Hayley.
Al oír aquellas palabras, Hayley se sintió la mujer más afortunada del mundo. Antes de que ni siquiera pudiera pensar en la respuesta, él se inclinó hacia delante con la mirada fija en su boca. «¡Dios mío! Va a besarme. Aquí, en medio del vestíbulo.»
Con el corazón desbocado, ella levantó el rostro. Sólo les separaba una respiración. Estaba…
– ¡Que me aten a la lancha salvavidas y me tiren al mar! -bramó Winston.
Hayley jadeó y dio un paso atrás para separarse de Stephen con tal rapidez que casi tropieza. Se dio la vuelta y respiró aliviada al ver que el ex marinero se estaba peleando con varias cajas que bloqueaban la visión del vestíbulo.
Winston se percató de la presencia de Hayley y Stephen.
– ¿Tiene un minuto, señor Barrettson? Estas cajas no pesan, pero son grandes, y no sé dónde se ha metido ese enclenque saco de huesos.
– Me encantaría ayudarle -dijo Stephen. Se giró hacia Hayley-. ¿Adónde ibas?
– Al establo. Pensaba sacar a Pericles a dar un paseo. -«¡Santo Dios! Ha estado a punto de besarme en el vestíbulo a plena luz del día.» Pero todavía le sorprendía más el hecho de que ella había deseado desesperadamente que lo hiciera. Si Winston no les hubiera interrumpido, probablemente ella se habría colgado de su cuello y lo habría besado hasta olvidarse de su propio nombre.
– Ayudaré a Winston y luego iré a ver cómo te va. Que disfrutes de la cabalgada.
– Gracias. -Intentando disimular su azoramiento, Hayley se dirigió hacia la puerta. «Casi nos besamos en el vestíbulo. ¡Por el amor de Dios! He perdido la cabeza. Callie casi nos cogió in fraganti ayer por la noche, un error que me juré no repetir, y ahora he estado a punto de hacer lo mismo.» Negando con la cabeza, se recordó a sí misma que se suponía que estaba intentando mantenerse alejada de Stephen, una misión que parecía ser incapaz de cumplir durante más de dos segundos seguidos. Cuanto más lo conocía y más tiempo pasaba con él, más insoportable se le hacía la idea de su partida.
«¡Que Dios me ayude! ¡Quiero que se quede!»
«Pero él pronto tendrá que reemprender su vida.»
Fue entonces cuando Hayley descubrió que, a pesar de sus mejores intenciones, nunca aprendería a dejar de desear lo que no podía tener.
Tras ayudar a Winston con las cajas, Stephen fue al establo, pero no había ni rastro de Hayley o Pericles. Volvió a entrar en la casa, fue a la biblioteca y cogió un número atrasado de Gentleman's Weekly. Sentándose cómodamente en el sofá de brocado, buscó la página de Las aventuras de un capitán de barco. Estaba a medio relato, cuando un párrafo le hizo detenerse súbitamente. Volvió a leerlo, seguro de que le estaban engañando los ojos.
– No hay nada más maravilloso que los hijos -dijo el capitán Haydon a su tripulación-. Cuando nació cada uno de mis hijos, mi esposa y yo lo miramos y recordamos el momento en que lo habíamos concebido. -Su risa retumbó en la calma de la brisa marina-. Les pusimos nombres en honor al lugar donde nos habíamos amado. ¡Menos mal que ninguno fue concebido junto a un riachuelo o el pobre se habría llamado «Aguado» o «Riachuelo»!
Miró fijamente la página, boquiabierto, mientras las piezas empezaban a encajar. ¿«Aguada»? ¿Elegir el nombre de los hijos en honor al momento en que fueron concebidos? H. Tripp, Tripp Albright, capitanes de barco, las indagaciones de Justin sobre la situación financiera de los Albright… «¡Maldita sea! Si Hayley no es la autora de los relatos, desde luego tiene alguna relación con ellos.»
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