¿Era así como mantenía a toda la familia? ¿Vendiendo relatos basados en las experiencias de su padre a Gentleman's Weekly? Stephen recordó la conversación que habían mantenido sobre Las aventuras de un capitán de barco. Hayley se ofendió cuando él cuestionó las habilidades literarias de H. Tripp. Y reconoció que se leía todos los relatos. Por supuesto que los leía, los escribía ella misma. O, por lo menos, ayudaba a alguien a escribirlos.

Empezó a dar vueltas a las implicaciones de todo aquello. Era evidente que Hayley tenía que mantener en secreto su participación en los relatos. Gentleman' s Weekly era la revista de mayor prestigio entre los miembros masculinos de la alta sociedad. Cada lord que Stephen conocía la leía asiduamente, de cabo a rabo. Si los preciados miembros de la aristocracia llegaran a descubrir algún día que los relatos por capítulos de su revista favorita eran obra de una mujer, se escandalizarían y horrorizarían, aparte de dejar de comprar inmediatamente la revista. Un escándalo de ese calibre arruinaría a la revista… y dejaría a la familia de Hayley sin lo que Stephen imaginaba que era su única fuente de ingresos.

Debería haberse escandalizado. Que una mujer vendiera relatos a una revista para hombres era algo que estaba fuera de toda norma, algo completamente inaceptable. Pero, de algún modo, la admiración superaba con creces la conmoción que le había provocado aquel descubrimiento. Cuando tuvo que enfrentarse a circunstancias adversas, Hayley había sabido encontrar la forma de sacar adelante a su familia. Pero, ¿era Hayley el mismo H. Tripp, o simplemente la asesora del verdadero autor de los relatos?

La imperiosa necesidad de conocer la respuesta a aquella pregunta sorprendió a Stephen. Necesitaba ver a Hayley, hablar con ella. ¿Sería capaz de leer la verdad en sus ojos? Sólo había una forma de averiguarlo. La forma en que Hayley se ganaba la vida no era de su incumbencia, pero no podía aplacar la imperiosa necesidad de saber la verdad.

Decidido a hablar con Hayley, se dirigió hacia la terraza. En el vestíbulo se encontró a Grimsley echando una cabezada en una butaca. Dos semanas antes, la visión de un sirviente durmiendo en el vestíbulo le habría enfurecido y consternado. Pero en aquel lugar y en aquel momento, le parecía, en cierto modo, apropiado. Intentando no hacer ruido para no molestar a Grimsley, Stephen se dirigió hacia la puerta que daba al jardín, moviendo repetidamente la cabeza en gesto de negación. Lacayos miopes durmiendo en el vestíbulo, groseros ex marineros vociferando por los pasillos, cocineros lanzando por los aires cazos y sartenes, niños revoltosos rebosantes de energía…; la casa de los Albright y sus ocupantes eran lo más opuesto a aquello a lo que él estaba acostumbrado. Pero, aunque al principio se había sentido aturdido ante aquel caos, ahora sabía que aquel caos no era más que otra forma de llamar al paraíso. Y le iba a resultar muy duro tener que marcharse de allí.

Una vez en el exterior, vio dos figuras en la distancia acercándose a la casa. Enseguida supo que eran Hayley y Callie. Se acomodó en una silla de hierro forjado para esperarlas e inspiró profundamente el aire con olor a tierra. Apoyando la cabeza en el respaldo de la silla, disfrutó del suave picor de los cálidos rayos del sol en la cara. Dentro de dos días estaría de vuelta en Londres, reanudando su vida normal, intentando dar caza a un asesino. «Debo decirle a Hayley que me voy al día siguiente de la fiesta. No puedo posponerlo más, por mucho que lo desee. Se lo explicaré esta misma tarde.»

Sus pensamientos fueron interrumpidos por el sonido de unas voces femeninas. Irguiéndose en la silla, Stephen se protegió los ojos del fuerte sol con una mano. Hayley y Callie estaban corriendo por el césped con los brazos abiertos. Incapaz de resistir la atracción que aquellas risas ejercían sobre él, se levantó de la silla y se acercó a la barandilla del patio para tener mejor perspectiva.

– ¿A que no me pillas? -chillaba Callie, corriendo todo lo deprisa que le permitían sus cortas piernas.

– Oh, sí. ¡Ya lo creo que te voy a pillar! -dijo Hayley mientras la perseguía y simulaba estar a punto de cogerla-. Esta vez no te me escaparás.

Callie siguió dando grititos y riéndose mientras se acercaba al patio, con Hayley pisándole los talones. Stephen observó sus payasadas, y una extraña sensación, una indescriptible nostalgia, le embargó por completo, filtrándosele por las venas. ¿Cómo debía de ser una infancia llena de juegos y risas? ¿De abrazos y sonrisas? Le bastaba con mirar el rostro de Callie, radiante de felicidad, para saber que tenía que ser maravillosa. Hayley estaba siendo una madre excelente para sus hermanos y, si sus sospechas eran correctas, los quería con una profundidad y una generosidad que él creía que no podían existir.

La mirada de Stephen la buscó, siguiéndola mientras perseguía a su escurridiza hermanita simulando que la quería pillar. Se le había soltado el pelo, y sus brillantes rizos castaños flotaban tras ella en un salvaje desorden mientras corría. Stephen sintió que se le agarrotaba la garganta. ¡Era tan condenadamente bonita! Una fascinante combinación de inocencia y naturalidad.

Pero ya no era sólo su hermoso rostro lo que cautivaba a Stephen. Era su belleza interior. Su limpia sonrisa, sus cariñosas caricias. Su corazón generoso, su paciente fortaleza. Si las cosas fueran diferentes…

Stephen cortó en seco sus pensamientos. Las cosas no eran diferentes. Nada era diferente. Y él debía tenerlo presente.

Las risas se hicieron más fuertes, Callie corrió a toda velocidad hacia la casa, pero, justo antes de llegar a los escalones del patio, Hayley la cogió por la cintura y la levantó por los aires.

– ¡Te pillé! -anunció Hayley-. ¡Ya tengo a mi preciosidad! -Cubrió de besos la cara de Callie, y las risitas de felicidad de la pequeña resonaron en la estancia.

Stephen carraspeó, tanto para que ellas se percataran de su presencia como para deshacer el nudo de emoción que se le había formado en la garganta. Dos pares idénticos de ojos azul claro se giraron hacia él. Su mirada se cruzó con la de Hayley, y a él se le aceleró el pulso inmediatamente.

A Hayley se le habían subido los colores del esfuerzo y la piel le brillaba con un intenso color rosa. La mirada de Stephen descendió enseguida hasta la boca, aquella boca carnosa, seductora, que parecía hacerle señas, pidiéndole a gritos que se olvidara de dónde estaban y que la besara hasta la saciedad. Él supo que ella le había leído el pensamiento cuando se esfumó la sonrisa de su rostro y empezaron a temblarle los labios. Casi podía oírla decir: «Sí, quiero que me beses.» Casi podía notar el contacto de sus labios, el sabor de su lengua…

– ¡Señor Barrettson! -Callie se escabulló de los brazos de Hayley y corrió hasta Stephen-. ¡Estamos jugando a «pillar a la chica más guapa»! Yo soy esa chica.

Aquella dulce voz infantil rebosante de entusiasmo interrumpió la sensual ensoñación de Stephen. Él miró al radiante rostro de Callie y no pudo evitar devolverle la sonrisa.

– Ya lo creo que lo eres. Y ya veo que te han cogido.

– Esa es la mejor parte -le confió con un susurro lleno de complicidad.

La mirada de Stephen volvió a centrarse en Hayley.

– Sí, me lo puedo imaginar.

– ¿Le apetece jugar con nosotras? -preguntó la pequeña.

Antes de que Stephen pudiera contestar, intervino Hayley.

– Callie, tanto correr de aquí para allá podría lastimar el hombro o las costillas del señor Barrettson. Podrá jugar con nosotras dentro de una semana o dos, cuando esté completamente recuperado.

– Tal vez -susurró Stephen mientras le invadía una profunda sensación de melancolía.

A partir de pasado mañana, probablemente no la volvería a ver nunca más.

«Díselo. Díselo.» Pero tras contemplar el sonriente rostro de Hayley, radiante de felicidad, Stephen no consiguió hilvanar ninguna palabra.

«Luego. Se lo diré luego.»


– ¿Puedo hablar con usted a solas, Hayley?

Hayley se detuvo cuando se disponía a entrar en la casa. Stephen estaba apoyado en la barandilla del patio, un tobillo sobre el otro y los brazos cruzados sobre el pecho. La cálida brisa le había despeinado, y el sol proyectaba sutiles reflejos en su cabello de ébano. «¡Santo Dios! Se me hace un nudo en la garganta sólo con mirarlo», se dijo Hayley para sus adentros. Tras acompañar a Callie hasta el interior de la casa con la promesa de leerle un cuento después de la cena, Hayley se reunió con Stephen. Estaba a punto de sonreírle, cuando la seriedad de su mirada la paralizó.

Miró hacia abajo y se dio cuenta de que Stephen llevaba en la mano un ejemplar de Gentleman's Weekly. Tuvo un mal presentimiento, y se le puso piel de gallina.

– ¿Va algo mal, Stephen?

Él la miró con una expresión insondable.

– No sé cómo preguntarte esto más que preguntándotelo. ¿Qué relación tienes con H. Tripp?

Las palabras de Stephen hicieron temblar el suelo bajo los pies de Hayley y ella enderezó las rodillas para mantenerse en pie. Notó que se estaba poniendo lívida, pero hizo un esfuerzo para ocultar su angustia y su aturdimiento.

– ¿Qué me acabas de preguntar?

– H. Tripp, el escritor, ¿qué tipo de relación tienes con él?

Hayley empezó a darle vueltas a la cabeza, buscando desesperadamente las palabras adecuadas. «¿Cuánto sabe? ¿Y cómo diablos lo ha averiguado?» Tragándose la angustia y rezando por que su voz sonara serena, preguntó:

– ¿Y por qué crees que tengo alguna relación con él?

En vez de contestarle, Stephen abrió la revista y leyó.


… cuando nació cada uno de mis hijos, mi esposa y yo lo miramos y recordamos el momento en que lo habíamos concebido. […] Les pusimos nombres en honor al lugar donde nos habíamos amado. ¡Menos mal que ninguno fue concebido junto a un riachuelo o el pobre se habría llamado «Aguado» o «Riachuelo»!


Cerró la revista.

– Seguro que ahora entiendes mi pregunta.

Hayley notó que estaban a punto de fallarle las piernas y se dejó caer en una silla de hierro forjado. Abrió la boca con la intención de hablar, pero no le salían las palabras. Había guardado su secreto durante tanto tiempo que no sabía cómo reaccionar. Y, si Stephen se lo había imaginado, ¿cuánto tardaría el resto de la gente en averiguarlo? Si perdía su única fuente de ingresos… Entrelazó los dedos de ambas manos sobre el regazo y apretó fuertemente hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Aquello no podía ocurrir. Ella no lo permitiría. Pero, dadas las circunstancias, no tema ningún sentido intentar mentir a Stephen.

Cogiendo aire con fuerza en señal de determinación, buscó los ojos de Stephen y le miró sin pestañear.

– Yo soy H. Tripp.

Ella esperaba que su confesión molestara a Stephen o le disgustara, pero él se limitó a asentir.

– ¿Lo sabe alguien más?

– No. El editor me ha exigido que lo mantenga en el más estricto secreto…

– Con un buen motivo -la cortó él.

– Sí. -Ella miró a Stephen a los ojos en busca de alguna pista sobre sus sentimientos, pero su rostro seguía igual de impenetrable-. Cuando mi padre murió, necesitábamos dinero desesperadamente. Me negaba a obligar a los chicos a trabajar cuidando niños o como personas de compañía. Los ingresos que recibo de Gentleman's Weekly me permiten mantenerlos. -Restregó las palmas sudadas contra la falda-. Seguro que estás bastante escandalizado.

– No, no lo estoy.

Ella esperaba que Stephen dijera algo más, pero guardó silencio. Tal vez no estaba escandalizado, pero parecía bastante evidente que no lo aprobaba. Y la posibilidad de que su secreto se difundiera la llenaba de pavor.

– Espero que me hagas el favor de no contárselo a nadie. Mi medio de vida depende de que se mantenga mi anonimato.

– No tengo ninguna intención de hacer nada que pueda poner en peligro tu forma de ganarte la vida, Hayley. No revelaré tu secreto. Te doy mi palabra.

Hayley sintió un inmenso alivio y soltó una espiración que ni siquiera se había dado cuenta de que estaba conteniendo.

– Gracias. Yo…

– No hay de qué. Por favor, discúlpame.

Antes de que ella pudiera decir una palabra más, Stephen abrió la puertaventana y entró en la casa. Hayley lo siguió con la mirada mientras se alejaba y se mordió el labio inferior para impedir que le siguiera temblando.

Aunque él no había dicho nada más, su brusca y fría despedida lo había dicho todo.

Capítulo 18

Aquella tarde, Stephen se pasó toda la cena mirando de soslayo a Hayley, que se sonrojaba cada vez que se cruzaban sus miradas. Él intentaba centrarse en la charla distendida que había a su alrededor, pero le resultaba imposible. Sus pensamientos deambulaban constantemente entre el sorprendente descubrimiento de que Hayley era H. Tripp y la conversación que sabía tenía que mantener con ella sobre su inminente marcha de Halstead.